Algo ha cambiado en Chile, y no ha sido para mejorar. Por el contrario, la realidad que viven varias ciudades del país puede llegar a ser lamentablemente dolorosa. Un mundo de variopintas problemáticas se ha asentado en ellas, cual si un torbellino de situaciones hasta ayer ignotas para la población hubiese dejado caer sus enormes alas sobre la sociedad de la nación andina.
Ninguna ciudad chilena estaba preparada para tamaña realidad. Este largo y angosto país sudamericano nunca había sido punto de recepción de migraciones relevantes. Su ubicación distante de las olas migratorias europeas, escondida y resguardada por la imponente cordillera de los Andes y el extenso océano Pacífico, con sus pies mojándose en las turbulenta geografía del Cabo de Hornos y su cabeza afiebrada por las arenas calicheras del desierto de Atacama, el lugar más árido del planeta, le había impedido recibir miles de familias provenientes de territorios y continentes allende los mares, como acaeció en Venezuela, Brasil y Argentina en los siglos diecinueve y veinte.
Sin embargo, no bien Chile supo avanzar plausiblemente en materias macroeconómicas destacándose de sus pares con luces propias, un fenómeno que era desconocido por su población comenzó a producirse cual escalada imparable. Cientos de miles de migrantes arribaron a este lejano país, esperanzados en conseguir labrar un mejor futuro personal. Y las ciudades debieron recibir cientos de personas de razas y nacionalidades distintas.
Sin embargo, Chile nunca estuvo preparado para tamaña invasión. No podía estarlo, ya que su economía se sustenta en lo que produce el sector primario, vale decir, agricultura, fruticultura, minería, pesca, bosques. Desde 1974 el país carece de un entramado industrial que manufacture y procese lo que sus tierras, minas, bosques y mar entregan generosamente. Entonces, la oferta de trabajo remunerado está acotada a esos rubros. Miles de migrantes deben procurar vida laboral como dependientes o empleados en restaurantes, locales comerciales, ferias y similares. Otros miles se difuminan en las calles de ciudades como Antofagasta, Coquimbo, Valparaíso, Santiago y Concepción, trabajando en calidad de "repartidores de delivery" (comida rápida, pizzas, servicios varios, etc.); son los "motoqueros", a quienes ahora el gobierno pondrá exigencias para otorgarles permiso de circulación y derecho a repartir servicios y mercaderías. Más vale tarde que nunca, aseguran muchos chilenos, aunque el peso de la ley debería caer principalmente sobre las empresas y locales comerciales que los contratan.
Pero, hay también cientos de migrantes que se han unido a miles de chilenos instalándose como comerciantes ambulantes en calles y plazas de las grandes ciudades, transformando a las mismas en verdaderas ferias de las pulgas, ya que copan esos lugares y obstruyen el paso de los transeúntes. El asunto ha crecido a tal nivel que constituye un serio problema relativo no sólo a la convivencia, sino también a la paz y al respeto a la vida, pues camuflados con esos "emprendedores" hay delincuentes que actúan con plena libertad a la luz del día, asaltando peatones, robando celulares, relojes, carteras, collares, y también haciendo lo mismo a los automovilistas que se detienen frente a un semáforo con luz roja.
En las últimas semanas todo aquello rebasó las fronteras de la aparentemente ilimitada paciencia de la sociedad chilena. Comerciantes ambulantes, armas en mano (sí, armas...como revólveres, machetes, cuchillos), atacaron a manifestantes que desfilaban por el sector del barrio Meiggs en Santiago durante las celebraciones del Día del Trabajo. Hubo decenas de contusos y heridos. Una joven periodista resultó asesinaba con un tiro de revólver en su cabeza. ¿Los responsables? Comerciantes ambulantes "dueños" de la calle Meiggs. ¿Lo inaceptable (amén del porte de armas)? Que algunos de ellos pareciera estar protegidos por Carabineros, la policía uniformada chilena. La justicia se encuentra en pleno proceso investigativo de esos hechos.
El Metro de Santiago, hasta hace poco considerado uno de los más modernos y limpios del subcontinente americano, fue invadido por decenas de comerciantes ambulantes que se tomaron algunas de las estaciones principales de la red ferroviaria instalando mesas, sillas, mesones, frazadas y todo lo que les sirviese para exponer sus mercaderías al numeroso público que circula diariamente por esos lugares.
Lo mismo ha ocurrido con el Metrotren que corre entre Valparaíso-Viña del Mar y Limache (Metro Puerto-Limache), donde vendedores ambulantes y músicos variopintos ingresan libremente a los vagones para ofrecer variadas (e incluso insólitas) mercaderías y espectáculos.
En los carros del Metro santiaguino los pasajeros (que son miles cada día) han debido soportar a grupos musicales que ingresan a los atestados vagones con guitarras, violines, saxos, trompetas e incluso una batería con platillos y bombo.
Hace escasos días, en una estación del Metro de Santiago se produjo el violento ataque de decenas de ambulantes contra los guardias del Metro capitalino, quienes intentaron desalojar a los mentados ambulantes que habían copado esas estaciones del tren urbano. Nueve guardias resultaron heridos. El gobierno determinó la expulsión de los comerciantes ambulantes de todas las estaciones del ferrocarril urbano capitalino. La tarea fue encomendada a Carabineros.
Se avizoran días difíciles no sólo para los policías y los ambulantes, sino también para el público y para el gobierno (que siente todo esto cual molesta piedra en sus zapatos).