"La flor azul del agapanto no es muy de izquierdas". O "esta puesta de sol es ideológicamente dudosa". O "ese accidente de coche no me convence desde un punto de vista feminista". Las cosas ocurren o no ocurren. La misión de un buen artista es la de convencer al lector o al espectador de que está ocurriendo lo que les está ocurriendo a sus personajes. Un narración debe ser tan convincente como la flor azul del agapanto. El autor solo puede convencernos de su obra si sale -si se sale- del recinto consciente de sus recursos técnicos y se deja atrapar, fuera de sí, por sus propias creaciones: seguía muy de cerca a Anna Karenina, decía Nabokov del talento de Tolstoi. Una vez nos ha convencido de eso, es verdad, enseguida podemos y debemos deconstruir el "suceso" para comprender qué decisiones ha ido tomando el autor y cómo han contribuido a generar esa inobjetable espontaneidad mundana. Pero conviene recordar que a la buena literatura o al buen cine les corresponden lectores y espectadores políticamente desprevenidos. El que pide y espera una novela feminista o anticapitalista o ecologista se sitúa desde el principio fuera del universo reglado en el que se escriben y se leen las buenas novelas o en el que se producen y se ven las buenas películas; el que no encuentra suficiente feminismo o suficiente anticapitalismo o suficiente ecologismo en una buena novela o en una buena película es que no ha entendido el poder de la literatura y el cine. El que quiere una buena novela anticapitalista o una buena película feminista no quiere una buena novela ni una buena película. Ahora bien, ocurre que solo las buenas novelas y las buenas películas pueden llegar a ser anticapitalistas o feministas o ecologistas, y ello con independencia de que sus protagonistas sean obreros de la construcción, mujeres empoderadas o árboles parlantes; e incluso si acabamos sintiendo piedad o incluso fascinación por el marido maltratador, el empresario trilero o el verdugo sin escrúpulos. Si el arte mejora a los humanos no es porque nos entregue el mundo que queremos sino porque nos acerca al mundo en que vivimos. Es, sobre todo, un ejercicio de acercamiento. La literatura y el cine no se proponen confirmar nuestras ideas ni enseñarnos valores ni transformar la sociedad: se limitan a ponernos muy cerca de lo que está muy cerca pero no vemos. Su poder, por eso mismo, es infinito. Ningún catecismo ha introducido en nuestras vidas tantos efectos "moralizadores", sin pretenderlo, como Don Quijote de La Mancha, Hyperion o Los siete samurais. Pero si estas obras no mejorasen nuestra existencia ni "moralizasen" nuestras almas, si fuesen peligrosas y destructivas, también habría que defenderlas.
Digo esto después de ver con retraso la muy laureada Alcarrás, de Carla Simón. Lo declararé de entrada y sin reservas: me parece la mejor película española desde El sur, de Victor Erice (1983). Sin duda es una película lentamente elaborada y largamente pensada, pero solo se ve la intervención premeditada de su autora en la única escena que debía haber evitado: la última comida familiar -la recuerdo- se ve interrumpida por un estruendo mecánico; se entiende que es la sombra de la destrucción que se abate ya sobre los melocotoneros, pero el hecho de que un instante después veamos a la excavadora arrancando los árboles amortigua el dolor que acompaña a ese espectro puramente acústico. La imagen explícita de esa excavadora, completamente superflua, es la única "decisión" que toma la directora y por eso resulta un poco "ideológica". Todas las otras decisiones las toman sus personajes (Quimet, Roger, Dolors), razón por la que parecen tan concretos y serios como la flor azul del agapanto. En parte este efecto de verdad que consigue Simón tiene que ver, desde luego, con una decisión previa que, sin embargo, desaparece en la verdad misma de su inmediatez cinematográfica. Me refiero a la decisión de que Alcarrás no sea una película "española". ¿Podemos imaginar que hubiera pasado si a Quimet lo hubiese interpretado, por ejemplo, el grandísimo actor Luis Tosar? Simón consigue acercarse tanto a sus personajes porque proceden de sí mismos, no del cine y menos aún del cine español; si el espectador puede conocerlos tan íntimamente es porque no los reconoce. No se puede conocer a nadie a quien ya hemos reconocido, a quien reconocemos antes de verlo, bien porque es un actor famoso, bien porque reconocemos en él un símbolo, un arquetipo o o un mensaje. Los miembros de la familia Solé no tienen ningún mensaje que darnos: se limitan a existir delante de nuestros ojos y, si nos interesa su existencia, no es porque encarnen la lucha de los agricultores amenazados o la resistencia frente a un capitalismo devastador: es porque están muy cerca. Esta "cercanía" es, por cierto, el único "mensaje" -si se quiere- de la película: la defensa de la cercanía narrativa, objetiva, sobria, sin pedanterías ni sensiblerías, y la defensa de las cercanías antropológicas: los cuerpos en la mesa y en el trabajo, la ausencia de móviles, los juegos "antiguos" de los niños en ruinas y campos. Creo que a Simón le importa esto mucho más que el conflicto concreto al que sucumben los agricultores de Alcarrás y que le sirve apenas de diégesis argumental: lo que desaparece no es un modelo económico -con sus contradicciones e injusticias- sino el mundo a él aparejado: un mundo de árboles y agua, sí, pero también de vínculos materiales concretos, para lo bueno y para lo malo, en el que un malentendido edípico -traducción de un conflicto al mismo tiempo generacional, económico y civilizacional- puede ser resuelto por una madre con dos bofetadas (¡y no con una!). En ese mundo los niños, extraordinariamente dirigidos por Simón, juegan un papel central: están en él, mientras desaparece, con los dos pies en el barro de la eternidad.
Hablo de Alcarrás, en todo caso, preocupado por ciertas críticas que se han hecho a la película desde la izquierda. Algunas le reprochan, en efecto, no ser lo bastante feminista ni anticapitalista ni ecologista; prestan quisquillosa atención a la presencia de trabajadores inmigrantes o al uso irresponsable del regadío o al carácter heteronormativo de la familia Solé. Bueno, es que a Carla Simón le interesa precisamente la familia Solé y resulta que la familia Solé vive así. Puede que Alcarrás no sea la mejor película sobre la explotación de mano de obra inmigrante o sobre la liberación sexual, pero es sin duda la mejor película posible sobre la familia Solé. Tenemos derecho a que no nos interese la familia Solé porque no se ajusta a nuestro programa ideológico, pero acercarse a la familia Solé desde un programa ideológico -que puedo compartir fuera de la sala de cine- es lo mismo que negar su existencia: es negacionismo -digamos- ontológico y estético: significa negar la autonomía de la flor azul del agapanto y significa, aún peor, renunciar al aprendizaje que se desprende de esa autonomía. O la familia Solé existe y Alcarrás es una gran película o la familia Solé no existe y entonces no puede enseñarnos nada acerca del mundo, ni bueno ni malo. Veo con tristeza que hay una parte de la izquierda a la que cada vez le interesa menos el cine y la literatura y que renuncia, por tanto, a acercarse a la realidad, que no es una puerta sino una callejuela: no una lente sino un cañaveral. Creer que hay un acceso directo a la realidad -un atajo único- es la antesala de la dictadura y la censura.
La otra crítica tiene que ver con el tema de moda: la nostalgia, ese neologismo médico inventado a finales del siglo XVII para nombrar la enfermedad que sufrían los mercenarios suizos. Como justificada reacción frente a rojipardismos y a imperialismos patrios, la izquierda ha acabado por negarse a volver la vista atrás ni siquiera para ver si alguien la persigue; se niega incluso a hablar del pasado en general, como si el pasado mismo, y no ya la nostalgia, fuese en sí mismo reaccionario.
Creo que hay al menos tres formas de nostalgia. La primera tiene que ver sencillamente con la edad. ¿Puede uno sentir nostalgia del peor momento de su vida? Eso es lo que nos cuenta, por ejemplo, Joseph Conrad en su mejor relato, Juventud, en el que Marlowe rememora su primer viaje al Oriente como marinero. ¿Se puede sentir nostalgia de un incendio, un naufragio, una paliza? ¿Del incumplimiento calamitoso de todos sus sueños? El título lo explica todo: cualquier cosa que nos ocurre cuando somos jóvenes, a condición de que sobrevivamos, es sin duda la mejor de nuestra vida. ¿Querríamos volver a vivirla? No. Queremos simplemente que haya ocurrido.
La segunda forma de nostalgia es la que podemos llamar incorpórea, porque no se nutre de la experiencia vivida sino de la memoria secundaria de los padres o abuelos y, aún peor, de los malos historiadores. Esta nostalgia ideológica, digamos, no tiene cuerpo; es tan abstracta como el mito del Progreso, cuya dirección invierte: la vida de nuestros antepasados fue mejor, más rica, más sabia, más feliz que la nuestra y, por lo tanto, el único Progreso posible es el Regreso. Esta tendencia melancólica, de izquierdas o de derechas, es la que políticamente llamamos reaccionaria.
Pero hay una nostalgia corpórea y provechosa. A veces me extraña que la misma izquierda que denuncia al capitalismo por su labor de zapa antropológica, porque destruye -es decir- formas de vida, sociales y naturales, muy valiosas y erosiona los vínculos corporales, se niegue a buscar en el pasado posibles futuros más sensatos. Denunciamos el daño hecho a especies y relaciones, a cuya desaparición hemos asistido en el curso de nuestras vidas, y no nos permitimos recordarlas con nostalgia. ¿Por qué? ¿No podemos sentir nostalgia de calles con menos coches, de paisajes con más agua, de comidas lentas en familia, de infancias compartidas? ¿Es que damos por perdida la batalla? ¿O es que, sin darnos cuenta, acabamos por conceder al mito del Progreso la idea de que todo lo que muere merece morir y todo lo que lo sustituye es, al modo hegeliano, o irresistible o superior? Me parece que la batalla ecológica, por ejemplo, no se puede librar sin proyectar esta nostalgia rebelde sobre un futuro que ya sabemos que será peor. Así que, a la nostalgia reaccionaria mencionada, yo opondría una nostalgia conservadora, selectiva y corporal, según el criterio enunciado por Chesterton: toda revolución es conservadora porque los hombres siempre se rebelan para conservar algo que les quieren quitar -y no cualquier cosa- y porque toda revolución conserva al menos las ganas de rebelarse.
La nostalgia, en definitiva, ha sido siempre y sigue siendo el motor de la historia. No hay otra cosa. La revolución francesa y la marcha sobre Roma, no lo olvidemos, fueron dos proyectos de retorno al mismo pasado. Alcarrás, que es antes de eso un gran película, nos enseña -porque es una gran película- la diferencia. Libertad, ¿para qué? Poder, ¿contra quién? Nostalgia, ¿de qué? Podemos sentir nostalgia del peor momento de nuestra vida; no debemos sentir nostalgia del peor momento de nuestra historia; conviene sentir nostalgia de la flor azul del agapanto que queremos plantar de nuevo.