La otra política

A propósito de problema de la legitimidad

Martes, 05/11/2024 12:35 PM

"De todos los instrumentos de producción, la fuerza productiva más grande es la propia clase revolucionaria"

Karl Marx.

Dentro de la tradición política occidental, el concepto de legitimidad ha estado siempre vinculado al de autoridad, legalidad y justicia. La palabra procede del término latino legitimus, y este tiene su étimo, su raíz en legis ("ley"). Bajo la ley romana, se consideraba legítima una decisión o una acción cuanto esta era establecida, referida o expelida por una institución originariamente reconocida, que poseía la capacidad de hacer justicia y dar respeto de la norma compartida.

Bajo el principio del "Quod omnes tangit, ab omnihus tractari et approbari debet" [lo que a todos afecta, debe ser tratado y aprobado por todos], este precedente de legitimidad se vio vinculado a la tradición constitucionalista, y por medio de ella, a la democracia moderna y al carácter soberano del ciudadano como sustento del poder político.

En tal sentido, para autoras como Fabienne Pete, la legitimidad describiría, por una parte, las condiciones necesarias para el adecuado ejercicio del derecho a gobernar, y por otra, las condiciones bajo las cuales los ciudadanos contraerían la obligación de aceptar dicha gobernanza, con base a reglas y obligaciones recíprocamente conocidas, tanto por el gobernado como por el gobernante.

Posterior a la Revolución francesa y la Revolución estadounidense, florecieron los gobiernos representativos donde el consentimiento y la voluntad de los gobernados se convirtieron en la única fuente de legitimidad y obligación política. Ello supuso la aparición de una nueva concepción de la ciudadanía, una donde se le consideraba como fuente de legitimidad política, legitimidad delegada por medio del voto.

Esta legitimidad, otorgada por sufragio, tenía dos problemas fundamentales; el primero circunscrito a la propia condición de ciudadanía otorgante del voto, que hasta bien entrado el siglo XX arrastraba serios sesgos de género, raza y clase, lo cual la convertía, en realidad, en una noción antimayoritaria y elitista.

El otro problema era la relación entre gobernante y gobernado, o representante y representado. Al aislar a los representantes, respecto de los representados, las democracias y gobiernos representativos hacían de la legitimidad comunicante entre ambos un elemento pasivo y lleno de negación. Pasivo porque el poder político fruto del proceso legitimante solo tenía un carácter unidireccional; solo podía ir del representado al representante, eliminando cualquier tipo de iniciativa al margen del representante.

En esta línea, para el ciudadano era necesario renunciar al poder legitimista para que este lo pudiera ejercer gracias a su representante. Esta situación cerraba prácticamente cualquier posibilidad de que la ciudadanía adoptara un rol significativo en el proceso de toma de decisiones y la auditoría del gobierno. Esto facilita a su vez que grupos de poder privados influyan sobre los representantes.

Como lo deja claro el constitucionalista argentino Roberto Gargarella,

El problema que define a nuestro derecho [político y su legitimidad] es que, desde sus orígenes, se mostró muy poco sensible o abierto al protagonismo cívico de la población y buscó limitar las capacidades ciudadanas de decisión y control sobre la autoridad. Su marca identitaria fue, en tal sentido, la desconfianza hacia las virtudes políticas de la ciudadanía… La citada desconfianza se advierte en el supuesto de que solo unos pocos se encuentran efectivamente capacitados para reconocer el interés común que el derecho debe procurar (los representantes, mejor que el pueblo mismo; los jueces técnicos, en lugar de cualquier ciudadano).

Además de este fallo de origen, los críticos del modelo de democracia representativa y del modelo de legitimidad pasiva han señalado la incapacidad que estos arrastran para regular las fuerzas fácticas de dicha sociedad, como es el caso del gran capital.

Recientemente autores como Wendy Brown o Martin Wolf han señalado las dificultades que la revolución conservadora neoliberal ha significado para la ya cuestionada democracia representativa, esta ha vaciado las instituciones democracia de su poder y ha dejado al ciudadano sin la capacidad de controlar soberanamente los asuntos públicos. En Occidente esta realidad se enuncia bajo la lubrica: "crisis de la democracia liberal burguesa".

 

La naciente democracia de la legitimidad deliberativa en Venezuela

En Venezuela, la implosión del modelo democrático representativo se manifestó en la década de los noventa del XX; ante la debacle de su legitimidad y soberanía pasiva, la revolución bolivariana postuló la creación de una democracia participativa y protagónica basada en la formulación de una ciudadanía activa y creativa.

Como señaló Hugo Chávez en El libro azul:

El pueblo como depositario concreto de la soberanía debe mantener su fuerza potencial lista para ser empleada en cualquier momento y en cualquier segmento del tejido político… En tal sentido, las comunidades, barrios, pueblos y ciudades deben contar con los mecanismos y el poder para regirse por un sistema de autogobierno que les permita decidir acerca de sus asuntos internos por sí mismos, a través de procesos y estructuras generadas en su propio seno. La democracia popular bolivariana nacerá en las comunidades, y su savia benefactora se extenderá por todo el cuerpo social de la Nación, para nutrirlo con su vigor igualitario, libertario y solidario.

Durante el proceso constituyente de 1999, el entonces presidente Chávez propuso en conjunto con las fuerzas bolivarianas, la nueva democracia y el nuevo modelo de legitimidad que debía convertirse en el nuevo sustento de nuestras instituciones:

No basta con hablar de democracia participativa, como si ese fuese el fin, no, la participación debe ser un instrumento para lograr un fin… el objetivo tiene que ir más allá y por eso aquí hablamos de la democracia participativa y protagónica como un solo concepto… tenemos que darle al pueblo diversos mecanismos… para la participación y para que no sea sencillamente un participar por participar sino un instrumento de construcción de protagonismo y democracia verdadera, de participación efectiva vital para construir un país, para construir un rumbo, para construir un proyecto.

Por eso la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, establece en su artículo 5 que la soberanía, y con ella la legitimidad, reside en el pueblo, quien la ejerce de forma directa, según lo establece el artículo 70, por medio de "formas organizativas y asociativas guiadas por los valores de la mutua cooperación y la solidaridad", entre ellas el cabildo abierto, la asamblea de ciudadanos y ciudadanas y las empresas comunitarias. También ejerce su soberanía indirectamente, mediante el sufragio, y con él dota de legitimidad a los órganos que ejercen el Poder Público. La Constitución también establece, en su artículo 132, el deber de todo ciudadano de cumplir con participar solidariamente en la vida política.

La democracia bolivariana, participativa y protagónica, basa la legitimidad de sus instituciones y su poder político, no solo se fundamenta en el sufragio, la escogencia de representantes y el equilibrio entre poderes, también y de forma más directa se basa en lo que Fabienne Pete denomina legitimidad deliberativa, una legitimidad que alimenta el ejercicio del poder desde el pluralismo, el diálogo y el reconocimiento de la dignidad del otro, con amplias prácticas de participación, autogobierno y autogestión.

Esta legitimidad deliberativa tiene su más grande respaldo y sustento en el poder popular y sus distintas instancias. Como lo establece el artículo 2 de la Ley Orgánica del Poder Popular:

El Poder Popular es el ejercicio pleno de la soberanía por parte del pueblo en lo político, económico, social, cultural, ambiental, internacional, y en todo ámbito del desenvolvimiento y desarrollo de la sociedad, a través de sus diversas y disímiles formas de organización, que edifican el Estado comunal.

Como lo expresa la misma ley, la soberanía y la legitimidad propios de este poder se ejercen según "los niveles de conciencia política y organización del pueblo". Entre más formas organizativas y asociativas logren dinamizar el ejercicio político deliberativo y ampliar la conciencia ciudadana de acción política, más soberanía será ejercida por el Poder Popular.

Bajo esta premisa, según lo establecido en el artículo 17 de la referida ley, la relación entre ambos espacios de gobierno se desarrolla "mediante la acción de gobierno compartida entre la institucionalidad pública y las instancias del Poder Popular", con las condiciones según lo dispuesto en el artículo 24, el cual señala que "todos los órganos, entes e instancias del Poder Público guiarán sus actuaciones por el principio de gobernar obedeciendo".

Los recientes esfuerzos de consulta comunal deben ser recorridos por este espíritu. No caer ni en la trampa de confundir el gobierno compartido con la subsunción o colonización del Poder Popular por parte del poder representativo, ni en considerar que la democracia deliberativa se agota en el voto. La legitimidad de esta nueva democracia, que lucha por nacer en Venezuela, se esfuerza por liberarse de las ataduras de lo viejo y consolidar una nueva cultura de la democracia basado en nuevos referentes, nuevas acciones y renovadas formas de gestión y ejecución.

Debemos recordar aquellas palabras de Chávez, en los albores del nacimiento de la esperanza de esta nueva democracia: "No queremos una democracia con poderes fácticos que la dominen ni tampoco con poderes invisibles que no permitan al ciudadano conocer las acciones de quienes detentan el poder". El mundo observa esta nueva forma de democracia y de legitimidad; cuenta con la esperanza de que quizá en ella se encuentre la salida ante un modelo político sin legitimidad y en crisis.

Nuestra tarea como promotores de este modelo de democracia y de sus mecanismos de legitimidad es, parafraseando a José Carlos Mariátegui, convertirla en una idea germinal, concreta, dialéctica, operante, rica en potencia y capaz de movimiento. El futuro de la democracia no se mueve en los horizontes de las minorías y las elites. Se mueve en dirección a la liberación de los poderes creadores de las grandes mayorías.

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