Democracia de marca registrada

Miércoles, 21/02/2024 12:48 PM

No hay ni ha habido otra realidad política que el elitismo, y la democracia al uso está ahí para maquillarlo y reforzarlo. El proceso no es nuevo, puesto que, desde sus comienzos, la sociedad ha cultivado la creencia en los elegidos, más por la fortuna que por su valía, y se ha entregado a la tenaza de las creencias para escapar de la realidad con la que le tocaba convivir a las gentes. Para sostener el elitismo, la bestialidad de la época de los guerreros, durante demasiado tiempo, sirvió de argumento de convicción a las masas, adornada con mitos dirigidos a mantener el culto a los mejores buscando argumentos de racionalidad falsificada. Finalmente, cuando los mercaderes pusieron la barbarie a sus pies, colocaron en el centro de la escena el nuevo mito del dinero. Su capacidad quedó demostrada al doblegar la espada y ponerla a su servicio en virtud del nuevo instrumento de convicción, al teórico alcance de todos, a su vez, pasaba a ser una muestra de astucia al acercar la fuerza bruta que respalda todo poder a la racionalidad. La violencia hasta entonces dominante había sido enjaulada, pero siempre dispuesta para salir a escena, y lo había sido en la cárcel del Derecho, de la que pasaba ser el único guardián, un espacio que, asimismo, servía para encerrar a los contestatarios del sistema.

Desde tales planteamientos tocados por el sesgo comercial, la jugada maestra fue vender la parte ornamental de la gestión política a las masas en forma de democracia de marca comercial, propia del nuevo mercado político, del que, invocando el Derecho, como arma algo más pacífica, conservaba la patente exclusiva, realmente en virtud de su condición de ama del mercado y de la existencia colectiva. Un mercado en el que la elite figurante era ocasional, con la función de vender política de mercado. Con ella, alimentó el nuevo mito de que las masas se gobernaban, pero se reservó el elitismo puro como elemento decisorio y continuista. Siguiendo la democracia al uso, los ciudadanos consumistas vienen mostrando su fidelidad al modelo comprando el producto, es decir, votando para que otros decidan por ellos con entera autonomía. Actualmente, esa marca ha adquirido tal prestigio que se ha hecho universal, y está tan arraigada entre las gentes que es impensable un mundo sin democracia capitalista. En su condición de propietaria de la marca, la nueva elite económica ha construido su particular orden en interés del mercado y el suyo, guardándose la llave de la caja de los truenos, por si las previsiones se tuercen y hay que volver a lo de siempre.

La marca democracia, no obstante gozar de protección jurídica, al estar debidamente registrada conforme a la legalidad, se encuentra con competidores diversos que son automáticamente calificados de sucedáneos o falsificaciones. A todos los efectos, el modelo original es el que vale, lo otro solo solo son tapujos para colocar en el poder, usando de la imposición, a un grupo al margen del cauce establecido por el mercado. Dejando claro que los productos de imitación tienen el riesgo de que se vean afectados por el pucherazo u otras técnicas elementales de manipulación de la voluntad popular, lo que les lleva a ser excluidos por principio. Cosa que no sucede con la marca, que goza de todas las garantías, fundamentalmente porque cuenta con las más modernas técnicas de marketing político para llevar la voluntad del votante en la dirección conveniente sin que lo perciba. No obstante este pequeño detalle, la democracia de marca, debidamente registrada, amparada por la norma jurídica, el mercado y el poder oficial, dispone de algo que los sucedáneos no tienen, la democracia de marca capitalista tiene solera. Motivo por el cual, para que se pueda hablar de verdadera democracia, o sea, la de marca registrada, cualquier ensayo político que pretenda acogerse al término tiene que estar homologado. El órgano encargado de ello es la asociación de los países avanzados, libres y democráticos, en su condición de vocero del sistema capitalista. La cuestión es que para usar de la marca hay que moverse en su círculo de intereses, pasar por sus exigencias, dejarse someter, ser objeto de mangoneo y seguir las consignas que emanan de la doctrina dominante.

Al margen de lo ornamental y de ser un caramelo para las masas incautas, la característica determinante de la democracia de marca es servir de instrumento para consolidar el elitismo. En los tiempos modernos este último ha entrado en el culto oscuro a la sinarquía económica dominante, situada en la cúspide de la pirámide truncada del poder, a la que no alcanza la menor posibilidad de cuestionamiento de las masas porque están fuertemente controladas. No obstante, la cultura abierta del elitismo, la vista en términos tradicionales, se conserva intacta, representada por unas elites políticas y económicas menores, de poner y quitar, precisamente como producto de la democracia capitalista. De una parte, las masas se sienten protagonistas de la política en virtud de la entrega del proceso de designación de sus gobernantes visibles, previamente seleccionados. De otra, asumiendo el papel asignado, acatan el elitismo como cultura política, sobornados por esa vaga idea de participación de todos en la política. El hecho es que debe admitirse que la democracia de marca registrada es un gran invento resultante del genio capitalista, ya que entretiene a las gentes, alienta los personalismos, contribuye a la estabilidad del mercado y excluye cualquier posibilidad de oposición al sistema, porque agota en ella misma otras alternativas. Si embargo, precisa acompañarse de una infraestructura real en la que apoyarse y dotarse del un ambiente de pensamiento sumiso acorde con los intereses económicos. Centralizar la existencia colectiva en el mercado del que se nutre el capitalismo, pasa a ser la infraestructura clave, la doctrina que lo alimenta como ideología existencial, imprescindible y, en este ambiente, lo decisivo es el acompañamiento de la realidad del bien-vivir o apreciación personal del bienestar como principio social.

Ateniéndose a la propaganda, resulta que las elites hablan en nombre del pueblo, incluso se dice que el poder reside en el pueblo, y que este lo manifiesta a través del voto. En la práctica, pura falacia, porque temporalmente manda el que gobierna, pero no el depositario del poder. Sin embargo, las masas, que no son tan apáticas e inconscientes como se dice, no han sido totalmente engañadas por la democracia capitalista. Solamente han desplegado su sentido práctico y se han dejado sobornar intencionadamente, a cambio de ese bien-vivir que procura el inapreciable producto de seducción que es el mercado, como vía de mejora existencial, dirigido por las empresas, en su papel de elites económicas menores. Hay elementos complementarios de esta falacia ideológica, base en el proceso para contribuir al soborno; unos, de naturaleza estrictamente política, para dar la impresión de que el viejo personalismo y la arbitrariedad han sido desplazados y, otros, de naturaleza económica, dirigidos a la entrega de la individualidad a los designios de la doctrina mercantil. Respecto a la primera, en el plano personal del desarrollo existencial de las personas, la democracia al uso ha traído la retahíla de los derechos y libertades, así como la posibilidad de mostrar preferencias ideológicas. Si se mira hacia lo institucional, el personalismo se maquilla con ciertas garantías, haciendo énfasis en el llamado Estado del Derecho, con su separación de poderes, o la pluralidad política, encarrilada a través de los partidos. En suma, todo un ornamento, muy apropiado para serenar el espíritu político de las gentes. Por lo que se refiere a la segunda, la pérdida de la individualidad, solo es la consecuencia de la demanda de espectáculo permanente. Si, por un lado, las masas se han dejado sobornar a cambio de una cuota pública de bien-vivir, en el plano comercial, se entregan al mandato de la doctrina. Su vehículo de transmisión vienen siendo los distintos instrumentos mediáticos, tanto convencionales como de internet, en su condición de encargados de fijar los cánones conforme a los que las gentes deben desplegar su modelo de existencia. El resultado es que lo de tratar de ser uno mismo ha pasado a ser un esfuerzo inútil, cuando se disponen de medios eficientes para continuar existiendo, tales como seguir los dictados de la doctrina.

En la democracia de marca registrada, a la larga cambian las caras de los gobernantes pero siempre mandan los mismos, la estabilidad está garantizada. Del lado de la elite superior, generalmente hereditaria, la democracia al uso es un blindaje de valor inestimable que la permite consolidarse a perpetuidad y mangonear sin limitaciones. Para las masas, un pasatiempos más. De manera que, en tanto se mantenga el modelo de sociedad capitalista, las virtudes de la democracia de marca registrada serán reconocidas, simplemente porque las exime de la tarea de asumir su papel político, con el aditivo gratificante de que atiende las demandas de la existencia, poniendo a su disposición el mercado. Poco importa que la democracia esté dirigida desde esa plataforma simbólica de la sinarquía dominante, tampoco la agobiante presencia de leyes y más leyes para dar relevancia a las elites menores, incluso la intromisión en la intimidad por parte de quienes dirigen su existencia o, en general, el amplio despliegue de ese poder que lo controla todo. Lo fundamental es seguir tirando a cualquier precio. Sin embargo, posiblemente tal estado de sumisión se tolere en tanto el elitismo asegure ese grado de bien-vivir básico a las gentes. Y en eso están los que mueven los hilos del sistema, porque de ello depende su propia existencia.

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