En palabras de Amy Goodman y Denis Moynihan «la perspectiva de un cambio climático catastrófico e irreversible y el posible declive de la democracia en el mundo son escenarios muy reales». Esto en coincidencia, si cabe entenderlo de esta manera, con los vaticinios de científicos y gente dedicada a la preservación del medio ambiente que, de medio, tal parece no quedaría mucho que ver, obligará a los seres humanos a emprender propuestas ecotópicas mediante las que será posible alterar las distintas estructuras sobre las que se sostiene el actual modelo civilizatorio capitalista mundial. Sin esta comprensión, será algo más que difícil disminuir los efectos cada día en ascenso de la crisis climática que, de no lograrse, representaría el fin de la humanidad y, con ella, de todo vestigio de vida en todo nuestro planeta. Por ello es fundamental que las concepciones conocidas desde hace unos siglos sean modificadas o eliminadas de raíz en función de los cambios revolucionarios que deben propiciarse, involucrando gobiernos, empresas, academias y pueblos de manera consciente y amalgamada; logrando los objetivos trazados para la sobrevivencia de todos. En este caso, habrá que hablar de ecología social, economía ecológica y ecología política, entendiendo que ninguna podría enfocarse de forma aislada sino de forma encadenada, puesto que cada una se enlaza con las otras, constituyendo una sola propuesta revolucionaria. La fragmentación y la disgregación propiciadas por los intereses y la lógica del capitalismo se verían rebasados por una nueva conciencia social, expresada ésta en la concepción, por ejemplo, de los bienes jurídicos ambientales como un patrimonio común e irrenunciable perteneciente a toda la humanidad y no únicamente a quienes tienen el poder del dinero, es decir, los grandes conglomerados transnacionales que ambicionan el control total de los recursos que nos brinda la naturaleza, lo que modificará y ampliará lo que se entiende por propiedad.
Así, todos los ámbitos vitales se entrecruzan en esta propuesta, haciendo obsoleta toda posibilidad de simple reforma del orden vigente, en lo que será una revolución radical, apuntando a la extinción consciente del modelo de civilización liberal y del capitalismo como su sistema económico hegemónico. Esto debe conducirnos a la construcción colectiva de un nuevo espacio vital que marque el inicio de un nuevo tiempo histórico en los cuales sea un rasgo destacado el respeto a la dignidad y la vida de todos, en una interrelación armoniosa con nuestro entorno. Podría argumentarse, recurriendo a los paradigmas tradicionales, que la crisis climática, la pérdida creciente de biodiversidad y los demás problemas socioambientales causados por la voracidad capitalista sólo requieren de una buena voluntad y alguna legislación al respecto para resolverlos, en algún futuro que se visualiza, cada vez, inexistente o imposible. Con una economía de base extractiva y, generalmente, monoproductora, las naciones de nuestra América, principalmente, están más expuestas a confiar en la ilusión del capitalismo como recurso para acceder al desarrollo de sus economías, lo que ya cumplió un ciclo de más de cien años, esperando acceder a los mismos estándares de vida de Estados Unidos y Europa occidental. Para cambiar los parámetros seguidos en nuestros países hará falta impulsar la ecología económica, gracias a la cual las personas y la naturaleza dejarán de verse como meras mercancías. En consecuencia, el proceso de producción material necesario para la existencia de la humanidad tendría un enfoque contrario al capitalista.
La ecología económica estimulará la conformación de sistemas de producción y de consumo local de alimentos, de ser posible, en las mismas comunidades, de finanzas solidarias que se diferencien totalmente de la banca tradicional y de comercialización colaborativa, con prosumidores ganados a la idea de generar beneficios colectivos y exclusivamente particulares; todo lo cual producirá la democratización de la economía y el desarrollo local o comunitario en un alto grado, sin la acostumbrada dependencia foránea. La autonomía y el empoderamiento que esto representa para nuestros pueblos es mayor al que pudieran aspirar bajo los sistemas existentes. Aquí adquiere un papel relevante la ecología política, cuya trascendencia se hallará orientada a la transformación estructural del Estado, con autonomías y asambleas locales que incidan positivamente en la ampliación del concepto y el ejercicio de la democracia, dando cabida al derecho ambiental, la gobernanza ambiental y la economía y la gestión ambiental que deben estar presentes en cada empresa.
El respeto a la diversidad social, cultural, biológica, geográfica y territorial - aunada a unas nuevas relaciones políticas y económicas donde se privilegie la práctica emanciparadora de la democracia participativa y protagónica -, garantizada y contenida en la Ecotopía que comienza a tomar cuerpo en diferentes latitudes, debe ser el norte de todas las luchas de los movimientos populares en contra del capitalismo y del tipo de sociedad que este ha moldeado según sus intereses. Todo esto, a grandes rasgos, significa erigir una pluralidad de valores que, en el mundo contemporáneo, tiende a achicarse, dado que es parte intrínseca del capitalismo en su versión neoliberal. El propósito central de la ecología social, la ecología económica y la ecología política (vistas como partes de un todo) ha de ser la sustentabilidad de la vida de seres humanos y naturaleza por igual. No pueden ni deben separarse en función de uno de los órdenes en que se divide el modelo civilizatorio imperante. La toma de decisiones y la gestión pública estarán, por lo tanto, subordinadas a objetivo, lo que exige la adopción de conductas, estructuras y medidas acordes con el mismo. En todos los renglones se toman en cuenta los límites biofísicos, compartiendo criterios similares a los de los pueblos originarios y campesinos, sin que esto sea interpretado del todo como un idealismo utópico más que alguien podría calificar de irrealizable.