La paz perpetua es una obra política del filósofo alemán Immanuel Kant publicada en 1795, que antes o después hubieran debido tenerla en cuenta los gobiernos de las naciones. La sociedad del milenio que hemos empezado a vivir, bien merece pasar a otro escalón. Pero se ve que los gobiernos no quieren saber nada de filósofos ni de filosofías. En Oriente han hecho siempre bastante más caso a sus filósofos, pero en Occidente el sustrato moral que hay bajo el pragmatismo extremo de unas minorías, que es lo que al final siempre se impone, viene de dos textos sagrados, suplementarios y en numerosos casos contradictorios: Antiguo y Nuevo Testamento. Lo que explica en buena medida el por qué de tanto desatino y de tanta confrontación en la moral y la ética civil de las naciones que informa, en teoría, la gobernación de siempre.
El caso es que el "orden mundial" es una clase de orden sociopolítico convencional que siempre ha estado tachonado de guerras, de barbarie y de barbaridades. Y si no, de graves abusos de las élites y las consiguientes convulsiones sociales reprimidas. Digamos que la referencia para lo que llamamos ahora orden mundial siempre fue el orden político, social y económico de los países occidentales, excluido el continente africano que también se encuentra en el hemisferio occidental. Las guerras han tenido por norma una motivación aparente y otra real. Sin ir a la prehistoria, primero fueron dinásticas, luego de religión, de independencia, ideológicas, y siempre con un trasfondo económico de mayor o menor envergadura, aunque el pretexto con que intentan sus provocadores justificarla sea lo que queda en el imaginario popular y en los textos que, buscando el éxito editorial, se quedan en la superficie de las cosas.
Pues bien, ahora no se habla de orden mundial, sino del llamado pomposamente "un nuevo orden mundial". Un nuevo orden que en realidad es un conglomerado de disparates que sugiere una trama en forma de metáfora: la de una guerra armada que no se ha declarado pero cuyo espíritu ha calado en forma de inquietud, de desasosiego y de amputación de la esperanza en gran parte de las poblaciones que ya carecían de recursos. Pues la guerra, declarada o no, por sí misma es un disparate, el mayor disparate. Y con mucho mayor motivo nos lo parecerá, si pensamos en el hecho de que en el corto espacio de tiempo de poco más de treinta años hubo dos que involucraron a prácticamente todas las naciones del planeta. Y aún más nos lo parecerá, si recordamos la obra citada, La paz perpetua de Kant, habida cuenta el nulo caso que han hecho los sucesivos gobiernos desde entonces a sus sabias propuestas…
Pero el sucedáneo silencioso de una guerra que es la deconstrucción calculada, con sus muertos directos y sus muertos indirectos consecuencia de tal deconstrucción, para millones de personas ha de generar un sentimiento trágico cercano al de una guerra, al que se suma la desesperanza de otra cosa que no sea la supervivencia. Como en las guerras. Porque, aunque ya sabemos que era la paz de las metrópolis a costa de las guerras llevadas por los dirigentes de todas clases a diestro y siniestro a otras latitudes, Occidente llevaba viviendo una paz auténtica los años de vida de quien firma este texto; y, cuando más acostumbrados estábamos a esa paz, hace más de año y medio, de pronto, el mundo entero sufrió una sacudida atroz, una convulsión similar a la que ha de sentir quien pasa por un seísmo prolongado. Aunque en realidad fue una suerte de revolución, pero una revolución "por arriba", anticipándose los poderes del mundo a la que temían "por abajo". En efecto, vivíamos en paz, y con ella, en unas naciones más y en otras menos, en conjunto se vivía una significativa estabilidad del espíritu, de la mente y de las emociones controladas donde se esconden las fuentes de la creatividad y de la ascensión de la sociedad a esa clase de grandeza que no se levanta necesariamente sobre la tragedia y las ruinas de la propia sociedad. Y en aquellas circunstancias dignas de agradecerse al destino, de pronto el mundo se vino abajo. Y ahí estamos, ahí seguimos. Lo que no impide que las gentes ordinariamente avisadas no olvidamos que esta situación extraordinaria tiene sus antecedentes y también sus profetas…
Porque hace aproximadamente doce años, las trompetas del Apocalipsis sonaron en todos los medios de comunicación con la estridencia y consecuencias de las hecatombes económicas: la vida larga de las personas representa un grave peligro. Esa longevidad por la que tanto se trabaja en gerontología, de repente se convierte en una grave amenaza para la propia sociedad y para el sistema económico global basado en el libre mercado, el libre mercado sólo en teoría, pues los bienes principales están intervenidos. Consecuencia de una serie de factores, incluida la ausencia del principal regulador de la población que son las guerras y las grandes epidemias, el sostenimiento de un segmento anchísimo de la población envejecida, la pasiva, impedirá el desarrollo y la expansión constantes que el capitalismo, ahora en forma neoliberal, precisa según aquellos vaticinios y la realidad inmediata que se observa y lo confirma...
De ese peligro es advertido el mundo hace una década. La advertencia la hacen, urbi et orbe, por un lado, una distinguida funcionaria del máximo organismo monetario internacional y, por otro, un ministro nipón de finanzas. Pues bien, doce años después esa revolución "por arriba" de la que hablaba, la confirma y prueba la reacción de los poderes de las naciones frente a la amenaza cuyo aviso adquirió tintes proféticos, declarando una pandemia universal.
Así están las cosas. La advertencia primero y la cristalización ladina del peligro que subyace en el "nuevo orden mundial" dan lugar a la conjetura y a las hipótesis sobre lo que empezó a suceder y está sucediendo. La sospecha, ante la imposibilidad de lograr pruebas en contrario, recae sobre la verosimilitud de lo que se está haciendo de acuerdo a unas decisiones médico-políticas de alcance planetario. Y la hipótesis es que "alguien" intenta conjurar ese peligro con procedimientos de ignominia, a lo que se suma el no menos grave y brutal cambio climático que viene perfilándose desde hace tres o cuatro décadas; peligros que, combinados entre sí, hacen temblar al sistema nervioso del mundo y de cada ser humano por separado, lo reconozca o no. Vivimos pues debido a eso, el síndrome de una histeria también universal; una histeria acompañada de tal incertidumbre acerca no de un futuro sin nosotros, sino del futuro de mañana que las cabezas pensantes, sus proyectos, planes e iniciativas de toda clase no tienen otra opción que ignorar, porque el mercado que lo rige todo en el sistema se basa a su vez en la confianza. En una confianza que ya no existe, que ha desaparecido, como no existe ya un futuro feliz para miles de millones de humanos que lo acariciaban; impensable más allá de lo que los cándidos deseen imaginar. Y rota la confianza, sea en el mundo mercantil y en el de las finanzas, sea en el del trabajo, en el de la remuneración y en tantos otros ámbitos de la vida social y particular, precisamente porque hay motivos abrumadores para no alimentar la confianza, al menos en el sórdido marco de la economía y en el encantador de la esperanza, las almas no podrán pasar de esforzarse en inventarla.
Nota. Esta primera parte del estudio contiene los ingredientes del análisis. La segunda contendrá los del augurio.