Nunca fue un edificio sólido porque, desde su origen burgués, el Estado-nación se ha visto afectado por algunas deficiencias. Ahora parecen salir a la luz defectos estructurales graves, quizá porque está aquejado de algo así como de aluminosis, es decir, porque el simbólico material de la estructura del edificio ha resultado ser de mala calidad. Este símil arquitectónico permite dar una idea de que en su construcción política había algo que fallaba, y lo que ahora sucede era inevitable. En este punto, ya estaba claro que se trataba de un Estado construido por y para las elites, en el que el pueblo solo asumía el papel de figurante. Al hombre se le hizo ciudadano, con la mirada puesta en su papel de consumidor. Se consolidaron nuevos jerarcas. Finalmente, entre bastidores, quedó el que manejaría la trama.
Había mucho de nombre y poco de realidad en lo referente al calificativo de Derecho. Aunque suene bien lo de la invocación del Derecho como elemento conductor, resulta que la maquinaria estatal se viene a regir por la legalidad, mientras que el Derecho se coloca detrás de la ley. Entregarse a la legalidad quiere decir bien poco, puesto que cualquier Estado, hasta los que han ido avanzando a paso lento, se rigen por la ley del que los gobierna, usando del monopolio de la legalidad, o sea, su particular sentido de la legalidad. Cuando opera el Derecho, la racionalidad pasa a ocupar el primer lugar, mientras que en el caso de la legalidad pesa demasiado el interés, la conveniencia y la oportunidad, que no necesariamente deben alinearse con la racionalidad. El Derecho es un proceso eficiente ordenador dirigido a posibilitar el bienestar general, estructurado desde el mandato de las leyes llevadas a la práctica, iluminadas por principios que emanan de la naturaleza humana, siguiendo un camino racional que tiene por finalidad la justicia social y el bien común. Cuando el Derecho muestra tendencia a ser sostenido solo en la legalidad que elabora el gobernante a su conveniencia, resulta que se queda corto, porque se reconduce a leyes ocasionales. Solo el pueblo está legitimado para marcar la trayectoria del Derecho y, para llevarla a la práctica, está la política del pueblo. Si esto es así, resultaría que, en puridad, el Estado, llamado de Derecho, acusa la contaminación burguesa. Primero, porque si resulta que la voluntad del pueblo es interpretada por la elite, y luego las masas quedan apartadas, la política pasa a ser política de elites. De otro lado, un gobernante movido por las conveniencias del partido que le sostiene y regido por los intereses de la burguesía, no puede ser fiel intérprete de la voluntad del pueblo. Finalmente, colocar como escudo de racionalidad jurídica al pueblo a nivel de ley fundamental solo es un abalorio para tratar de dignificar el Estado de nuevo cuño. En todo caso, hay que tener en cuenta que la construcción teórica del Estado de Derecho es un trabajo de la Ilustración, financiado por la burguesía, para sustituir el modelo precedente, tomando el control de la política para asegurar la estabilidad de su negocio y, en definitiva, el cambio se reduce a quitar un rey para poner otro.
Completando el cuadro de ese hipotético Estado del pueblo y para el pueblo —porque se dice que ya no era de propiedad privada—, solamente sujeto a ley, se tenía que hacer realidad que nadie, salvo el pueblo soberano, tiene poder sobre el Estado. Bastó la separación de poderes a fin de que sirviera para neutralizar el efecto tradicional del gobernante único, dignificando así el principio del Derecho, enfocándolo hacia la racionalidad, y hacer que el poder delegado por el pueblo no fuera absorbido por una sola presencia, en virtud de la declaración de independencia de las tres funciones clásicas —denominadas poderes— encomendadas al Estado, de cuya síntesis resultaría el buen gobierno. No obstante, el Estado de Derecho inició su recorrido dejando claro que la función legislativa, en la práctica, era dependiente del grupo ejecutivo, y la judicial también, porque estaba sujeta al mandato de sus leyes. Pero los llamados poderes realmente eran funciones estatales coordinadas por el mandatario único salido de las urnas o de las componendas subsiguientes.
En el plano formal, la expresión concreta de la nueva tendencia política venía a consolidarse con el constitucionalismo, que la burguesía construyó para dar prestigio al nuevo modelo estatal. Un producto jurídico-político, puesto de moda en los países que en aquel momento se consideraban avanzados o aspiraban a serlo, para liquidar así vínculos con el pasado absolutista e iniciar una nueva etapa. Ante su falta de arraigo en algunos países, bastaba con copiar una constitución foránea, dando unos toques locales, para que el Estado de Derecho quedara construido, más como apariencia que como realidad material.
Frente a la debilidad de base del modelo burgués, teóricamente quedaría en pie la democracia para corregir sus imperfecciones, pero cuando se reserva el poder de decisión a unos pocos elegidos, mientras los otros contemplan impotentes el espectáculo desde la barrera, poco se puede hacer. Mas si resulta que además el votante no vota libremente, sino influenciado o manipulado, el deterioro se acentúa. De la ineficacia del voto da cuenta la práctica posterior, de la que resulta que, a veces, no gobierna el más votado, sino el que resulta de los apaños entre partidos. Con lo que votar, aunque solo sea para elegir representantes, sirve de poca cosa, puesto que a la postre se impone el interés del más fuerte. No obstante, cabría pensar que, aunque enfocada la democracia al terreno del voto, condicionado por el ambiente del momento, el Estado de Derecho no se vería afectado.
Posteriormente, las deficiencias estructurales del Estado de Derecho, se han ido apreciando con mayor claridad. Aunque en el plano operativo formal puede decirse que funciona a buen ritmo, el hecho real es que ha agotado su recorrido, puesto que, en lo sustancial, ya no es una entidad orgánica autónoma diseñada para la encarrilar la gobernanza de un país. Manipulada la ciudadanía y asumida la cultura elitista, el pueblo pierde su papel político. A lo que hay que añadir el deterioro general del modelo que sirve de base. Si, por un lado, la separación de poderes venia siendo cuestionada, tanto porque el legislativo es rehén del ejecutivo —aunque se invoque lo contrario—, como haciendo eco del proceso de politización de la justicia; por otro, lo que se entiende como Derecho claramente ha pasado a ser e un conjunto de leyes que miran hacia los intereses de grupos de variada naturaleza con fines electoralistas, prescindiendo de los auténticos intereses generales. En cuanto a la democracia representativa, como símbolo lejano de un pueblo puesto en las constituciones para gobernar, y que simplemente vota cuando le mandan, ha acabado por entregarse abiertamente a la partitocracia. Sin embargo, hay un hecho decisivo en el proceso de decadencia de este modelo político, y es el sometimiento político a los mandatos de la globalización, que inciden significativamente en las leyes, en la forma de gobernar y falsea el espíritu de fondo del pueblo, que, además, se ve condicionado por la imposición agobiante de la doctrina capitalista. El Estado de Derecho, pieza determinante del desarrollo político avanzado hasta tiempos recientes, finalmente ha sucumbido ante el proyecto imperialista, pasando a ser una estructura de control de colectividades sociales, antes diferenciadas en términos de países regidos por Estados soberanos. En cuanto a la causa fundamental de esta situación cabe señalar que el modelo ilustrado, que desplazó al Estado absolutista, ha pasado a ser un simple centro de poder administrativo del imperio, desposeído de capacidad política propia, en cuanto que está dirigido desde fuera. Por otro lado, las características fundamentales que le definen, como son la separación de poderes y el Derecho, junto con la democracia representativa, piezas claves para su funcionamiento, caminan a la deriva, y otro tanto sucede con su soporte político básico, el pueblo, que se expresa políticamente a través del voto, cada día más sujeto a las manipulaciones tecnológicas, dispuestas para modificar su voluntad a conveniencia del que paga. En el plano de la actividad política, de hecho, la partitocracia apunta hacia la autocracia, lo que supone la entrega de las instituciones estatales al control personal del gobernante. Pese a todo, aunque ha llegado su final en los términos en los que fue diseñado, el Estado de Derecho continúa vigente, pero solo en la forma, mas no en el fondo.
Si, como se observa, el Estado ya no es Estado soberano, sino un departamento administrativo del imperio, es que ha perdido su fundamento político de origen. Si la soberanía reside en el pueblo, y vota pero no gobierna, ha pasado a ser una metáfora constitucional. Si el Derecho se reconduce a paquetes de leyes de quitar y poner para cada ocasión, iluminadas por la doctrina del capitalismo, y la justicia se mueve sujeta a dependencia política, el bien común ha dejado de ser el objetivo prioritario. Si los llamados poderes del Estado se ponen de hecho al servicio personal del jerarca de turno y la doctrina de mercado es su guía de actuación, ya no cumplen con la función asignada en la organización estatal. Si en el terreno real la democracia representativa ha pasado a ser partitocracia, y esta se desliza hacia la autocracia, para concluir en la dictatocracia, puesta al servicio de los intereses de la sinarquía económica, el llamado interés general queda desplazado de su lugar. Resulta, sin necesidad de añadir otras referencias, que no parece desproporcionado decir que el edificio del Estado de Derecho de los países occidentales, que sirvieron de modelo para el cambio burgués, actualmente se resquebraja.