"Somoza es un hijo de puta, pero es ‘nuestro’ hijo de puta".
Franklyn Roosevelt
"¿Por qué en Estados Unidos no hay golpes de Estado? Porque no hay embajada yanki."
Si un presidente, como el entonces Franklyn D. Roosevelt, pudo decir tamaña barbaridad como la de este epígrafe (en referencia al dictador nicaragüense Anastasio Somoza, títere de Washington en el país centroamericano), ello deja ver de cuerpo entero qué es lo que significa el Estado al que representa. Dicho rápidamente: un matón que se siente dueño del mundo, impune, ensoberbecido.
En realidad, ese es el papel que viene jugando Estados Unidos ya desde hace largos años, desde inicios del siglo XX, llevado a un nivel máximo luego del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando queda como potencia global hegemónica, con una Europa totalmente destruida y una Unión Soviética que, aunque ganadora -la verdadera fuerza triunfante del conflicto-, estaba seriamente golpeada (25 millones de muertos y el 75% de su infraestructura devastada).
Con una abominable demostración de fuerza -totalmente innecesaria en términos militares, puesto que Japón ya estaba derrotado y presto a firmar su rendición- al lanzar en forma despiadada armas atómicas sobre población civil indefensa y no-combatiente, Washington intentó demostrarle al mundo, y básicamente a su archirrival ideológico, la Unión Soviética, que el poderío del Tío Sam no se discutía.
Ese poderío, y su presuntuoso espíritu de dominación planetaria, han hecho que esté presente -directa o indirectamente- en todas las guerras que se han librado en el siglo pasado y en lo que va del presente. La pregunta que se hiciera George Bush hijo en alguna oportunidad: "¿Por qué nos odian?", tiene una muy fácil respuesta. ¿A título de qué esta potencia se arroga el derecho de ser el sheriff mundial? Mucha gente en distintas partes del mundo festejó -quizá en silencio- cuando en el 2001 cayeron las Torres Gemelas en Nueva York. Eso dice mucho. ¿Por qué habría de amarse a un matón prepotente que siempre se impone con fuerza bruta?
Desde su impune sitial de hegemón universal se permite decidir quiénes son los "buenos" y los "malos" (cual mediocre película hollywoodense), siempre según sus interesados criterios. Sus misiles son "buenos", pero no lo son los de Norcorea o los de Irán. Su supuesta lucha contra el narcotráfico -la DEA es el principal cartel del mundo- le permite certificar o desertificar a quienes lo "hacen bien" o no. Y su vara para medir los derechos humanos en otros países es patética: cuando le convienen -como el referido "hijo de puta" de Somoza- los dictadores son "defensores de la libertad"; cuando ciertos personajes o procesos no le convienen, son autoritarios y antidemocráticos -la lista es interminable; para simplificar: cualquier cosa que cuestione su dominación es un atentado a la "libertad" y la "democracia"-.
Su grado de perversión es realmente desopilante. Se llena la boca hablando de derechos humanos y libertad, siendo el principal violador de ambas cosas en todo el mundo, llegando a colmos como, por ejemplo -solo para graficarlo con un solo ejemplo, pero ejemplos similares hay en cantidades industriales- financiar al Vaticano -a través del papa Juan Pablo II- para desestabilizar la Polonia comunista, propiciando así la desintegración de los países socialistas del este europeo. "Occidente, dirigido por Estados Unidos, dice llevar libertad y democracia a otras naciones. Esa democracia es superexplotación, y esa libertad es esclavitud y violencia. Esa democracia es hipócrita hasta la médula", pudo decir sin ambages el presidente ruso Vladimir Putin. No hay dudas que su posición de matón jactancioso, principal poseedor de fuerza bruta y con un arsenal descomunal -800 bases militares diseminadas por toda la faz de la Tierra- le otorgan esa posibilidad de sentirse dominador. Pero ¿hasta cuándo?
Si hablamos de violaciones a los derechos humanos, este país es el principal agente violador: "Miles de personas de todo Estados Unidos son víctimas de violaciones de derechos humanos, a menudo cometidas con instrumentos de represión de alta tecnología como aparatos de electrochoque, pulverizadores de sustancias químicas e inyecciones letales", pudo afirmar Amnistía Internacional. Pero otro grande, no matón impositivo como Estados Unidos, pero igualmente poderoso, la República Popular China, también emite informes circunstanciados sobre la situación de derechos humanos dentro del país americano.
Los resultados de esas investigaciones son demoledoras, patéticamente demostrativas de la hipocresía en juego: el imperio yanki es un fenomenal violador: por su racismo visceral (el Ku Klux Klan sigue actuando impertérrito, y la población afrodescendiente muestra los peores índices socio-económicos del país); por un engañoso sistema electoral donde no existe el voto directo, sino una amañada maniobra que permitió, por ejemplo, en las elecciones del año 2000, darle el triunfo a George Bush, robándoselo a Al Gore (a quien luego le dieran un Premio Nobel de la Paz como "consuelo"), manejo mafioso y nada transparente que no pudo ser cuestionado por ningún observador internacional (porque en la potencia del norte no se permiten intromisiones molestas, no necesita ser observado por nadie); la pauperización creciente de enormes masas de población que son arrojadas a la pobreza extrema (alrededor de 700,000 homeless en la indigencia), sin ningún mecanismo de Estado para solventar el fenómeno; la crisis imparable de consumo de estupefacientes (300 muertes diarias por sobredosis), que convierten las adicciones en un terrible problema de salud pública, demostrativo de la honda crisis ético-cultural que vive su población, básicamente su juventud, que solo puede escapar del agobio de la cotidianeidad de esta manera enfermiza; la entronización de la violencia como marca dominante del país (matando indios un par de siglos atrás, robándole medio país a México, arreglando todo a balazos, permitiendo la venta libre de armas de fuego letales en cualquier tienda), lo cual se ve expresado en las continuas masacres provocadas por "locos" que se sienten Rambos, actuando como sus idolatrados personajes de películas, íconos de la violencia reinante, ejecutando a sangre fría a civiles desarmados como en un videojuego. Todo ello, sin hablar de la sangrienta sucesión de intervenciones militares que Washington realiza en todo el mundo, fomentando golpes de Estado (sangrientos o los ahora llamados soft, suaves: revoluciones de colores, guerra jurídica, manejo de netcenters creando guerra comunicacional), inmiscuyéndose en los asuntos internos de sus "socios", manipulando políticamente las cosas a su conveniencia, realizando intervenciones armadas o alentando grupos paramilitares, militarizando el mundo, con campos de concentración clandestinos (por ejemplo, la base de Guantánamo en Cuba), atacando de forma impiadosa y sanguinaria cualquier acto que cuestione su hegemonía. ¿Por qué en Estados Unidos no hay golpes de Estado? Porque no hay embajada yanki.
En ese orden de cosas, cabe la pregunta: ¿por qué demonios ahora la Casa Blanca se entromete descaradamente en las elecciones que acaban de hacerse en Venezuela? Muy simple: porque allí están las reservas de petróleo probadas más grande del mundo (300,000 millones de barriles, que permiten varias décadas más de explotación). La voracidad de sus grandes empresas petroleras (Exxon-Mobil, Chevron, Texaco, Conoco Phillips, Marathon Petroleum, Phillips 66, Arbusto Energy Oil, etc.) no quiere perder ese enorme tesoro. La estatal venezolana PDVSA, torpedeada por todos los frentes por el imperio, sigue manteniendo la soberanía petrolera, pero eso es "satánico" para los intereses imperiales representados por Washington, algo inadmisible que, desde que inició la Revolución Bolivariana, está intentando revertir. De ahí que están buscando por todos los medios colocar a sus operadores en Miraflores, para que el petróleo sea privatizado. Eso es lo que prometió la dupla Edmundo Gonzáles-María Corina Machado de ganar la justa electoral, la que ahora, en una maniobra orquestada, se atribuye el triunfo denunciando un fraude.
Pongamos un escenario extremo, hipotético: supongamos que pudiera haber habido irregularidades por parte del gobierno venezolano en las elecciones del 28 de julio pasado (cosa que, todo parece indicar, no fue así: Maduro habría ganado limpiamente). ¿Con qué derecho el gobierno estadounidense se entromete en los asuntos que solo a venezolanas y venezolanos incumbe? En esa lógica, podríamos pedir que en la próxima contienda electoral en Estados Unidos no participe Donald Trump, un probado neonazi que promovió la toma del Capitolio vez pasada y que ahora no se inmuta al declarar que, si no gana él en las elecciones de noviembre, puede venir un baño de sangre en el país. Como suele manifestar Washington: "nos preocupa grandemente este profundo atentado a la democracia".
Como se ha dicho en más de una oportunidad: en Venezuela no hay dictadura ni, a partir de la matriz mediática global que se acaba de crear, hay un fraude electoral. ¡Hay mucho petróleo! ¿Qué diría la clase dirigente norteamericana si todos los pueblos del mundo empezáramos a pedirle cuentas de las interminables violaciones a los derechos humanos que comete ese imperio, despiadado y perverso, que puede hablar de guerras nucleares limitadas al sentir que va perdiendo su hegemonía, como vía para reacomodar el tablero a su conveniencia? ¿No es hora de empezar a hacerlo?