Desde su hora primera (1973) la iniciativa que solicitó un diagnóstico mundial sobre la información y la comunicación, sabía que tal tarea no sería un día de campo con paisajes de ensueño y clima fraterno. Sabía que estaba desarrollándose, exponencialmente, un fenómeno (y una amenaza) con proporciones descomunales, anidado en la lógica misma del capitalismo en su fase imperial: la acumulación monopólica de la información expresada también en el campo simbólico y en el acopio, manipulación y producción de datos. Big data.
Veían que con dinero se podía manipular o extorsionar a los medios y a sus profesionales. Para diagnosticar eso con solvencia, tuvieron que armarse con los pertrechos éticos y metodológicos muy potentes mientras, por ejemplo, los horrores bélicos en Vietnam aportaban su cuota macabra transmitida al mundo en vivo y en directo, por los propios monopolios expandiéndose. Lo que hoy se conoce como nuevo orden internacional de la información y de la comunicación ha ido reformulándose lentamente a partir de las recomendaciones emanadas de la cuarta Cumbre de Jefes de Estado en el Movimiento de Países No Alineados, realizada en Argel, en 1973.
Una de las armas éticas para semejante batalla diagnóstica era el propio Sean MacBride, quien fue ministro de Asuntos Exteriores de Irlanda; que en 1974 fue reconocido con el Premio Nobel de la Paz y más tarde, en 1977, recibió el Premio Lenin, que algunos equiparan con el Nobel. MacBride fue reconocido por su militancia en defensa de los derechos humanos y su participación histórica en la fundación (1946) del Partido Republicano Irlandés. En 1961 fue presidente de la Organización de Defensa de los Derechos Humanos de Amnistía Internacional y, luego, entre 1974 y 1976, fue alto comisionado de las Naciones Unidas en Namibia. En 1977 la Unesco lo nombró presidente de la comisión internacional que se encargaría de desarrollar el primer diagnóstico oficial sobre los problemas de la información y la comunicación. Más tarde (no sin cierta emboscada individualista de algunos) conocido como Informe MacBride que en realidad se llama Un solo mundo, voces múltiples. Anida ahí una diferencia clave.
Al lado del prestigio internacional de MacBride estaba el prestigio de una nómina de expertos, críticos y analistas que, recorriendo la realidad cruda de la metástasis mediática global, advertían la urgencia de razonar, críticamente, el modelo de desarrollo tecnológico y todas sus implicaciones (virtuosas o amenazantes) relacionadas con el rol del Estado en cada territorio. Veían el peligro de una fuerza supranacional que se desarrollaba incluso a costa de los pueblos que iban quedando a merced de los monopolios mediáticos y de algunos gobiernos cómplices, cuando no serviles, incluso resignando la propia seguridad nacional. Los monopolios de la información son una amenaza contra las democracias.
Y, desde luego, el epicentro de las controversias más amargas era (y es) la información. Sus definiciones, sus modos de producción, sus herramientas de producción, sus relaciones de producción y, desde luego, su régimen de propiedad. A lo largo del informe, cuya sintaxis no se despega de los usos y costumbres diplomáticos de la época, va dejándose sentada una demarcación nueva de conflictos nuevos que no sólo no han sido resueltos, sino que se han complejizado de la mano de los avances tecnológico-digitales; la pobreza de los debates jurídico-políticos; la poca influencia de las investigaciones científicas y el desorden económico mundial, desigual e injusto, conveniente al desarrollo imperial del capitalismo. Algunos calculan que hacia 1980 había en el mundo alrededor de 600 grandes propietarios de herramientas de información y comunicación. Hoy son ocho.
Puede uno, claro, poner en duda la utilidad de un informe respecto de la solución de los problemas que estudia. Puede uno conformarse, como han hecho muchos, con el retrato de época deducible del trabajo dirigido por MacBride y de los muchos comentarios críticos en las muchas deliberaciones de su desarrollo. Puede uno, incluso, recurrir al informe como marco de referencia académico obligatorio (siendo el primer informe oficial publicado por un organismo internacional) y puede uno recomendar su lectura o sus muchas lecturas, al calor de la realidad monopólica presente mucho más compleja, enrarecida y desigual que en 1980. Lo que no puede, o debe, hacerse es quedarse callado. Especialmente cuando la libertad de la expresión crítica se asfixia con chantajes presupuestales variopintos.
Un solo mundo, voces múltiples no es sólo un título editorial para granjearse simpatías, es también una declaración de principios contra un modelo de concertación monopólica imperial y acelerada que ha enmudecido a buena parte de la población planetaria y que ha impuesto un discurso único: el discurso de la lógica mercantil y del capitalismo fanatizado. Un nuevo orden de la información y de la comunicación no pueden ser sólo un buen deseo, la historia ha convertido tal idea en un programa de lucha inseparable de la lucha por una nueva Declaración Universal de los Derechos Humanos. Como el derecho a la información como prioridad.