La copla de Jorge Manrique canta por la muerte de su padre:
“Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos,
y llegados, son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos”.
Para Manrique los ríos son la muerte o es el morir, en el instante que se sumergen en el mar y allí, a ese trance, la muerte, llegan todos “los que viven por sus manos y los ricos”. El río, cuando retoma sus fuerzas, por alguna causa impensada, inusitada, esa que genera la extraña llegada con fuerza de huracanes a nuestro espacio, que no es por casualidad o “castigo de Dios”, sino por las agresiones del hombre al medio, hace como la muerte, en veces no distingue, por eso inundó la casa de David, claro para él afortunadamente, fue como si un rolincito, eso que de niño llamábamos un simple ratoncito, dando saltos, se le hubiese ido entre las piernas. Además y afortunadamente, él y los suyos no estaban allí.
El hombre parece no le teme al río cuando le cree dormido o muerto. O mejor piensa que éste, por haberse alejado, por la tantas cosas que eso hace posible, lo más habitual, que aquél les haya cerrado su cauce original, haberle abierto a su libre albedrío otro, el que dispuso en su pretendida racionalidad y por los buenos negocios que el progreso depara, no volverá más nunca. Pasan los años, pocos o muchos y por no verle, se lo imagina muerto o amansado, dominado y olvidado de sus viejos “pagos”, como llaman los gauchos a sus espacios cotidianos. Por aquello de las fincas donde prestaban sus servicios y recibían sus jornales, como se lee en Martín Fierro de José Hernández.
“Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir”, dijo Manrique y agrega “allí los ríos caudales, allí los otros medianos y más chicos, y llegados son iguales, los que viven por sus manos y los ricos”.
Es decir, cuando el río vuelve por su cauce, que algún día lo hará, más ahora cuando el clima ha cambiado, que nuestra zona, que fue antes anticiclónica, ha perdido sus fuerzas para contener las que vienen de más allá, desde el norte de la zona meridional, no se para “en hueso”, como decimos en lenguaje coloquial o como Manrique, le da igual “los que viven por sus manos y los ricos”.
El hombre, en su afán de riqueza, de invertir de manera que los costos sean bajos y las ganancias grandes y el placer de vivir “donde me permitan mis reales”, construye donde sea sin respetar regla alguna. Le da igual destruir aquel espacio bucólico donde transcurrió nuestra infancia, bello paisaje que al hombre trae paz, gratos recuerdos, amor y hasta inspiración para lo cotidiano. Eso no importa. Lo significativo es que eso sea un negocio, que las ganancias sean sustanciales o mejor bastantes, para decirlo de la manera más adecuada y coherente.
Un buen día, quienes vivían en el centro de la ciudad, alrededor de la plaza y de la iglesia, el espacio por ellos creados, se les volvió insoportable. A su alrededor crearon sus propios negocios y hasta fábricas y eso se tradujo en que “los ríos menores y hasta más chicos, o la gente que, para ellos trabajaba, de una manera u otra empezase a ocupar sus espacios y rodearles. Se sintieron incómodos, vigilados, invadida su intimidad clasista y rodeados de gentuza peligrosa o insana.
Si los pobres, se movían al oeste, en el sur o el norte, tratando de acercarse a espacios donde pudiesen trabajar, los ricos movían su privada vida del oeste al este. Cosa curiosa, según he visto, generalmente siguen ese rumbo.
Era esta la que invadió o cercó estrechamente al centro, la gente que antes vivía en las cercanías de las playas y los ríos. Allá lejos, tanto que no llegaban al centro lamentos, dolores, penurias y menos maldiciones.
A ellos, quienes primero vivieron en el centro, les gustó siempre vivir separados, poner buen espacio de por medio con quienes nada común compartían. Les gustó siempre eso de vivir sin vecinos. Nada de eso que Juan entrase a sus casas como perro a la suya. Tengo mi vecino, pero un poco lejos y más lejos aún de mi intimidad personal y familiar. Nada de confundirse.
Entonces, a partir de un momento, cuando el dinero reclamaba reproducirse en bojotes, se invirtió la corriente toda, no la del río sino del urbanismo y los deseos de la gente por los espacios. De las orillas de los ríos y las mansas playas, alguna gente crecida, por una razón u otra, por haber subido en el trabajo que a los ricos prestaba o sus propias habilidades, optó por irse a los espacios del centro.
A este movimiento en la tabla de ajedrez, los ricos que no quieren verse envueltos o cercados por quienes no son como ellos y la necesidad de dar muestras que no son iguales, optaron por ocupar los espacios de aquellos. Las orillas de las playas, las riberas de los ríos, las faldas de las montañas y hasta la mitad de la montaña misma, es decir donde antes vivían los rústicos, se volvieron sus espacios preferidos.
Y el constructor, bien pagado, con la anuencia del Estado, también recompensado de lo mejor, oficial o extraoficialmente, creó espacios idílicos y a los ríos cerraron sus espacios y les abrieron otros caminos, quisieron que estos olvidasen sus querencias.
Hubo y hay espacios, donde aglomeraron gente por demás; la necesitaban que viviese cerca para tener a quien acudir de modo que las ganancias fuesen mayores. Esta gente construyó inocentemente, sin saberlo y sin recursos “para contener la fuerza del río”, como dice la canción guayanesa y en montañas movedizas, de amontonamiento de residuos, con la indiferencia oficial por distintas razones.
Es decir, unos lo hicieron donde encontraron espacio disponible sin saber dónde estaban parados, no como era aquel suelo y menos sin recursos para crearse un espacio sólido y “seguro”.
La casa de David Concepción, “El rey”, el gran pelotero del quien soy admirador seguro, porque forma parte de quienes pese, para la gente común “no son iguales”, no obstante como dice Manrique si lo es, por aquello de “y llegados, son iguales, los que viven por sus manos y los ricos”, también se la llevó el río. Sólo que Manrique se refiere a la muerte.
Y la casa de David, no se la llevó o la invadió el río hasta hacerle perder valiosas pertenencias, porque la hubiesen construido sobre una base enclenque, un piso movedizo o con materiales de baja calidad y nada resistentes al tiempo y los embates de la naturaleza, sino porque la hicieron en espacio con dueño, no uno registrado en papeles, en una oficina, en uno que no es suyo, establecido así por la naturaleza misma. O quizás, no fue la casa de David, la que se asentó de primero en un espacio prohibido, sino otras y hasta una carretera, autopista que le cercenaron su derecho al viejo rìo y, en esas circunstancias, se vio obligado a invadir la casa de David, buscando su vieja querencia.
La noticia relata cuánta cosa perdió el gran campo corto a quien tanto admiro que, espero la liga de veteranos le lleve al salón de la fama del béisbol, como “todos sus trofeos, guantes de oro, anillos y otros objetos importantes para él”. https://www.aporrea.org/
No hace mucho tiempo, apareció en un video exhibiendo un bello automóvil que tenía estacionado en esa casa, espero que el río no lo haya incluido en su factura.
David, como en el poema de Manrique, fue víctima, porque para los ríos que, después de mucho tiempo se ven obligados a reclamar su cauce, y más ahora por las agresiones del planeta, lo que niega lo de toda la responsabilidad inmediata por el incumplimiento de tareas que pudieran minimizar los daños, “son iguales los que viven por sus manos y los ricos”.
Pero el morir en Manrique, quien hablaba de la muerte de su padre, no es del río, pues este no muere nunca o por lo menos cuando uno lo cree o necesita. Él ha cambiado de rumbo, le cerraron sus espacios naturales y busca o se ve obligado a volcarse en espacios ajenos, achicarse y hasta volverse un río tributario, uno que alimenta a otro, pero puede llegar, como en efecto sucede en nuestro espacio, más ahora cuando los ciclones han venido disminuyendo barreras, que recupere la memoria, la fuerza y vuelva a sus viejos caminos o recupere su cauce natural, su vieja casa.
La función de un concejal, en buena medida, tiene que ver con el cuidado del ambiente en su espacio, rural o citadino. Para eso, ese funcionario debe saber muy bien a lo que expone o la responsabilidad que significa el cargo. Para quienes tienen las manijas en las manos, esos que ponen o deciden quienes serán los concejales, es un asunto para tomárselo muy en serio. Entonces un concejal no puede ser un anodino, que lo es porque nada ha hecho para hacerse sentir. Tampoco un funcionario o individuo para levantar la mano cuando su jefe la levanta.
Las normas urbanísticas existen pero casi nadie las cumple. Los concejales las ignoran; es más, hoy, ellos ni siquiera saben que existe o para que existen, salvo eso apuntar hacia arriba con la mano cuando lo decida el pastor. Y los concejales son de un lado y del otro.
Y de eso, el río, que está vivo, muy vigilante, la montaña que se siente herida, por los años, la acción de los factores del clima y en nuestro caso, el área meridional, la novedosa entrada de los ciclones, se aprovecha para reclamar su cauce. Es su derecho. ¿Quién tiene razones para eso negarle?