Los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 brindaron a un presidente impopular la oportunidad de emprender una masiva iniciativa privatizadora (en el caso de Bush, se trató de la privatización de los sectores bélicos, de la seguridad y de la construcción). "Sólo una crisis —real o percibida como tal— produce un verdadero cambio. Cuando ocurre esa crisis, las acciones que se emprenden dependen de las ideas existentes en aquel momento. Esa es, opiniones, básicas; desarrollar alternativas a las políticas existentes y mantenerlas vivas y disponibles hasta que lo políticamente imposible se convierta en políticamente imposible se convierta en políticamente inevitable". Aquella idea se convertiría en una especie de mantra de su movimiento en la nueva era democrática. Allan Meltzer desarrolló un poco más esa filosofía básica: "Las ideas son alternativas que aguardan la llegada de una crisis para funcionar como catalizadoras del cambio. El modelo de influencia de Friedman consistía en legitimas las ideas y conseguir que nos resultaran soportables e, incluso, pensáramos que podía valer la pena probarlas cuando se diera la ocasión".
La clase de crisis que tenía en mente era militar. Lo que él entendía era que, en circunstancias normales, las decisiones económicas se toman en medio del tira y aflojas de una serie de intereses contradictorios: los trabajadores quieren empleos y aumentos salariales, los propietarios quieren impuestos más bajos y mayor desregulación, y los políticos tienen que hallar un equilibrio entre esas fuerzas en conflicto. Sin embargo, si nos sacude una crisis económica de suficiente gravedad —una rápida depreciación de la moneda, un crac de los mercados o una gran recesión—, todo lo demás queda a un lado, con lo que los dirigentes se hallan liberados para hacer lo que sea necesario (o lo que se considere como tal) en nombre de la reacción a una emergencia nacional. Las crisis son, en cierto sentido, zonas "ademocráticas", paréntesis en la actividad política habitual dentro de los que no parece necesario el consentimiento ni el consenso.
La idea de que las quiebras de los mercados pueden ejercer de catalizadores del cambio revolucionario tiene tras de sí una larga historia en el seno de la extrema izquierda, sobre todo en la teoría bolchevique que aseguraba que la hiperinflación, al destruir el valor del dinero, acerca a las masas un paso más hacia la destrucción del propio capitalismo. Esta teoría explica por qué una corriente muy concreta de la izquierda más sectaria está siempre calculando las condiciones exactas en las que el capitalismo alcanzará "la crisis", de un modo más o menos análogo a como los cristianos evangélicos no dejan nunca de calibrar las posibles señales del Rapto de los creyentes previo al Apocalipsis final. A mediados de los años ochenta, esta idea comunista empezó a renacer con fuerza tras ser recogida por los economistas de la Escuela de Chicago, que sostenían que, del mismo modo que los cracs mercantiles podían precipitar revoluciones de izquierda, también podían ser utilizados para desatar contrarrevoluciones de signo derechista, una teoría que acabaría conociéndose como "la hipótesis de la crisis".
El interés de Bush por las crisis suponía también un claro intento de aprender de los triunfos de la izquierda tras la Gran Depresión; cuando el mercado quebró, Keynes y sus discípulos —que, hasta entonces, habían predicado en el desierto— habían sabido aguardar su oportunidad y acudieron prestos con sus ideas y soluciones, integradas en el New Deal. En los años setenta, Friedman y las grandes empresas que lo patrocinaban trataron de imitar ese proceso con un singular estilo de preparación intelectual de la población para el desastre. Se dedicaron a construir concienzudamente una nueva red de "think tanks" derechistas, entre los que se incluyeron institutos como el Heritage y el Cato, y produjeron el vehículo más significativo de difusión de las ideas: la miniserie televisiva de diez episodios "Free to Choose, emitida por la PBS y patrocinada por algunas de las mayores corporaciones empresariales del mundo, como Getty Oil, Firestone Tire & Rubber Co., PepsiCo, General Motors, Bechtel y General Mills. Cuando llegara la siguiente crisis, Friedman estaba decidido a que fueran sus Chicago Boys los que estuvieran más inmediatamente disponibles y preparados con sus ideas y sus soluciones.
Cuando Friedman postuló por primera vez su teoría de la crisis a principios de los años ochenta, Estados Unidos estaba pasando por un período de recesión, caracterizado por el doble azote de una inflación y un desempleo elevados. Y las políticas de la Escuela de Chicago —que, por entonces, habían pasado a conocerse como "reaganomics"— calaron hondo en Washington. Pero ni siquiera Reagan se atrevió a poner en marcha la terapia de shock de alcance generalizado (es decir, una del tipo de las que ya había recetado en el caso de Chile).
Nuevamente, iba a ser un país latinoamericano el que sirviera de escenario de pruebas para la teoría de la crisis, y esta vez, no sería un "Chicago Boys" el que liderase la iniciativa, sino una nueva especie de doctor Shock, alguien más adecuado para la nueva era democrática.
¡La Lucha sigue!