La llamada ciencia moderna, en sus orígenes allá por los siglos XVII y XVIII, fue un discurso que desterró los oscurantismos de la Europa medieval y el poder terrenal del fanatismo religioso. A su vez, tal como lo aventuró Francis Bacon, la ciencia sería el dispositivo privilegiado para la apropiación, control y dominio sobre la naturaleza. Una perspectiva que ahora sería cuestionada por la contradictoria y destructiva relación naturaleza/sociedad/proceso económico. A su vez, conforme se afianzó el pensamiento científico y se adoptó a plenitud una metodología empirista fortalecida con el lenguaje matemático, se abrió la posibilidad de encaminar a las sociedades por el sendero de las certezas. La ciencia no solo orientó sus esfuerzos a comprender el sentido de la relación entre la humanidad y la naturaleza, sino también a intervenir en los desafíos y riesgos que enfrentan las sociedades humanas conforme se acentuaron las contradicciones del naciente capitalismo.
A medida que maduró el pensamiento científico, se instauró un discurso distante de la creencia en los alcances de un ser todopoderoso. La razón científica comenzó a suplantar a las deidades y se abrió paso a la construcción de convicciones a través de la contrastación empírica y el valor de los hechos. Se habló entonces de la relevancia de la facticidad, la validez y la veracidad, por oposición a las causas últimas fundamentadas en la obra y gracia de un ser divino. Ello representó un cambio civilizatorio de grandes magnitudes que conformó el andamiaje simbólico de la llamada modernidad europea. Entonces la ciencia adquirió un estatus de autoridad y reforzó el apetito del capitalismo para dotarse de mínimas seguridades en los procesos de acumulación y en el disciplinamiento de la fuerza de trabajo. Así fue como a lo largo del siglo XX y principios del siglo XXI el científico fue revestido de esa autoridad, poder y legitimidad para opinar e intervenir en cualquier amenaza o problema público que se suscita y que pone en predicamento la existencia misma de la humanidad.
Sin embargo, la trayectoria histórica del discurso científico no estuvo exenta de las relaciones de poder, la corrupción y el sometimiento a la lógica del afán de lucro y ganancia que reina en el mercado. Y ello se extiende hasta la actualidad conforme la praxis científica es raptada por los intereses creados y el conocimiento sistematizado tiende a vaciarse de sentido y de significación histórica. Entonces adquiere forma la ideología del cientificismo que viene acompañando la irradiación y expansión de la racionalidad tecnocrática.
La pandemia del Covid-19 desnudó este nuevo rapto de la razón científica por parte de esos intereses creados –públicos y/o privados– (https://bit.ly/2OGh55d) y se convirtió a la ciencia en una fuente más de incertidumbre al tergiversarse su sentido y su palabra.
El consenso pandémico y la construcción mediática del coronavirus (https://bit.ly/2VOOQSu) se sostiene en argumentos endebles que por sí solos no soportan la contrastación empírica, sino que se apoyan en la ideología del higienismo, en el catastrofismo y en el supuesto de que el miedo y la muerte son causados por un "enemigo invisible" qué, por sí solo, devasta la economía mundial y la lógica de lo que fue la sociedad pre-pandémica. Ese discurso aprovecha la vulnerabilidad humana y la pérdida de sentido en la vida de amplios contingentes de individuos atomizados y carentes de confianza en "el otro". Como solución ante este escenario de "guerra" y "estado de sitio" en las sociedades, el confinamiento global se instauró como primera opción de política pública a escala planetaria. Del mismo modo, se difunde la idea de que las vacunas, cual antídoto mágico, son la única posibilidad para vencer a ese "enemigo invisible". Oficialmente este discurso se difundió en nombre de la razón científica, y no pocos científicos son obsequiosos en fortalecerlo y legitimarlo.
Sin embargo, el discurso está preñado de contradicciones y de argumentos infundados que no se sostienen salvo porque quienes los difunden masivamente ostentan el poder. Entonces se ingresó al territorio de la biopolítica y se trivializó la razón científica. En todo momento, el consenso pandémico invisibilizó las causas profundas de la crisis epidemiológica global y premeditadamente la ignoró como un hecho social total que se entrevera con una crisis sistémica y ecosocietal de ampliar magnitudes y con un cambio de ciclo histórico (https://bit.ly/3l9rJfX) que con mucho trasciende lo estrictamente sanitario.
Para instaurar dicho consenso pandémico se apostó a suprimir toda posibilidad de disenso y a ningunear y descalificar a quienes aportasen argumentos alternativos. Más allá de que consideremos o no a esos argumentos como verídicos o válidos, importa hacer notar que a esas voces se les silenció no por procedimiento y mero rigor científico abierto a la deliberación, sino por oficio mediático y descalificación (bio)política que redujo sus posturas a una ideología conspiracionista. El problema radica en que no se promovió ni se abrió un amplio debate entre las comunidades académicas en torno a argumentos como los expuestos a continuación en el presente ensayo, sino que en automático se les censuró.
Por ejemplo: un Premio Nobel de Medicina como Luc Antoine Montagnier (https://bit.ly/3FAgaYH), y otros especialistas como el biomatemático Jean-Claude Perez, los científicos noruegos Birger Sørensen y Andres Susrud y el oncólogo británico Angus Dalgleish (https://bit.ly/3FGLchA, https://bit.ly/3tBB1ID y https://bit.ly/3nzoTEo), al mostrar estudios en los cuales concluyen que el coronavirus SARS-COV-2 es una creación humana tras su manipulación en laboratorio (una especie de "virus quimérico", señalan estos últimos tres especialistas), despertaron la polémica internacional y cesó la difusión masiva de sus ideas. El mismo Luc Montagnier lanzó el argumento –también polémico y censurado por los mass media al considerarse fraudulento– de que "la vacunación es la que está creando las nuevas variantes del coronavirus" (https://bit.ly/3FEnwKG). El también Premio Nobel de Medicina 2018, Tasuku Honjo, cuestiona medidas como el llamado "pasaporte sanitario" que por sí mismo no garantiza la inmunidad de los organismos; al tiempo que abogó por usar tratamientos anti Covid-19 con medicamentos que probaron eficacia ante otros virus. Por su parte, el Premio Nobel de Química 2012 Michael Levitt cuestionó las medidas de confinamiento y los efectos negativos que podrían derivarse de ellas. El Dr. Robert Malone –estudioso eminente sobre el ARN mensajero e inventor de la tecnología genética aplicada a vacunas–, a su vez, cuestionó los probables riesgos irreversibles que podría tener el vacunar a los niños (https://bit.ly/3nxFXe5), y también se expuso a ser catalogado de difundir información falsa (https://bit.ly/3FyZaBZ). Ni que decir del Dr. Peter McCullough especialista –en medicina interna, cardiología y epidemiología–, que pretende con su equipo de trabajo desmontar la narrativa oficial del coronavirus al señalar que es posible tratar el Covid-19 con tratamientos caseros y con medicamentos disponibles (https://bit.ly/3Ahf9DX, https://bit.ly/3GR8N0y y https://bit.ly/3FOv2mj), al tiempo que también cuestiona –desde su perspectiva– a las vacunas (https://bit.ly/3GPbKOZ y https://bit.ly/350lIPw).
El nudo problemático se relaciona con la construcción de significaciones y de narrativas respecto a un fenómeno como el de la pandemia, pero también tiene como trasfondo la credibilidad y legitimidad del discurso científico. Lo que entre otras cosas evidencia el colapso pandémico es la pérdida de la fe en la ciencia como entramado simbólico que construye sentido y como ethos de las sociedades contemporáneas. Situación que es una arista más del colapso civilizatorio reciente. Quizás la polarización que despiertan las vacunas (https://bit.ly/3lAEKlg) en múltiples países sea solo un botón de muestra de ese agotamiento de la credibilidad del Big Science.
Entonces las disputas en torno a la construcción de significaciones confronta a la ciencia con la tendenciosidad ideológica consustancial a toda praxis científica y a la divulgación masiva de sus resultados. Aquí surgen dos condicionantes a saber: por un lado, ninguna praxis científica –por más neo-positivismo y formalización matemática que se esgriman– está exenta de supuestos ideológicos, éticos y normativos portados por el sujeto investigador, y ello le hace observar unas dimensiones de la realidad y no otras. Por otro, la praxis científica está sujeta y se rige por relaciones de poder que condicionan sus resultados y la difusión de los mismos. Si a eso agregamos que en los procesos de toma de decisiones públicas o privadas orientadas a atender problemáticas concretas, se corre el riesgo de incidir en la tergiversación semántica, entonces se abren amplios resquicios para la masificación de noticias faltas (fake news).
A esas noticias falsas contribuyen también los acelerados cambios en la difusión del trabajo científico en tiempos de la pandemia, tal como ocurre con la laxitud en los rigores de las revistas científicas para difundir artículos especializados en formato pre-print (pre-impresión) sin sujetarlos a dictámenes o al peer review (revisión por pares) por parte de especialistas competentes. A esa fast science le siguió una crisis de credibilidad tras posicionarse en la opinión pública resultados de investigación sin contrastar e inducidos por la premura y la urgencia impuestas por la pandemia.
El trabajo científico requiere tiempo y paciencia para emprender la construcción de evidencias, la contrastación empírica y la confrontación de investigaciones contradictorias y con posturas teóricas diversas. El progreso en las ciencias básicas se gesta conforme se realizan experimentos para acercarse a la comprensión de mundo fenoménico, y a partir de ello se tratan las diferencias y se dirimen las disputas en working papers, seminarios, congresos y demás cuerpos colegiados, hasta construir consensos y formular conocimientos válidos y dotados de veracidad. En ello juega un papel crucial el ejercicio de la duda razonada.
El problema no es que existan resultados de investigación o argumentos distantes, contradictorios y sujetos a ser desmentidos –en buena medida así opera la praxis científica en múltiples de sus disciplinas–, sino que las dificultades se presentan cuando esos estudios preliminares y difundidos con premura se instauran en la opinión pública y en la agenda pública y delinean comportamientos y cursos de acción sin apegar sus directrices al rigor metodológico y al escrutinio y deliberación propias de la comunidades científicas. Los intereses creados son capaces de tomar los resultados científicos como curas o soluciones milagrosas a problemas que demandan respuestas, y es allí donde se presenta la posibilidad de difundir mentiras o medias verdades.
Más todavía: las ciencias no tienen el monopolio en la construcción de conocimientos válidos y verdaderos. Con el Internet y las redes sociodigitales el trabajo científico se expone a la trivialización de la palabra, al negacionismo y a la subcultura del "like" y de los seguidores promovida por charlatanes que se atreven a asegurar que "la tierra es plana" y que "los extraterrestres descenderán de una nave supersónica". El mundo post-factual no requiere de la contrastación empírica ni de argumentos o evidencias provenientes de la experimentación o de la comparabilidad histórica, sino de la repetición y de la "viralización" obsequiada por los fanáticos deseosos de información digerida y que incentiva sus emociones pulsivas.
Otro aspecto relacionado con la organización de la praxis científica es el relacionado con el hecho constatable de que amplios contingentes de científicos se convierten en productores de bienes y servicios, y entonces no es trascendente pensar y analizar en torno a las causas profundas de los fenómenos, sino arrojar resultados patentables que tengan una utilidad comercial o, en el más precario de los casos, que arroje puntajes para ser merecedor de estímulos económicos en no pocas universidades. Se privilegia el saber hacer por encima de la praxis del conocer. Entonces, se omite el por qué de los fenómenos y se reemplaza por el para qué y el cuánto. La ciencia se impregna de una lógica consumista regida por el mercantilismo, la moda pasajera, el productivismo y la ilusión de la meritocracia.
Las corporaciones farmacéuticas difundieron la idea de que el antígeno sería entre un 90 y un 95 % eficaz y efectivo para "combatir" el coronavirus SARS-COV-2 y sus distintas variantes. Sin embargo, no se difundió que se trata de vacunas experimentales y génicas –con vectores virales o ARN mensajero– en su mayoría, y que la eficacia y efectividad de varias de ellas –tal como lo evidenció el Instituto Robert Koch, encargado de asesorar al gobierno alemán en materia epidemiológica– es incierta y más ante las nuevas variantes del virus (https://bit.ly/3FBbz8v). Esta situación no solo supone problemáticas relacionadas con el rigor científico y la incidencia de la incertidumbre, sino con las dimensiones éticas de esta praxis cuando los argumentos llegan a la plaza pública.
Así como en este tema, el Big Science evidenció el carácter endeble de sus argumentos ante un virus aún desconocido, y contribuyó a acelerar el vértigo de la incertidumbre. Lo mismo en las opiniones encontradas respecto al uso de la mascarilla o a la conveniencia o no de medicamentos inventados con anterioridad y que podrían emplearse en tratamientos anti Covid-19, la ciencia abona a la confusión y a la falta de respuestas en medio del colapso pandémico. Los modelos matemáticos y simulaciones del Imperial College London planteados por el equipo de trabajo del Dr. Neil M. Ferguson respecto a las estimaciones de brotes masivos de Covid-19 y al número de muertes por esta enfermedad –510 000 defunciones para el Reino Unidos y 2,2 millones en los Estados Unidos– en caso de que no se adoptaran medidas como los confinamientos (https://bit.ly/3Ic96mO y https://bit.ly/3rrVRYr) contribuyeron a la confusión y a tomar decisiones públicas precipitadas hasta generar alarma y caos en el mundo. O la "aprobación o autorización de emergencia" de vacunas y medicamentos. O que en un principio de las campañas de vacunación se dijo que no se necesitarían dosis de refuerzo de las vacunas y que ahora sí es preciso aplicarlas (https://bit.ly/3rtXdSl). O los estudios de científicos franceses que afirmaron respecto al poder de la nicotina para detener al nuevo coronavirus (https://bit.ly/3FBbKRg). O las contradicciones respecto a la aplicación o no de vacunas en mujeres embarazadas (https://nyti.ms/3nCebgl). O asegurar que los murciélagos o los pangolines son el origen del coronavirus SARS-COV-2 (https://go.nature.com/3qA1QLE y https://bit.ly/3FQbluF). O los falsos positivos y los falsos negativos de las pruebas PCR (https://bit.ly/33K7WzY). Son todos ellos ejemplos del irresponsable manejo del discurso científico y del rapto al cual fue sometido en medio de la pandemia.
Es un hecho que ante la celeridad en el incremento de contagios y muertes desde finales del año 2019, las sociedades se mostraron ávidas de respuestas proporcionadas por la ciencia. Y ante esa urgencia los científicos, con o sin las condiciones laborales y los suficientes rigores académicos, con o sin errores en sus resultados, no pudieron eludir las preguntas y señalar que ignoraban los fenómenos que tenían ante sí. Entonces pretendieron construir respuestas a las preguntas que impone la pandemia, no sin exponerse al carácter errático de sus argumentos y a la falta de contundencia. El problema de una ciencia con atajos y bajo presión son las prisas y el llegar a resultados que no son del todo seguros tras no comprobarse lo suficiente y someterse a la amplia deliberación de las comunidades científicas. El trabajo científico es lento por su propia naturaleza, y no solo con la simple inversión y financiamiento es factible acelerar sus procesos.
Uno de las grandes limitaciones de las ciencias y las humanidades es la incapacidad de las comunidades académicas para ser más incisivos y contundentes en la construcción de escenarios prospectivos donde se vislumbrase la aparición de crisis epidemiológicas globales y sus dimensiones sistémicas. La otra limitación es la incapacidad para superar el estudio unidisciplinar o multidisciplinar de la pandemia. Se imponen las miradas parceladas o compartimentalizadas que no abordan a la pandemia como un hecho social total (https://bit.ly/3kAjxVA) que precisa de investigaciones interdisciplinarias para su más acabada comprensión. A todo esto se suma la incapacidad de los consensos académicos para asimilar las expresiones del pensamiento crítico. Pendiente estará responder si se resuelve la tensión entre la urgencia y el rigor científico en medio de condiciones signadas por información incompleta e imprecisa.
Salir de esta dictadura del cientificismo solo será posible si se reivindica el ejercicio del pensamiento crítico (https://bit.ly/3stgiEz y https://bit.ly/3bLzTbo) en la misma ciencia para que se cuestione en sus fundamentos y prácticas, y si ésta se mantiene al margen de los intereses creados. A la Big Science es preciso anteponer las ciencias críticas y el potencial creador de éstas para plantear preguntas, brindar respuestas y participar en debates colectivos plurales en el contexto de un mundo incierto. Las universidades tienen mucho que decir al respecto, pero para ello necesitan refundarse, replantear sus funciones, superar la compartimentalización del trabajo científico y apostar por la investigación interdisciplinaria y el diálogo creativo entre distintos campos del conocimiento (https://bit.ly/3rjkMNT). Que la ciencia sea capaz de voltear la mirada sobre sí misma, sus prácticas, limitaciones y sus vicios sería una de las grandes enseñanzas de este colapso pandémico.