"Libertad, Igualdad, Fraternidad", fue el grito que brotó de miles de gargantas durante la Revolución Francesa que pretendió acabar con el viejo mundo de desigualdades y privilegios. El grito ha seguido resonando a lo largo de la historia y ha sido capaz de incendiar los corazones más inquietos y generosos. Muchos llegaron a dar la vida detrás de ese grito que se hizo bandera y propuesta política. El grito penetró con fuerza en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que un centenar de países firmaron en París el 10 de Diciembre de 1948, cuando el mundo se asomaba estremecido al horror de los campos de exterminio nazi, y a la barbarie de la Segunda Guerra Mundial que ocasionó unos 50 millones de muertos y dejó ciudades enteras convertidas en escombros.
Hoy, después de 73 años de aquella firma solemne de los Derechos Humanos esenciales y universales, que la mayoría de los países del mundo han incorporado a sus constituciones, el mundo es más desigual, injusto e inhumano que nunca. Pocos siguen trabajando por una igualdad y fraternidad reales, y hasta se invoca la desigualdad como fuente de desarrollo y de progreso. Sólo la libertad parece haber sobrevivido a la avalancha de la muerte de los grandes ideales y sueños. Todo el mundo esgrime la libertad como un valor constitutivo de los seres humanos, y pocas cosas parecen más preciosas que ella.
Desgraciadamente, la libertad se viene confundiendo cada vez más, con su opuesto: la total dependencia, la esclavitud al dinero, poder, placeres y caprichos. Cuanto más se llenan las personas de cadenas, más libres se sienten. Muchos dicen "Soy libre y por ello hago lo que me da la gana", sin caer en la cuenta que están encadenados a su capricho, a su agresividad, a su poder, a su egoísmo, a su dinero, a su celular, a su ideología, a su droga, a su alcohol, a su lujuria, a su avaricia. Esa falsa libertad llena a las personas de cadenas y al mundo de nuevos esclavos.
Libre es la persona que logra desamarrarse de sus miedos, caprichos y ataduras, y vive comprometida en la conquista de sí misma, lo que exige gran valor para salirse del rebaño y del tribalismo digital, y levantarse del consumismo, la indiferencia y el egoísmo, al vuelo valiente de la austeridad, la participación y el servicio. De ahí la necesidad de una educación que forme la voluntad y enseñe el coraje, la constancia, el vencimiento, el sacrificio, la autonomía, la solidaridad.
En un mundo que cada vez más nos va llenando de cadenas, que decide por nosotros lo que podemos hacer y debemos hacer, que desprecia la objetividad y la verdad, que mitifica a personajes vacíos, o a millonarios sin importar cómo han adquirido sus riquezas, la libertad debe traducirse en liberación, en lucha tenaz contra todas las formas de dominación, opresión e injusticia. Para ser libre, cada persona debe analizar cuáles son sus cadenas que le impiden crecer y ser más responsable y autónomo. Sólo donde hay libertad, hay disponibilidad para el servicio que ayuda a los demás a romper sus propias ataduras. Por ello, sólo corazones libres, es decir, comprometidos en romper sus cadenas, podrán contribuir a romper las cadenas externas de la injusticia, la opresión y la violencia. Con corazones aferrados al poder, nunca construiremos participación ni democracia; con corazones esclavos del tener y acumular, nunca acabaremos con la corrupción; con corazones llenos de odio y violencia, nunca construiremos la paz.