En las sociedades desiguales se funde la pobreza con el clasismo y el racismo, y entonces el individualismo hedonista (https://bit.ly/3bi4vB1) se torna inquebrantable ante el ascenso de una falaz meritocracia que ningunea a aquellos que escapan de la fatalidad de lo descartable y del consumismo de mercaderías y de falsas ideologías.
A ese individualismo se suma el social-conformismo y el extravío de la política como praxis transformadora de la sociedad. Entonces comienza a perfilarse un collage que vertebra un paisaje social sin alternativas de futuro y sin posibilidades de nuevas formas de organización.
No solo el fatalismo se apodera de los imaginarios sociales sino que el pensamiento utópico se torna fútil y carente de sentido con el miedo al futuro. Es el peor de los mundos posibles, pues las velas del barco que transporta al mundo contemporáneo no solo están rasgadas sino que la misma barcaza hace agua por doquier y desorienta a quienes la conducen. "El fin de la historia", proclamado por Francis Fukuyama, fue seductor en la medida que se sepultó toda posibilidad de pensamiento alternativo ante un capitalismo y una democracia liberal que se erigieron en modelos y verdades incuestionables. La interpelación a ello fue vista como políticamente incorrecta en medio del callejón sin salida de la falsa polarización que opone las emociones de un grupo a las de otro.
Las élites, oligarquías y clases medias del mundo subdesarrollado son seducidas por ese manto de la visceralidad y atrapadas por una falsa conciencia de la superioridad que combina rasgos (auto)colonialistas, racistas y clasistas, pero que ello mismo se torna en su propia negación a medida que no logran replicar plenamente lo que ellas consideran como "primer mundo" o "desarrollado". Ríen de las clases subalternas pero esa risa se torna en carcajada cuando esas élites políticas, intelectuales y empresariales se miran ante el espejo de lo que pretenden imitar. Absortas por el pensamiento colonial, su decrepitud se torna colosal cuando la misma copia que pretenden implantar les subordina y reduce a su mínima expresión al no ofrecer ideas y respuestas ante los grandes problemas mundiales, nacionales y locales.
La desigualdad es socioeconómica y es también relativa a las jerarquías del poder. Al vértigo de la incertidumbre se suma el drenaje de exclusión desde el mercado y el Estado, y entonces los individuos somos colocados en un escalafón de acuerdo a un precio que no solo es laboral, sino también de apariencia y dado por la proclamación de valores políticamente correctos. Pero en ese trance se impone el miedo a pensar, a ser disruptivos; en suma, a ejercer el pensamiento crítico.
La génesis de la desigualdad no se observa en la propensión del sistema económico y político a drenar exclusión social como forma innata de su existencia y perpetuación. Se atribuye más bien –en medio de la ilusión de la meritocracia– a una disfunción de la personalidad, a actitudes y aptitudes de los individuos. Entonces, la estratificación es vista como una condición "natural" donde el hecho constatable de ser pobre o marginado se atribuye a una debilidad individual y a una falta de suerte, talento y ganas por salir adelante. Es la máscara de la ideología de la felicidad (https://bit.ly/3k9rd1Z) funcionando como escaramuza para ocultar el fondo de los problemas estructurales. En todo ello radica el triunfo del fundamentalismo de mercado y de la racionalidad tecnocrática a lo largo de las últimas cuatro décadas. En tanto que los contrapesos no fueron construidos desde una intelectualidad acrítica y sometida a las modas y a los intereses creados.
En la era digital no importa tanto el arraigo territorial y laboral de los individuos, sino la pose(sión) de una marca, sea de ropa, automóviles, dispositivos de cómputo, telefonía móvil, etc. La racionalidad mercantil campea incluso a aquellos grupos sociales marginados que se marean con el vértigo del crédito bancario, las campañas publicitarias y la obsolescencia tecnológica programada. En ello también está presente la desigualdad tras dividirse a los individuos por el precio de sus dispositivos: algunos son visibles, pero otros seres humanos sencillamente son silenciados, invisibilizados y descartados al fragor del consumismo desarraigado que gesta nuevas identidades más moldeadas por el tiempo –ligado a la moda de la tecnología y a su incesante cambio– y no por el espacio. Entonces esas desigualdades están dadas por la suplantación del ciudadano y la entronización del consumidor.
La racionalidad instrumental –aquella del coste/beneficio– coloniza cada ámbito de la vida: desde el mercado hasta la praxis política, pasando por las relaciones cara a cara, los sentimientos y las emociones. Nada escapa al fuego de esa racionalidad calculadora que somete hasta a sus mismos creadores y propagandistas.
Se encubren las desigualdades porque se obvia el conflicto dado por la explotación y se asume a la tecnología como dispositivo de homogeneización social. A través de los algoritmos se definen perfiles de vida que le dan forma a un individuo amorfo, carente de sustancia y adaptativo más que creativo. De tal forma que se trata de un individuo dislocado de la comunidad y del sentido de trascendencia. Importa el día a día, pero no la construcción del futuro y de la cultura en sociedad. Y eso mismo tiende a encubrir la lógica de las nuevas desigualdades.
Sin dosis vastas de pensamiento crítico la sociedad tenderá a la deriva y se embarcará en falsas polarizaciones dadas por las emociones pulsivas. El gran problema de las sociedades capitalistas y de la misma desigualdad es la explotación y no la falaz dicotomía derecha/izquierda, globalista/nacionalista, capitalista/socialista. De ahí que en la construcción de significaciones sea importante asumir las nuevas desigualdades y las conflictividades en medio de un mundo más fragmentado e incierto.