Me presento en estos momentos como un representante de coyuntura de mi generación. He de advertir a título de introducción, que en mi organismo de 83 años hay un intelecto intemporal y una sensibilidad que procura abarcar el mundo entero...
Y como representante constato que el octogenario, al menos en la occidental, no cuenta para nada en la sociedad. Y mucho menos en la española. Él es un espécimen de adorno, clase pasiva, peso muerto. Lo que opine, diga o escriba el octogenario no trasciende de su estricta intimidad; no se le escucha en espacio alguno institucional. Sin embargo sigue ahí, conocido si acaso solo por personas de su misma generación con vivencias muy similares, casi desde el día del fin de la guerra civil. Desde entonces, han sido tantos los hechos, los avatares y los acontecimientos que la única experiencia de la que se ha librado ha sido, justo la guerra. Pero en los 83 años de mi existencia, todo se ha ido procesando por el tamiz de las neuronas del octogenario cuya generación puede considerarse como la más feliz y afortunada de todas cuantas han desfilado en la historia. Cuanto menos en España y en Europa. Ello significa que la mezcla de pocos sinsabores y muchas emociones, de todas clases, en mi generación es explosiva. Y la prueba de que es explosiva puede estar en mi entusiasmo que a menudo se convierte en enardecimiento: dos pasiones del ánimo que apenas se vislumbran en las generaciones siguientes.
Y es que, después de haber vivido las vicisitudes propias de una dictadura personal sin parangón por su larga duración, la mitad de nuestra vida, la del octogenario, una nómina casi inagotable de peripecias políticas, judiciales y sociológicas, en el escaso espacio de tiempo de dos años hemos pasado a vivir sin solución de continuidad dos hechos inéditos en nuestro tiempo: una pandemia causante de más graves estragos en la población por razones económicas que en la pública salud, y a continuación la prolongada erupción de un volcán causante de estragos no menos espantosos, aunque en este caso no haya que lamentar la pérdida masiva de vidas humanas. Creo que no quedan más peripecias por vivir si dejamos a un lado las particulares buscadas de propósito. Bueno, sí. Al parecer, en el horizonte se perfila un posible Gran y fatal Apagón que ocupa el subconsciente. Y también la amenaza de pesadilla, no onírica sino real, de la asimismo posible monstruosa escasez, primero por el apagón y luego efecto del cambio climático. E incluso, quién sabe, si la de ovnis aterrizando en los aeropuertos del mundo, sin tapujos. Nada hay imposible e increíble en estos tiempos que por muchos indicadores parecen terminales. En el fondo y en cierto modo, para regocijo del octogenario al que de todos modos le queda poco tiempo de vida…
En todo caso, cuando hasta no hace mucho creíamos que ya sólo nos faltaban las que nosotros mismos tuviésemos el ánimo de procurarnos, el octogenario sigue ahí, acumulando más vivencias y más experiencias. De modo que por su dilatada vida y en ciertos casos, como el mío, la tendencia a la minuciosa observación y reflexión en todas direcciones, nada ha quedado ni queda fuera de nuestra retina ni de nuestros seis sentidos, pues al quinto me permito añadir el de una potente intuición. Si bien, cuando hablo de observación, no me refiero a la del reportero ávido de personajes de más o menos fuste, ni a la del literato que busca los suyos para su relato en los cafés, en los tugurios o en los antros. No, el octogenario otea los sucesos desde las cumbres y analiza a los protagonistas de los hechos y de los acontecimientos sociales como si fuesen gusanos entregados unas veces a la ambición delirante, otras a la vanidad infantil extrema y otras a la despreciable ansia de poder. Pero el caso es que todo este caudal de energía vital sólo es susceptible de depositarse en los libros. Fuera de ellos, de nada sirve. A diferencia de lo que ocurría en la Antigüedad, que se encontraba entre los augures, los Senados o los Consejos de Ancianos, el octogenario no aparece en ninguna de las instituciones.
De aquí que, en un país tan convulso y destartalado como España, sus sucesivos análisis a lo largo de los años tras la visión, no tanto de lo que ve siempre a vista de pájaro como de lo que adivina, esforzado por conseguir en su percepción la mayor objetividad posible, si es que la objetividad existe en estado puro, van desde el dejá vue, ausente la sorpresa, hasta formarse en su piel la pátina de una amarga decepción por los cambios que esperaba y no acaban de producirse, y otra de pesadumbre por muchos de los habidos para que todo siga aproximadamente igual; todo, sin poder siquiera influir mínimamente en la evolución o involución de los acontecimientos sociales, políticos y antropológicos.
Por lo que se refiere a la nueva y patética "novedad" que es la amenaza cierta y sería de los efectos en la sociedad y en la naturaleza del cambio severo climático, la recibe con la angustia por ahora controlada de quien percibe los tiempos actuales como terminales. Y en los mismos términos que a lo largo de la historia de la humanidad se ha desencadenado periódicamente el miedo o la histeria a un final definitivo de los tiempos. Una angustia intermitente. Una angustia similar a la que nos sugiere el mito de Prometeo quien, encadenado en el monte Cáucaso por Hermes, sufre el tormento infligido por Zeus por haber dado el fuego a los hombres: un águila corroe sus entrañas durante el día, se restablecen por la noche y vuelve cada día para cumplir su mandato y nuestro designio…