Desde hace más de doscientos años y hasta los años 1980, la influencia de los intelectuales no cesó de crecer. El auge del intelectual laico fue un rasgo del mundo moderno y, en la Historia, un fenómeno relativamente nuevo. En sus incardinaciones precedentes, a los intelectuales -curas, escribas o profetas- se les atribuía, y ellos se atribuían, el papel de guías de la sociedad. Pero las innovaciones morales e ideológicas de estos guardianes de culturas históricas, primitivas o evolucionadas, estaban estrechamente limitadas por una autoridad exterior y por la herencia de la tradición. Ellos no eran, no podían ser, espíritus libres o aventureros del pensamiento. Hablo fundamentalmente de extensos espacios geográficos, principalmente europeos, estadounidenses y latinoamericanos. Pero en esta materia España apenas cuenta. Su vida siempre fue demasiado poco interior como para buscar matizaciones y precisiones del lenguaje que los entendimientos desarrollados necesitan y encuentran en el razonar del intelectual.
Después de más de dos siglos de decadencia de la religión, y hasta el término de la Segunda Guerra Mundial, el papel de los intelectuales no cesó de crecer, como decía al principio, hasta más o menos los años 1980. Esto ha sido y es en Europa, en Estados Unidos y en parte de Latino América, siempre tan baqueteado este continente como lo ha estado siempre España. Desde luego en Europa el proceso termina aproximadamente con Sartre y sigue en Estados Unidos con Chomsky. Pero en España ese fenómeno de prevalencia coyuntural delintelectual ha sido y es casi irrelevante. Apenas ha tenido lugar en los pocos años en que intentó abrirse paso la República, y los intelectuales que hubiere entonces son pocos conocidos. Y es que entre nosotros no ha habido nunca verdaderos intelectuales de proyección internacional, aparte Ortega y Gasset y Unamuno. Desde luego no los hubo, no podía haberlos, durante los cuarenta años que duró de la dictadura. Pero tampoco después, los cuarenta y tres años siguientes, es propicia la figura del intelectual, siguiendo la vieja tradición en España del: "pensar ¿para qué?". El clima político y social casi irrespirable, por un lado, la escasa atención que les presta una población poco intimista, volcada ordinariamente hacia fuera, por otro, y la censura subrepticia eclesiástica en una sociedad que no acaba de reafirmarse definitivamente como laica son poderosas bridas para la imaginación y para el intelecto. De aquí que no permitan la germinación de un pensamiento "aventurero" y libre que no sea desdeñado por la sociedad en general, por el comprador de libros y por las editoriales. Los intelectuales que pueda haber -y seguro pese a todo que los hay: ¿Santiago Alba Rico, por ejemplo? resultan ser prácticamente unos desconocidos, o sólo conocidos en círculos muy reducidos.
Pero es que el gran público español no quiere sesudos pensadores. Aunque necesita luminarias. Y ese papel, el del imitador del intelectual como guía, y en parte el mismo papel que el de los predicadores de antaño, lo vienen desempeñando durante el actual régimen estas últimas cuatro décadas en España los periodistas. Los periodistas de los medios de comunicación de primera línea, impresos y audiovisuales. Personajes conocidos y visibles que terminan para muchos siendo portadores repulsivos de un pensamiento puesto al servicio de los dueños de dichos medios, o llegaron ya acoplados previa y perfectamente al de ellos. En todo caso el periodismo como profesión y formación técnico-académica, tampoco es una esfera intelectiva adecuada para configurarse una estructura mental de altura filosófica. Además, si un periodista logra su total independencia, si consigue emanciparse, ya ha concitado suficiente deformación del foco, en un país de particularidades sociopolíticas broncas por definición. Y su marchamo de periodista seguirá prevaleciendo en todo su razonar pese a que intente salirse de sus márgenes. Como el cura o el médico llevan toda su vida la marca del agua. Tanto, que no permite a unas masas o una población que se caracterizan por muchas cosas menos por su interés por la intelectualidad y la lectura, distinguir al intelectual del periodista o el novelista, ni al diletante del filósofo…
La cuestión es que, inmersos el mundo y España en un estadio de extraordinaria convulsión similar a la de una guerra de baja intensidad por efecto de una hipotética pandemia pero con reales consecuencias prácticas como si no fuera hipotética, la filosofía que informa las grandes ideas individuales y las relaciones interpersonales, políticas, educativas, sociales y culturales, está colapsada. Y es de tal modo rehén la sociedad humana de esta situación, que el mero "pensar" ha sufrido un automático bloqueo. Todo está condicionado por esa pandemia y sus amenazas. Por eso, el intelectual no pinta nada. No puede servir de guía. Pero tampoco debe intentarlo. Sería inútil y contraproducente. El instinto, la intuición, la cautela, el miedo y la amenaza de una nueva normalidad atroz igualan al mundo. Al menos el occidental; situando a todo lo demás en un plano secundario y acentuando la sensación de que el intelectual es incluso un estorbo para todo y para todos. Como la falsa moneda, y en su lugar, como en el lugar del cura en el púlpito, para eso está el periodista de relumbrón que se atreve a todo…