Los derroteros de la universidad y las posibilidades de la juventudes en la era post-pandémica

Lunes, 17/01/2022 07:52 AM

La pandemia del Covid-19 cimbró las formas de ser, pensar y representar la realidad en las sociedades contemporáneas. No es el solo hecho de que un nuevo coronavirus gravitara en nuestras vidas y desafiara las formas en que nos organizamos y desplegamos la cotidianidad. La pandemia es algo más que el hecho de ser asaltados por este agente patógeno y enfrentarnos al riesgo de la vulnerabilidad humana. Que este virus quebrante la salud de los organismos humanos es algo en sí mismo doloroso por las secuelas de angustia e incertidumbre en la vida familiar y en la intimidad. Se quiera (pueda) o no se quiera (pueda) ver, la pandemia se alzó ante nosotros como un hecho social total (https://bit.ly/3kAjxVA) y se engarzó con un cambio de ciclo histórico (https://bit.ly/3fULDsl) que trastoca todas y cada una de las esferas de la vida social: desde las formas en que nos organizamos para satisfacer las necesidades básicas a través del trabajo; el ejercicio de las relaciones de poder y los mecanismos con que se construyen las decisiones públicas; las maneras de producir y difundir el conocimiento y se exponen las bellas artes; los modos en que se comunica e informa anteponiendo el miedo y sus nuevas significaciones (https://bit.ly/35KfaRU); el cauce que tomaron las relaciones cara a cara con el distanciamiento social; e, incluso, en las formas de concebir e interactuar con la enfermedad y la muerte.

Entonces, si la organización del trabajo y la relación de las sociedades con la tecnología y la energía cambiarán drásticamente en los siguientes años y décadas, las universidades no se encuentran al margen de ello ni escapan a las inercias y avatares del cambio de ciclo histórico que se perfila con la crisis epidemiológica global.

Salir del oscuro callejón de la pandemia atraviesa por la urgencia impostergable de deconstruir el consenso pandémico y de romper los grilletes del miedo, el pánico y la mentira. Si la pandemia, desde el inicio, se manejó mediática y políticamente como una guerra y como un estado de sitio, la verdad como principio rector de la relación percepción/mundo fenoménico fue la primera víctima que cayó diezmada y con ello toda posibilidad de pensar y disentir desde la imaginación creadora y la erradicación de ataduras mentales.

Una de las organizaciones que mayor exposición experimentó frente a este "estado de sitio" que se desplegó en el mundo con la gran reclusión fue la universidad y con ello los jóvenes como las principales víctimas de este proceso histórico inédito.

Pese al aporte incuestionable de las tecnologías de la información y la comunicación, la universidad experimentó un desanclaje respecto a la vorágine de acontecimientos sintetizados en la pandemia en tanto crisis sistemática y ecosocietal (https://bit.ly/3l9rJfX). En principio, en las universidades predomina una estructura fragmentada, compartimentalizada y unidisciplinar –o, si acaso, multidisciplinar– en la producción y difusión del conocimiento, y esa dispersión es, en sí misma, una argamasa o una coraza que impide la observación y la teorización en torno a la totalidad y el carácter sistémico y multidimensional de la realidad y de la vida en sociedad.

El predominio de estas miradas fragmentarias no solo significa un problema respecto a la forma en que se ejerce el arte de conocer y el oficio de enseñar y de aprender en las universidades, sino que también es una contradicción que se extiende al ámbito propio de las decisiones públicas y a las formas en que desde ese escenario se concibe a los grandes problemas mundiales y locales. Tal vez por ello –y también por los mismos intereses creados en torno a la pandemia– se impuso una concepción estrictamente sanitaria que monotematizó los alcances del fenómeno y las posibles soluciones para salir de la crisis multidimensional. Que las vacunas fuesen concebidas como la única solución ante la crisis sanitaria, habla no solo de esos intereses creados del Big Pharma, sino de la cortedad de miras y del cortoplacismo que predomina en las formas en que se representa la realidad y se trata de intervenir en el curso de sus contradicciones. Ni qué decir respecto a un consenso pandémico que omite la urgencia de cambiar radicalmente el patrón de producción y consumo o la apropiación depredadora y extractivista del territorio; la imperiosa necesidad de modificar la relación naturaleza/sociedad/proceso económico sobre cauces que no sean los propios de la acumulación irrestricta de capital y que ahora se disfraza de un Green New Deal; así como el carácter estrecho y la miopía de la racionalidad tecnocrática, del fundamentalismo de mercado y del individualismo hedonista. Y aquí surge otro nudo contradictorio en la relación universidad/sociedad/modelo de desarrollo, y es el relacionado con el socavamiento del mismo pensamiento crítico como praxis sociohistórica.

Es importante hacer una acotación: sin pensamiento crítico no solo tiende a petrificarse el conocimiento mismo y sus dinámicas creadoras, sino que también la sociedad misma se interioriza en los abismos del anquilosamiento y de las actitudes retardatarias respecto al cambio social.

Con la pandemia y el confinamiento global estas tendencias se exacerbaron. Por un lado, el pensamiento crítico experimentó un extravío (https://bit.ly/3stgiEz) que nubló toda posibilidad para (re)pensarse a sí mismo y sobre bases de mayor creatividad y lucidez. Por otro, desde el predominio del consenso pandémico y la construcción mediática del coronavirus (https://bit.ly/2VOOQSu) se desplegaron dispositivos de control y disciplinamiento de la mente y la conciencia, y ello en el contexto más amplio de la instauración de un régimen bio/tecno/totalitario modelado por la ideología del higienismo y que inhibe las posibilidades de disenso y de diálogos multidireccionales e interculturales que privilegien la diferencia en las formas de pensar, concebir e intervenir sobre el mundo fenoménico. Entonces, maniatado el pensamiento preñado de la imaginación creadora, es eclipsada toda posibilidad de asumir al conocimiento como praxis transformadora de la realidad.

La pandemia como dispositivo de control y disciplinamiento evidenció también el arrinconamiento de la universidad en la construcción de las significaciones. Un sofisticado complejo comunicacional/digital movido por el miedo y la emoción pulsiva que deambula por las redes sociodigitales configuró una narrativa contradictoria que aventuró la noción de un "enemigo invisible" que de manera sobrenatural ataca a los organismos humanos, y de que toda crisis acentuada en los últimos dos años es causada por ese agente patógeno. La universidad perdió trascendencia en la creación de narrativas orientadas a explicar el cómo y el por qué de los fenómenos y sus causas profundas. Común se tornó la imagen de un comunicador callando o censurando a algún académico o científico al tratar los temas de la pandemia. Pero también común fue el retiro autoimpuesto de la academia cuando menos durante el año 2020. Al miedo inmovilizador se sumaron las posiciones acomodaticias, la autocomplacencia y la paralización de la creatividad. Sobre este punto ahondaremos más adelante.

Si el conocimiento es una construcción social, un proceso colectivo que implica intensos diálogos sustentados en el rigor metodológico y en la constante contrastación empírica, la gran reclusión se nutrió de una narrativa del miedo que apeló al distanciamiento físico y, sobre todo, al distanciamiento social. En ese trance las posibilidades de interlocución e intercambio multidireccional se truncaron, pese a la plataforma de Zoom y a la digitalización de la universidad. El saldo de ello fue el ninguneo del estudiante y la pasividad y unidireccionalidad de los procesos de enseñanza/aprendizaje. A su vez, las universidades evidenciaron capacidades limitadas para operar en ambientes digitales bajo renovados criterios pedagógicos, didácticos y regidos por la centralidad del estudiante y de las especificidades de los espacios locales donde interactúan los mismos jóvenes y los académicos.

La universidad que emergerá de la pandemia no será la misma que se conoció hasta antes del año 2019. La era post-pandémica será una donde privará la radicalización de la incertidumbre y donde el nuevo patrón tecnológico que ya se instaura le dará mayor forma a la sociedad de los prescindibles y desplazará a un importante cúmulo de profesiones universitarias y de oficios manuales o propios del sector servicios. Y en ese maremágnum los jóvenes serán, de nueva cuenta, los excluidos y las víctimas.

Esto significa que otro nudo contradictorio que enfrentan las universidades es el de la relación excluyente de los jóvenes profesionistas egresados con el mundo laboral. Es decir, el desempleo, el subempleo y el trabajo precario que se ciernen como un látigo implacable sobre las espaldas de las juventudes profesionistas. En principio, la universidad está desfasada –en cuanto a sus contenidos y orientación– de las dinámicas propias del patrón de acumulación de la manufactura flexible, del cambio tecnológico y del proceso de financiarización que nutren la acumulación de capital contemporánea. Además, la transición en el patrón tecnológico acelerada con la pandemia hace de la robotización, la inteligencia artificial, la algoritmización y del Internet de las cosas, sucedáneos de profesiones y de individuos altamente cualificados. La falta de correspondencia entre la cantidad de jóvenes egresados de las universidades y la estrechez del campo laboral es abismal. Aclaremos que no se trata de que las universidades respondan de manera mecánica y acrítica a los intereses del mercado, sino de que aquellas sean capaces de reinventarse proactivamente para reivindicar su misión histórica y trascender el simple afán de lucro y la motivación costo/beneficio en el perfil de sus egresados y en las dinámicas del campo laboral. Sí las universidades no son capaces de propiciar la transformación social y asumirse como agentes autónomos que procuren un comportamiento más favorable de la dialéctica desarrollo/subdesarrollo, estarán condenadas al extravío y la intrascendencia; más todavía cuando éstas sean financiadas con recursos públicos desde el Estado.

Tan solo en México, según la quinta edición de la Encuesta Nacional de Egresados 2021 diseñada y aplicada por el Centro de Opinión Pública de la Universidad del Valle de México (UVM, 2021), alrededor del 45,6 % de los jóvenes recién egresados de universidades públicas y privadas enfrentan serías dificultades para encontrar su primer empleo formal; mientras que un 37,2 % simplemente no logra acceder al campo laboral y, por tanto, padece el desempleo.

Una de las aristas de la precariedad laboral es la relativa al salario. Esta misma encuesta revela que el 21,5 % de los profesionistas jóvenes contratados perciben entre $1 500 y $3 000 pesos mexicanos al mes (entre 80 y 160 dólares), y que uno de cada 10 egresados (el 12 % del total), percibe un salario por debajo de los $1 500 pesos. Pues con la crisis pandémica se experimentó una caída salarial del 46 al 42,9%. Más aún: únicamente el 27,2 % (la proporción en el año 2020 era del 33 %) de los jóvenes recién egresados percibe un ingreso entre los 8 000 y los 15 000 pesos mensuales (entre los 420 y los 800 dólares, en tanto que solo el 15,1 % percibe más de 15 001 pesos. A su vez, es de destacar que el 44,9 % no accede a prestaciones laborales en su primer empleo, y solo el 22,6 % las tiene en su empleo actual. Otro dato que ilustra estas tendencias es el que revela que en el año 2021 el 26,4% (38 % para el caso del 2020) de los jóvenes egresados obtiene un empleo permanente, remunerado y de tiempo completo. En tanto que, en general, el nivel de desempleo (incluyendo a profesionistas con experiencia laboral) se incrementó del 25% al 30,9% en medio de la crisis pandémica.

Pero el dislocamiento de la universidad no solo es respecto al campo laboral sino también con relación al espacio público y sus problemáticas sociales más acuciantes. En ese sentido, la crisis de la universidad es vasta y compleja, y a su vez se relaciona con el mismo agotamiento y abandono del Estado desarrollista y de los proyectos nacionalistas desde finales de la década de los setenta y con las ausencias, inoperancia y postración del Estado de cara a los problemas estructurales de las sociedades subdesarrolladas. Si el Estado pierde poder y potestades para controlar las causas de los problemas públicos ante la avalancha de los flujos globales, las universidades no escapan a esa tendencia, sino que marchan a la par del desconcierto y el desacierto que impera en el mundo contemporáneo. De ahí el potencial de las juventudes para escapar de esas inercias que no precisamente son irreversibles ni inhabilitadoras de la imaginación creadora.

A su vez, la empresa capitalista es capaz de prescindir de la universidad para capacitar a la fuerza de trabajo y para certificar los conocimientos y la experiencia laboral. Esto es, un curso o un diplomado en periodismo digital puede ser convocado, por ejemplo, por el diario español El País, diseñado por un grupo de consultores independientes y autoempleados especializados en el tema, e impartido por periodistas independientes o que laboran en The New York Times; o un posgrado, por ejemplo, en inteligencia artificial puede ser convocado e impartido por la empresa Meta –anteriormente llamada Facebook– y certificado por el Massachusetts Institute of Technology (MIT). Ambas convocatorias pueden ser semi-presenciales o impartirse totalmente en línea con asistentes lo mismo de China, que de Estados Unidos, España, Colombia, México o Sudáfrica, e incluso contar con nodos reproductores de los contenidos en centros de investigación privados o en think tank's productores de conocimientos especializados radicados en el Reino Unido o en Australia. Ello significa que las universidades no tienen más el monopolio en la producción y divulgación del conocimiento especializado, sino que interactúan con diversidad de fuentes y agentes, algunos con sistemas presenciales y otras con mecanismos de divulgación totalmente en línea. Representando esto también un desafío mayúsculo para la universidad y sus alcances.

La universidad no solo pierde el monopolio exclusivo en la producción y divulgación del conocimiento especializado, sino que también se torna hasta cierto punto incapaz de reivindicar y defender aquellos conocimientos y saberes que no son codiciados por los agentes del mercado. Pensemos en la filosofía, la poesía y amplios espectros de las artes, las ciencias básicas, las ciencias sociales y las humanidades, que son marginados al Interior de las mismas universidades públicas o privadas y que son puestos a la deriva ante el pragmatismo a ultranza del campo laboral, el mercado, e incluso del mundo editorial. La producción de vanguardias en este sentido solo podrían provenir de las juventudes y de su creatividad y capacidad de cuestionamiento en aras de artistizar las ciencias, cientifizar las artes, y humanizar las tecnologías. Estos procesos requieren, incluso, de la creación de nuevos verbos para atender esas posibles creatividades emergentes preñadas de interdisciplinariedad y orientadas a la construcción de nuevos conceptos en ciencias y humanidades.

La universidad también se encuentra expuesta al síndrome de la post-verdad –o lo que es lo mismo: al vicio enfermizo de la ultra-mentira– y al negacionismo. De nueva cuenta, la pandemia del Covid-19 es, en esa lógica, escenario para las disputas en torno a la construcción de significaciones. Lapidada la palabra en su sentido y conceptos, se impone una narrativa que ningunea el argumento y apela a remover la emotividad y las entrañas del receptor. En estas narrativas no importa incitar a la reflexión y a la construcción de argumentos válidos y constatados, sino generar percepciones, sentimientos y creencias carentes de rigor y fundados en pre-nociones. Los delirios místicos, los espíritus megalomaniacos y los mesianismos contemporáneos de cualquier signo ideológico emprenden el rapto de la palabra y el vaciamiento de su sentido, y con ello tornan en algo falaz y fútil a las ciencias críticas. Con los "hechos alternativos" (los "alternative facts" de Kellyanne Conway, consejera presidencial de Donald J. Trump en su momento) el mundo fenoménico se torna volátil y carente de sentido y estructura. Es el destierro del mundo de lo factual y la entronización masiva de lo que los psicólogos denominan como la "ilusión de la verdad".

En esas narrativas predomina un pensamiento parroquial de corte maniqueista que se irradia mediante campañas negras del ataque y el miedo movidas por la descalificación, defenestración, segregación y la ridiculización de "el otro". Se explota el prejuicio, la dispersión discursiva de las redes sociodigitales y el carácter endeble de los argumentos, la desconfianza, la exacerbación de las pasiones, el sectarismo, el odio, la polarización, el espectáculo, el resentimiento, el racismo, el clasismo, la intransigencia y la estigmatización.

Detrás del síndrome de la post-verdad subyace la crisis institucional del mundo contemporáneo y el ascenso de la era de la desilusión y el desencanto que se caracteriza por el reniego de los ciudadanos ante las promesas incumplidas desde el mercado, el Estado y sus valores liberales degradados. El problema es profundo porque se vincula con la erosión de los valores absolutos y pretendidamente universales, así como de las instituciones implantados y emanados del movimiento filosófico/ideológico de la llamada ilustración europea, y que fueron –ambos– la base de un mundo de relativas certezas y seguridades conforme se gestaba, arraigaba y expandía la era del capitalismo. Más aún, perdida la fe y la confianza ciudadana en el Estado, en tanto macroestructura institucional capaz de animar y conducir el cambio social y de resolver los problemas sociales más inmediatos a los ciudadanos, éstos vieron debilitada la cohesión social y extraviaron los lazos de confianza en "el otro". Entonces, dinamitada esa confianza en los demás y erosionado el sentido de comunidad, los hechos, el mundo de lo fáctico, pierden trascendencia y son relativizados.

Cabe acotar que el rumor y la mentira son parte consustancial de la construcción del poder y de las estructuras sociales que lo encauzan, irradian y profundizan; y que la disputa por la confección de una narrativa que pretenda ser "la verdad" es uno de los dispositivos para controlar las conciencias, las mentes, los cuerpos y la intimidad, y para incidir en la identidad y cotidianeidad de los individuos y grupos sociales. Si las élites, del tipo que sean, no cuentan con esa capacidad discursiva que delimita comportamientos y traza cursos de acción, el poder y los contrapoderes fácticos carecerían entonces de legitimidad y respaldo popular.

Sin embargo, con el síndrome de la post-verdad o de la exacerbación de la ultra-mentira lo que resulta es un mancillamiento del lenguaje y del pensamiento crítico, al tiempo que se diluyen las fronteras entre la verdad y la mentira, entre lo factual y las apreciaciones interesadas. El sentido y contenido o sustancia de los conceptos y categorías es diezmado y se les sustrae del rigor analítico. Pensemos, por ejemplo, en nociones como pandemia, enfermedad, coronavirus, muerte, crisis económica, etc., asaltadas y vaciadas de fundamentos razonados y opacadas por el miedo y la dictadura de la mascarilla.

Detrás de estos procesos subyace un encubrimiento e invisibilización de las causas profundas de los fenómenos y un silenciamiento de las posturas y saberes que hacen valer el disenso y las miradas alternativas. Lo que se experimenta entonces es una especie de confusión epocal que envuelve un colapso civilizatorio al erosionarse esos referentes propios de la relación lenguaje/realidad. Entonces, llevado esto al ámbito de las ciencias, estas no solo son capaces de construir mínimas certezas, sino que contribuyen con sus cegueras epistemológicas a la radicalización de la incertidumbre en las sociedades contemporáneas. Si a esto sumamos la tendencia histórica relativa a que el cientificismo y la ingeniería social erigen a la ciencia como instrumento de dominación, al tiempo que la alejan de la construcción de certezas, entonces se abren allí profundas rupturas epistemológicas que se remontan a la noción empirista esbozada por Francis Bacon de que el fin último de la ciencia es el dominio y control sobre la naturaleza, en lo que sería una especie de dictadura científica que supedita al humano mismo. Con la pandemia se evidenció esa cercanía de la ciencia con las estructuras de poder, riqueza y dominación (https://bit.ly/2OGh55d). Principalmente la investigación básica, la invención, la experimentación, producción y distribución de las vacunas, se sujetaron al ejercicio de la biopolítica y a la apropiación privada de las posibles soluciones; al tiempo que con ello se gestó un despojo y un destierro de la universidad como organización productora de conocimientos y de progresos tecnológicos y médicos.

¿Hasta qué punto las universidades se encuentran exentas de estas tendencias, y hasta dónde son capaces de contrarrestarlas? ¿Cuál es la postura de las juventudes ante estos fenómenos relacionados con la tergiversación semántica?

Es de destacar que ante las crisis multidimensionales que convergen en la pandemia o que se aceleraron con ella, las juventudes tienen ante sí un torrente de oportunidades si su actitud se guía por el proactivismo y la creatividad. En principio, si las universidades enfrentan el desafío de reformarse activamente y de dejar a un lado su actitud adaptativa y pasiva, necesitan del talento y la mirada fresca y dinámica de los jóvenes para romper con las inercias conservadoras de esas organizaciones.

Desde las juventudes y sus múltiples identidades y vocaciones es posible impulsar las miradas interdisciplinarias que rompan los cartabones y diques del convencionalismo académico. Del mismo modo, las juventudes, por su propia proclividad a la vanguardia, están llamadas a brindarle un nuevo sentido al pensamiento crítico y a adoptar nuevas formas de construir conocimiento. Es algo factible porque en ningún momento de la historia de la humanidad las juventudes tuvieron al alcance de su mano los cúmulos enormes de información y conocimientos. Por otra parte, las juventudes, con su creatividad innata podrían trastocar las estructuras de poder, dominación y riqueza y los cauces mismos del proceso económico al apoyarse en las tecnologías de la información y la comunicación y al innovar en materia de autoempleo y nuevas formas de satisfacer sus necesidades. Esa es la oportunidad que abre la crisis pandémica a las nuevas generaciones y puede ser también la contribución fundamental de estos grupos etarios en el mundo post-pandémico. La universidad, por su parte, tiene mucho que aprender de esas juventudes y de su imaginación creadora.

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