Desde la caída del campo socialista en Europa con la desintegración de la Unión Soviética, y junto a ello la inclusión de mecanismos capitalistas en la República Popular China –con su peculiar "socialismo de mercado"–, más los planes neoliberales de estas últimas décadas –capitalismo salvaje sin ninguna moderación, sin anestesia– que se han venido imponiendo desde los años 80 del siglo pasado, el campo popular de todo el mundo ha venido sufriendo grandes golpes. La última revolución con aire socialista, con las masas tomándose las calles y desalojando a la clase dominante (véase que eso no fue una "negociación", modalidad hoy tan de moda: consistió en una toma revolucionaria del poder), la última revolución, decíamos, fue la de Nicaragua en 1979, con los sandinistas desalojando a la dictadura de los Somoza.
De ahí el sistema global, siempre capitaneado por Estados Unidos, supo reacomodarse muy bien. A través de todo tipo de mecanismos –sistemático bombardeo ideológico-cultural, sanguinarias dictaduras militares con montañas de cadáveres y ríos de sangre, desarticulación de la organización popular, planes neoliberales que precarizaron brutalmente las condiciones de trabajo y de vida–la idea de revolución socialista fue saliendo de escena. La avanzada ideológica de la derecha fue terrible, por eso hasta nos quiso hacer creer que la lucha de clases –concepto fundamental para el pensamiento marxista– había desaparecido.
Por supuesto que el sistema capitalista en ningún país del mundo puede solucionar los problemas históricos de cualquier injusta sociedad de clases, aunque muestre la opulencia de algunas ciudades cargadas de escaparates rebosantes como símbolo de esplendoroso "triunfo". La realidad del mundo sigue siendo desnutrición, ignorancia, marginalidad, déficit habitacional con el consiguiente hacinamiento, prejuicios invalidantes, represión de los opresores sobre los oprimidos, desastre medioambiental, racismo y patriarcado mal disimulados con discursos "políticamente correctos", multitudes de inmigrantes irregulares que huyen desesperados, guerras por doquier. La sensación de triunfo de la derecha fue tan grande tras la caída del Muro de Berlín que el campo popular y las izquierdas quedamos golpeados. Hoy esa avalancha de derecha conservadora no cesa. El neonazismo está instalado en muchas partes. Aunque se habla interminablemente de derechos humanos, libertades y democracias –todas altisonantes palabras vacías en el discurso capitalista– la situación real es de profundización de la sumisión, de explotación, de injusticia, de retroceso social. A lo que debe sumarse un discurso conservador en el plano ético, con presencia de elementos religiosos, que en contraposición con logros ya obtenidos por el avance de los pueblos, muestran que el pensamiento retrógrado sigue muy vigente.
La derecha crece. Contrario a décadas pasadas, durante los 60 y 70 del siglo pasado, por ejemplo, cuando había una actitud casi rebelde con elementos contestatarios que cruzaban la sociedad global en diversos campos, hoy asistimos a un pensamiento nihilista, conservador, desesperanzado. Lo vemos en distintos países con posiciones cada vez más recalcitrantes y ultra conservadoras por parte de las clases dominantes, expresadas a través de sus partidos políticos de turno. Es una tendencia que puede verse en todo el mundo. En muchas naciones europeas gobiernan administraciones abiertamente proclives al nazismo, con posiciones repugnantemente xenófobas y de supremacismo blanco. En Italia acaba de ganar las elecciones un partido fascista, con posturas similares a las de Benito Mussolini décadas atrás. En Rusia, enfrascada en un terrible conflicto bélico ahora, se ha impuesto una tendencia que desanda todo lo construido durante la Unión Soviética, premiando la riqueza personal, el retorno a posiciones clericales y con fomento de la homofobia. En Estados Unidos todo indica que muy probablemente pueda volver a la presidencia un neofascista como Donald Trump, que se permitió hablar de "países de mierda" refiriéndose a territorios del Sur.
Si bien en varios países latinoamericanos en estos últimos tiempos han ganado las elecciones presidenciales candidatos de centro-izquierda, de una izquierda moderada (López Obrador en México, Luis Arce en Bolivia, Gustavo Petro en Colombia, Pedro Castillo en Perú, Xiomara Castro en Honduras, Alberto Fernández en Argentina, Gabriel Boric en Chile), en todos esos contextos las derechas no permiten mayor margen de maniobra. Derechas radicales, racistas, conservadoras, en muchos casos cercanas a los postulados religiosos de "dios, patria, familia" y atacando la diversidad sexual, toman la palabra. Más bien: apabullan.
Pero ¿qué puede esperarse de las derechas? Si bien en algunos momentos se pueden permitir ciertas libertades y alguna que otra concesión ("capitalismo de rostro humano", por ejemplo), el pensamiento conservador es eso: terror ante el cambio. El gatopardismo es una estrategia de eso. Preocupa que ahora ese conservadurismo se está radicalizando y ataca más que antes. Eso es un demostrativo que el sistema en su conjunto solo puede mantenerse a base de cerrarse sobre sí mismo. Si la gente vota candidatos de ultra derecha –Bolsonaro en Brasil o Macri en Argentina, por ejemplo, o a Vox en España, o vota por el NO al cambio constitucional en Chile– es porque el bombardeo mediático con un anti-comunismo visceral no deja de estar presente. Los valores tradicionalistas de un falso nacionalismo, homofóbicos, clericales, hiper conservadores en lo económico, xenofóbicos, se imponen crecientemente.
La única solución posible no son gobiernos "menos de derecha": la única solución a la vista es la cambiar de dirección.