En 1947, cuando Friedman se unió a Hayek para formar la Sociedad Mont Pelerin, un club de economistas partidarios del libre mercado cuyo nombre procedía de su sede en Suiza, la sociedad no consideraba adecuada defender que las empresas debían tener libertad para gobernar el mundo como creyeran conveniente. Todavía estaba fresco el recuerdo del "crasb" de 1929 y de la Gran Depresión que le siguió; los ahorros de toda una vida perdidos de la noche a la mañana, los suicidios, las colas para un plato de sopas en la caridad, los refugiados… La magnitud de aquel desastre del mercado había hecho que cobrara fuerza la exigencia de que el gobierno participara activamente en la economía. La Depresión no supuso el final del capitalismo, pero sí fue, como John Maynard Keynes había previsto unos pocos años antes, "el fin del laissez-faire", el fin de la libertad del mercado para regularse a sí mismo. Desde la década de 1930 hasta principios de la de 1950 transcurrió un período de mucho "faire": el "ethos" de manos a la obra del New Deal dio paso al esfuerzo bélico, se lanzaron programas públicos que ofrecieron los puestos de trabajo que tanta falta hacían y se diseñaron nuevos programas sociales para evitar que un número cada vez mayor de personas se pasara a la extrema izquierda. Fue una época en la que los pactos entre la izquierda y la derecha no se consideraban algo sucio, sino parte de lo que muchos veían como la noble misión de evitar un mundo —como Keynes le escribió al presidente Franklin D. Roosevelt en 1933— en el que "ortodoxia y revolución" se vieran obligadas "a enfrentarse entre ellas". John Kenneth Galbraith, heredero de las ideas de Keynes en Estados Unidos, definió la principal misión de economistas y políticos como "evitar la depresión y prevenir el desempleo".
La Segunda Guerra Mundial hizo que la lucha contra la pobreza cobrara nueva urgencia. El nazismo había calado en Alemania en una época en que ese país estaba sumido en una durísima depresión económica provocada por las reparaciones de guerra impuestas tras la Primera Guerra Mundial y agravada por la crisis de 1929. Keynes advirtió desde el primer momento que si el mundo adoptaba una estrategia de "laissez-faire" respeto a la pobreza de Alemania, las consecuencias serían terribles: "La venganza, me atrevo a predecir, no tardará en llegar". En aquellos tiempos nadie hizo caso a sus palabras, pero cuando se reconstruyó Europa después de la Segunda Guerra Mundial las potencias occidentales abrazaron el principio de que las economías de mercado debían garantizar un nivel de dignidad básica lo suficientemente alto como paras que los ciudadanos desilusionados no se tornaran de nuevo hacia ideologías más seductoras, fueran el fascismo o el comunismo.
Fue este imperativo pragmático lo que llevo a la creación de casi todo lo que asociamos hoy día con la pasada época del capitalismo "decente"; seguridad social en Estados Unidos, sanidad pública en Canadá, asistencia social en Gran Bretaña y protección del trabajador en Francia y Alemania.
En el mundo en vías de desarrollo se imponía una tendencia similar, más radical, que se conoció con el nombre de desarrollismo o de nacionalismo del Tercer Mundo. Los economistas desarrollistas afirmaban que sus países escaparían por fin de la pobreza si llevaban a cabo una estrategia de industrialización orientada al interior en lugar de recurrir a la exportación de recursos naturales, cuyos precios cada vez eran más bajos, a Europa o América del Norte. Defendían reglamentar o incluso nacionalizar la explotación del petróleo, minerales y otras industrias claves, de modo que buena parte de los beneficios obtenidos sirvieran para financiar un proceso de desarrollo financiado por el gobierno.
Hacia la década de 1950 los desarrollistas, igual que los keynesianos y los socialdemócratas de los países ricos, podían enorgullecerse de una serie de impresionantes éxitos. El laboratorio más avanzado del desarrollismo fue el extremo sur de América Latina, conocido como el Cono Sus: Chile, Argentina, Uruguay y partes de Brasil. El epicentro fue la Comisión Económica de Naciones Unidas para América Latina, con sede en Santiago de Chile, dirigida por el economista Raúl Prebisch desde 1950 a 1963. Prebisch formó a economistas en la teoría desarrollista y los envió a que sirvieran de asesores económicos de gobiernos de todo el continente. Los políticos nacionalistas como el argentino Juan Perón pusieron en práctica sus ideas con enorme placer, volcando grandes cantidades de dinero público en infraestructuras como autopistas y fundiciones, ofreciendo a los empresarios locales generosos subsidios para que construyeran fábricas que fabricaran coches o lavadoras y evitando la entrada de productos extranjeros con unos aranceles prohibitivamente altos.
Durante este trepidante período de expansión, el Cono Sur empezó a parecerse más a Europa o Norteámerica que a otras partes de América Latina o del Tercer Mundo. Los trabajadores de las nuevas fábricas fundaron poderosos sindicatos que negociaron salarios de clase media y sus hijos estudiaron en las recién construidas universidades públicas. La enorme distancia entre la élite de club de polo de la región y las masas campesinas empezó a acortase. En la década de 1950 Argentina tenía la clase media más numerosa de todo el continente y el vecino Uruguay una tasa de alfabetización del 95% y un sistema de sanidad pública gratuita para sus ciudadanos. El desarrollismo consiguió unos éxitos tan indiscutibles durante un tiempo, que el Cono Sur de América Latina se convirtió en un símbolo para los países pobres de todo el mundo; allí estaba la prueba de que si se seguían políticas practicas e inteligentes y se implementaban de forma agresiva, la brecha de clases entre el Primer y el Tercer Mundo podía de verdad cerrarse.
El éxito de las economías planificadas —en el norte keynesiano y en el sur desarrollista— supuso una época oscura para el Departamento de Economía de la Universidad de Chicago. A los archienemigos de los de Chicago en Harvard, Yale y Oxford los reclutaban presidentes y primeros ministros para que les ayudaran a domar a la bestia del mercado; a casi nadie le interesaban las atrevidas ideas de Friedman sobre dejar que se moviera todavía más libre que antes. Había, sin embargo, unas pocas personas que sí estaban muy interesadas en las ideas de la Escuela de Chicago. Eran pocas, pero muy poderosas.
Para los dirigentes de las multinacionales estadounidenses, que tenían que lidiar con un mundo en desarrollo cada vez más hostil y unos sindicatos cada vez más poderosos en casa, los años de crecimiento de la posguerra fueron una época inquietante. La economía crecía a buen ritmo, se creó mucha riqueza, pero propietarios y accionistas se veían obligados a redistribuir gran parte de esa riqueza a través de los impuestos que gravaban a las empresas y de los salarios de los trabajadores. Era un arreglo con el que a todo el mundo le iba bien, pero un retorno a las reglas anteriores al New Deal podía hacer que a unos pocos les fuera mucho mejor.
La revolución keynesiana contra el "laissez-faire le estaba saliendo muy cara al sector privado. Lo que hacía falta para recuperar el terreno perdido era claramente una contrarrevolución contra el keynesianismo, un retorno a una forma de capitalismo que tuviera incluso menos trabas que el capitalismo de antes de la Depresión. No era una cruzada que pudiera liderar el propio Wall Street, no en aquel clima. Si Walter Wriston, gerente de Citibank e íntimo amigo de Friedman, se hubiera atrevido a decir que el salario mínimo y los impuestos a las empresas deberían abolirse, le hubieran acusado al instante de ser un explotador. Y ahí es donde entró en juego la Escuela de Chicago. Pronto quedó claro que cuando Friedman, que era un matemático brillante y un hábil orador, afirmaba exactamente esas mismas cosas, éstas adquirían un cariz muy distinto. Puede que se rechazaran como equivocadas, pero quedaban imbuidas de un aura de imparcialidad científica. El efecto enormemente beneficioso de hacer que las posiciones de las empresas fueran presentadas en boca de instituciones académicas o cuasi académicas hizo que llovieran donaciones sobre la Escuela Chicago pero además, en muy poco tiempo, dio a luz a una red global de "think tanks" de derechas que darían cobijo a los soldados de a pie de la contrarrevolución en todo el mundo.
Todo se centraba en el inquebrantable mensaje de. Friedman; todo se estropeó con el New Deal. Ahí fue donde tantos países, empezaron a ir por el mal camino. Para que los gobiernos volvieran al camino correcto, Friedman, en su popular libro "Capitalismo y libertad", diseñó lo que se convertiría en el manual del libre mercado y que, en Estados Unidos, constituiría el programa económico del movimiento neoconservador.
En primer lugar los gobiernos deben eliminar todas las reglamentaciones y regulaciones que dificulten la acumulación de beneficios. En segundo lugar deben vender todo activo que posean que pudiera ser operado por una empresa y dar beneficios. Y en tercer lugar deben recortar drásticamente los fondos asignados a programas sociales. Dentro de la fórmula de tres partes de desregulación, privatización y recortes. Friedman tenía muchas salvedades. Los impuestos, si tenían que existir, debían ser bajos y ricos y pobres debían pagar la misma tasa fija. Las empresas debían poder vender sus productos en cualquier parte del mundo y los gobiernos no debían hacer el menor esfuerzo por proteger a las industrias o propietarios locales. Todos los precios, también el precio del trabajo, debían ser establecidos por el mercado. El salario mínimo no debía existir. Como cosas a privatizar, Friedman proponía la anidad, correos, educación, pensiones e incluso los parques nacionales. En resumen, abogaba de forma bastante descarada por el abandono del New Deal, aquella incómoda tregua entre el Estado, las empresas y los trabajadores que habían impedido que se produjera una revolución popular tras la Gran Depresión. La contrarrevolución de la Escuela de Chicago pretendía que los trabajadores devolvieran las medidas de protección que habían ganado y que el Estado abandonara los servicios que ofrecía a sus ciudadanos para suavizar los cantos más afilados del mercado.
Y pretendía todavía más; quería expropiar lo que gobiernos y trabajadores habían construido durante aquellas décadas de febril actividad en el sector de las obras públicas. Los activos que Friedman apremiaba a los gobiernos a vender eran el resultado de años de inversiones y "know-how" publico, necesario para construirlos y hacerlos valiosos. Por lo que a Friedman atañía, por una cuestión de principio había que transferir toda aquella riqueza compartida a manos privadas.
Aunque embozada en el lenguaje de las de las matemáticas y la ciencia, la visión de Friedman coincidía al detalle con los intereses de las grandes multinacionales, que por naturaleza ansiaban nuevos grandes mercados sin trabas. En la primera etapa de la expansión capitalista el colonialismo aportó ese tipo de crecimiento feroz "descubriendo" nuevos territorios y apoderándose de tierras sin pagar por ellas para luego extraer sus riquezas sin compensar a la población local. La guerra que Friedman había declarado contra el "Estado del bienestar" y el "gran gobierno" prometía un nuevo frente de rápido enriquecimiento, sólo que esta vez en lugar de conquistar nuevos territorios la nueva frontera sería el propio Estado, con sus servicios públicos y otros activos subastados por mucho menos dinero del que realmente valían.
—Naomi Klein ha sido titular de la cátedras Miliband en la London School of Economics y es doctora honoris causa en Derecho por la Universidad de King’s College, de Nova Scotia. Alcanzó el puesto undécimo, el más alto logrado por una mujer, en el Sondeo Global de Intelectuales, un listado de los intelectuales más relevantes del mundo que confecciona la revista Prospect junto con la revista Foreign Policy.
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