La consigna es no alarmar a las masas

Viernes, 13/11/2020 06:26 AM

Critican a Trump porque usando el altavoz del poder decía que no pasaba nada, mientras que con la boca pequeña comentaba a los más cercanos que venía la hecatombe. Al sacar a relucir el conglomerado mediático lo que había más allá de la versión oficial, ya se ponía al descubierto ese ánimo bastante generalizado de desprestigiarle políticamente, aunque sea tiempo perdido en tanto le respalde el mundo del dinero. Por un lado, se resaltaba que el mandatario decía que eso del virus no sería mucho más que una simple gripe que se podía curar a base de desinfectantes. Por otro, para una señalada minoría, resultaba que comentaba que la cosa era grave. De esta manera se trataba de poner de relieve la poca fiabilidad del gobernante.

Más allá de la anécdota mediática, desde los comienzos de la pandemia llamaba curiosamente la atención que quien debía conocer el problema a fondo, porque cuenta con información de primera mano, no tomaba medidas de protección porque, conforme a las imágenes que se suministraba, el virus le respetaba, y de ahí que no usara mascarilla salvo de manera puntual. Estaba claro que existía algún motivo que lo justificaba y, pese a su edad y circunstancias sociales, en su caso las medidas de protección eran innecesarias. Por otro lado, no dejaba de ser cuanto menos sospechoso que siendo el foco de atención mundial a pocos llamara la atención o al menos el mundo mediático no incidiera demasiado en ello o no como suele ser habitual. Luego resultó, tal vez para guardar las apariencias, que podía ser víctima del virus como cualquier persona, pero manteniendo las distancias, dada su condición de elite, el virus pareció respetarle y en pocos días decidió abandonarle acosado por los fármacos. Ya entonces, no hubiera estado de más que tan sagaces investigadores mediáticos, que siempre disponen de información válida, no contaran algo más sobre el particular. Pero, si bien se habla mucho de la pandemia y de los efectos del virus en la población mundial, se procura escurrir el bulto procurando no entrar a trapo, acaso por recomendación de los que verdaderamente mandan, haciendo de este tema terreno reservado vedado a los profesionales de la comunicación, tal vez por si se descubre algo inconveniente que desmonte las apaciguadoras tesis de los expertos

Dejando a un lado el blindaje frente al virus, con el que parece contar, y por supuesto no a base de desinfectantes y otros mitos ocasionales, el tan criticado dirigente norteamericano, al ocultar la verdadera dimensión de la pandemia al gran público para no provocar alarma social no hacía otra cosa que actuar como cualquier político que se precie. En un panorama donde cuentan con más adeptos las teorías de la conspiración que las verdades oficiales, si se dice la verdad es natural que la gente se alarme. De ahí que sea preferible ocultar la realidad y contar inocentes cuentos infantiles, al objeto de evitar que el personal se vea afectado por el miedo y sufra pesadillas. Si la cosa es grave, y cualquiera es consciente de ello, basta con ir soltando la píldora en pequeñas dosis hasta que a la gente se le haga el asunto casi familiar y acabe por asumir la realidad de la situación. Esta práctica ya se ha evidenciado en demasiadas ocasiones, tanto en lo de la pandemia como en cualquier otra situación alarmante, por lo que debe ser considerada como normal.

Siguiendo el protocolo habitual establecido para estos casos, los políticos se han venido reservando la información útil para ellos, soltando al público las migajas informativas y, en todo caso, ofreciendo una realidad debidamente maquillada para dejar a salvo su responsabilidad y la parte que convenga a sus intereses. Se habla de democracia, de derechos, de libertades individuales y todo ese arsenal político ornamental diseñado para entretener a la gente pero, tal como se puede desprender del ejemplo citado y extrapolado a nivel general, existe la convicción entre las elites políticas de que las masas son un conjunto de personas incapaces de valerse por sí mismas que deben ser tuteladas permanentemente, y es esa la función que justifica su propia existencia. Este parece ser el punto sustancial de la cuestión.

Si la política hace su juego, podría pensarse que los considerados poderes alternativos contribuirían a que las masas se ilustraran debidamente para salir de la tutela, pero resulta que lo de ilustrar, y en buena parte informar de lo sustancial, no es compatible con lo de ganar dinero. A tal fin tampoco resulta conveniente llegar a indisponerse con los políticos deslizando material inapropiado. De ahí que todo lo que suelten gire en torno al mismo eje y no sea precisamente ilustrativo, sino movido por diversos intereses que a veces no coinciden con los generales. Se trata de manosear ciertas noticias hasta la saciedad para que entren por los ojos del gran público y ordeñando los titulares hasta el agotamiento, pero en definitiva sin llegar a aportar nada de valor. Esto de quedarse en lo oficialmente pactado por el gremio, alimentado por estadísticas para cada ocasión y silenciando lo que no conviene sacar a la luz al que tiene poder o a ser posible irse por las ramas, es la práctica a seguir por el monopolio mediático. Fuera de su terreno no queda espacio para que se pueda decir nada. A este punto ha llegado reducido el llamado poder de la información.

Fracasada una alternativa mediática con la debida autonomía, solo queda conformarse con lo que se ofrece al público. La verdad solamente está en lo que dice la propaganda, el medio que sirve para cantar las bondades del poder, e incluso es posible aleccionarse con la publicidad, desde la que los mas avispados comerciantes tratan de hacer de la noticia simple negocio. Muy poca cosa para que pueda cambiar el criterio elitista sobre la incapacidad de las masas.

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