Solidere es el resultado del último esfuerzo de reconstrucción que el Líbano ha vivido. Después de una guerra civil que duró más de quince años, el país estaba destrozado y las arcas del Estado vacías, sin financiación para reconstruir los barrios derruidos. El empresario y multimillonario (y más tarde, primer ministro) Rafiq Hariri propuso una solución: si le entregaban el control de las tierras del centro de la ciudad, él y su nueva promotora urbanística, Solidere, la convertirían en "el Singapur de Oriente Medio" Hariri, que falleció en un atentado con coche bomba en febrero de 2005, arrasó casi todas las estructuras existentes, e hizo de la ciudad una tabla rasa. Las marinas, los lujosos apartamentos (algunos con ascensores para limusinas) y los deslumbrantes centros comerciales sustituyeron a los antiguos souks del barrio viejo. Casi todo lo que hoy ocupa el distrito financiero —edificios, plazas, fuerzas de seguridad— es propiedad de Solidere.
Para el mundo exterior Solidere era el orgullo del renacimiento del Líbano de la posguerra, pero para sus habitantes siempre había sido algo más parecido a una holografía. Lejos del centro ultramoderno, la mayor parte de Beirut carece de infraestructuras básicas, desde electricidad hasta vías públicas, y los agujeros de bala de la guerra civil siguen incrustados en las fachadas de muchos edificios, aún sin reconstruir. En esas barriadas abandonadas que rodean el brillante centro de la ciudad, Hezbolá supo construir su base de leales seguidores, ofreciéndoles seguridad y protección; así se convirtió en el tan denostado "Estado dentro del Estado". Cuando los residentes de los suburbios destrozados se aventuraban hasta el enclave de Solidere, a menudo los guardianes privados de seguridad de Hariri les expulsaban del centro.
Raida Hatoum, una activista en pro de la justicia social en Beirut, dijo que cuando Solidere empezó su tarea de reconstrucción, "la gente estaba feliz porque la guerra había terminado y las calles estaban en obras. Para cuando nos dimos cuenta de que además las habían vendido, de que ya no nos pertenecían, era demasiado tarde. No sabíamos que el dinero era un préstamo, y que tendríamos que devolverlo". Ese brutal despertar, al descubrir que los desfavorecidos de la ciudad tenían que pagar la factura de una construcción de la que sólo unos pocos (la élite que vive en el centro de Solidere) se habían beneficiado, ha sido la mejor escuela para los ciudadanos libaneses; son expertos en la mecánica del capitalismo del desastre. Esa experiencia previa contribuyó a mantener al país entero centrado y organizado después de la guerra del 2006. Al optar por la burbuja de Solidere como el lugar de sus sentadas y manifestaciones, con refugiados palestinos acampados frente a las macrotiendas Virgin o en las cafeterías de lujo ("Si me comiera un sándwich ahí, me quedaría sin dinero durante unas semanas", señaló un manifestante), el pueblo enviaba un mensaje claro y distinto. No querían otra reconstrucción al estilo Solidere, con centros de lujo y suburbios degradados, con zonas verdes protegidas por guardas y zonas de combate donde todo vale, sino una reconstrucción para todo el país. "¿Cómo podremos aceptar un gobierno que nos roba?", preguntó uno de los participantes de la manifestación. "¿Un gobierno responsable de un centro para turistas y que acumula una deuda inmensa? ¿Quién pagará la factura? Yo tendré que hacerlo, y mi hijo después de mí."
La resistencia al shock del Líbano fue más allá de la protesta. También se expresó mediante un esfuerzo de reconstrucción paralela de gran alcance. A los pocos días del alto el fuego, los comités vecinales de Hezbolá-habían visitado un gran número de viviendas afectadas por los ataques aéreos, habían evaluado los daños y ya entregaban cantidades en efectivo (hasta 12.000 dólares por familia) para que la gente pudiera hacer frente a los pagos de alquiler y mobiliario de un año lejos de su hogar. La versión de Hezbolá de la ayuda humanitaria no iba filtrada por el gobierno ni por las ONG extranjeras. No iba destinada a la construcción de hoteles de cinco estrellas, como en Kabul, ni a piscinas olímpicas para los estamentos policiales, como en Irak. En lugar de eso, Hezbolá hizo lo que Renuka, la superviviente del tsunami de Sri Lanka, pedía para su familia; poner la ayuda en sus manos. Hezbolá también incluyó a los miembros de la comunidad en el proceso de reconstrucción. Contrató a grupos de trabajadores locales (a cambio de los escombros de metal que recogían) mobilizó a 1.500 ingenieros y organizó equipos de voluntarios. Después de una semana de que cayera la última bomba, gracias a la coordinación local, el proceso de reconstrucción iba viento en popa.
En la prensa estadounidense, estas iniciativas fueron recibidas casi unánimemente como clientelismo o sobornos, un intento de Hezbolá de comprar el apoyo popular, después de haber sido el responsable de provocar el ataque que tanto había costado al país (David Frum incluso a sugerir que los billetes que Hezbolá entregaba eran falsificaciones). No hay duda de que Hezbolá no sólo se dedica a la caridad, sino también a la política, y que la financiación iraní contribuyó a que Hezbolá pudiera reaccionar tan rápidamente. Tan importante como su eficiencia, no obstante, fue el carácter local de Hezbolá, en tanto que organización indígena, surgida desde la propia red de barrios en construcción. A diferencia de las agencias de reconstrucción extranjeras que imponen sus programas desde burocracias lejanas vía gestión importada, seguridad privada y un ejército de traductores, Hezbolá actuó rápidamente porque conocía las claves de negociación local. Dicho de otro modo, los atajos que lograrían terminar la tarea. Si los habitantes del Líbano estaban agradecidos por los resultados, también se debía a que conocían la alternativa: Solidere.
—Naomi Klein.
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