09-02-24.-No podemos negar que el gesto irreverente de María Corina Machado de ponerse de pie para interrumpir la presentación de la Memoria y Cuenta en boca del entonces Presidente Chávez, en enero de 2010, resultó sorpresivo. De principio, hasta respetable. Escribo de principio porque de telón de fondo se mueve la impunidad que le ofrece ser parte de la vieja oligarquía venezolana.
De allí que la parlamentaria lo hizo con buenos modales, gestos de dama culta y ese rostro lozano, maquillado con finura. Desde ese día hasta la fecha los gestos, los movimientos y el rostro de María Corina han ido cambiando. Eso viene de sus nuevas coyuntas en el terrible terreno de la política. No debe resultar un aliciente tener que calarse a un atorrante como Ramos Allup, a un baboso tipo Barboza o un Antonio Ledezma que no deja de ser adeco y un vulgar pillo. Mucho daño a ese rostro lozano le hace su apoyo a Juan Guaidó, pues le resultó un raterito de cloaca.
Estas junturas tan cercanas, tan de roce con estos personajes le empezaron a dibujar un rictus en su cuidado rostro.
Además no se puede pedir que invadan a su propio país con un rostro de reina de carnaval. Le tocó meterle rabia al rictus para que la tomaran en serio.
Ha tenido que arrugar el ceño cuando sus asesores le recomiendan dejar de llamar a Nicolás Maduro, dictador.
El rictus de rabia se planta duro en su rostro cuando un Tribunal Supremo de Justicia decide en su contra. Ella creció para que los jueces bajaran la testa ante sus riquezas y su apellido.
También el rictus toma más terreno con los abrazos, sudores, olores, malos alientos de gente en los barrios. Abrazarlos le da en el estómago y lo refleja su carita.
Ahora grita, insulta, pierde los buenos modales cuando alguien asoma la posibilidad de otro candidato. Explota el rictus en primer plano para al sentenciar que sin ella no hay elecciones.