El Paraíso está en una cota entre los diez y los cuatrocientos metros de profundidad. Al igual que el enamoramiento o la escritura, el buceo es pasión de solitarios. Como todo lo bueno, es incomunicable. No debería contar, por ejemplo, cómo de niño perdí mi primera máscara de buceo nadando bajo un mar de leva; cómo la ola de otro mar de leva me transportó sobre las defensas de hierro de Arrecifes; ni cómo volé por los aires con numerosas bombonas y Otrova Gomás en un choque de lanchas en la Mallorquina. ¿Cuál es secreto del mar? ¿Qué buscamos atisbando sus criaturas furtivas y detestables? Si no lo sabemos los buzos, menos lo va a saber el lector.
El buceo no es obligatorio, como el servicio militar; ni moral, como el matrimonio; ni gregario, como la democracia; ni socialmente redimente, como la telenovela cultural; ni falso, como la religión; ni saludable, como el jogging. Siendo, como el Edén, perfecto, no podemos mejorarlo, sino estropearlo.
La primera forma de hacerlo es confundirlo con un deporte. Éste es toda tortura que se ejecuta por capricho. Bartolomé de las Casas reprochó a los españoles que obligar a los indios a buscar perlas en Cubagua era " una de las crueles y condenadas cosas que pueden ser en el mundo". Bastó eso para que los brutos calificaran al buceo como deportivo, sin entender que lo que condenaba el Obispo de Chiapas no era la zambullida, sino que fuera obligatoria, como el trabajo.
Al igual que el deporte, la inmersión conduce al gasto inútil de energías, a la embolia y a la muerte prematura. A diferencia con él, los buzos no sobornamos mercenarios para mirarlos mientras ejecutan en nuestro lugar lo que decimos que nos gusta. Creo que cuando un aficionado al beisbol se antoja del amor, queda en las mismas: paga por verlo. En cambio, no me imagino un estadio repleto de fanáticos contemplando burbujas en la superficie de una piscina. Mucho menos un narrador deportivo perifoneando un match de inmersión, a menos que haga gárgaras. Ni siquiera olas humanas, porque todos quedarían ahogados. Verne, que sólo buceó imaginariamente, hizo decir al capitán Nemo que bajo las aguas hay visiones que Dios no creó para el hombre. Temió en vano: aun visibles, seguirán inescrutables para el ojo del bobo.
Tampoco produce el buceo los daños colaterales atribuibles al deporte, como la promoción de hojillas, refrescos, desodorantes o disfraces para marginales. Mientras ejerce sus funciones, un submarinista no se afeita, no bebe, no suda ni mata a otro por robarle chapaletas de marca, tan inútiles para la ascensión de cerros como para la escalación social.
El segundo intento de estropear el buceo es asimilarlo al desfile de pasarela. La única utilidad del submarinista es dar de comer a tiburones y vendedores de acqualungs: a esta pareja de predadores se ha sumado el estilista acuático. No hay sacrificio humano sin carnaval. He soportado falsas condesas y príncipes postizos en palafitos con discotecas de piso de vidrio que permitían bailar sobre las olas de Morrocoy; he compartido literas -ella la de abajo y yo la de arriba, u otro arreglo que no recuerdo- con diseñadoras de modas o fotógrafas de glamour. Sobreviví a mi experiencia límite en un yate charter de buceo en la Florida cuyos pasajeros, como turistas japoneses, no hacían más que fotografiarse unos a otros con licras fosforescentes. Todo en vano: quince metros bajo el nivel del mar las anguilas seguían tan desnudas como siempre. Diré más: la forma femenina, como la de la foca, está hecha para el buceo: sólo en él alcanzan ambas su anunciado esplendor: esa arquetipal armonía que liberan la ausencia del peso o de la afectación. Al ver las buceadoras japonesas ama sacar perlas en la isla de Kokichi Mikimoto descubrí que nuestra precaria anatomía no está hecha para la verticalidad: todo lo trascendente ocurre en la cama o el abismo.
La tercera tentativa para estropear el buceo es contaminarlo con la sociabilidad. Siempre he dicho que toda reunión es síntoma de una capacidad de afecto vacante. Ruleta rusa húmeda, el submarinismo no puede ser organizado por la misma razón que no es factible el Club de los Suicidas soñado por Robert Louis Stevenson. Somos la única minoría que no teme al exterminio, sino a la congregación. Lo que ahoga no es el mar, sino la medianía. Quien no lo comprenda debe colgar el snorkel y correr a inscribirse en el club de canasta más próximo. Bucear en grupo sólo es recomendable en aguas infestadas de tiburones, siempre que se ponga de primero al más gordo. Cuando sobre una boya ondea la bandera roja con barra blanca que anuncia submarinista, hay que alejarse. Lo mismo se debe hacer cuando luce sobre un automóvil, sólo que más rápido: la exhibición pública de la dicha es tan vulgar como la de la riqueza, y sólo ocurre cuando la una y la otra son falsas. Aun así, el peor de los submarinistas supera a la Miss y al anunciador de videoclips en que practica su vicio callado; al literato y al beodo, en que además no sobrevive a sus errores. Pues ni la profundidad ni la mujer perdonan ¡cómo no amarlas!
Estas reflexiones no guardan la coherencia deseable: al igual que el deporte, la política, el exhibicionismo o la sociabilidad, el buceo produce la suspensión del pensamiento abstracto, pero sólo durante la inmersión, mientras que en las otras actividades el efecto es permanente.
Bajo las aguas vemos el mundo desde el punto de vista de nuestra ausencia. Sobre ellas descubrí también que lo único que hace tolerable al instante es que va a pasar. Bajo la superficie sentimos cómo eran los instantes antes de la invención del tiempo. ¿Es éste el pecado original, que revierte la trabajosa fábrica de la creación? ¿Fue para hundirnos que desató Dios el diluvio? ¿Odia a los buzos por ser los únicos verdaderos sobrevivientes de éste? ¿Es contra nosotros que prepara el Apocalipsis, tras el cual habrá un nuevo cielo y una nueva tierra, pero el mar no existirá? (Apocalipsis, 21, 1).
El submarinismo es el símbolo perfecto de una época en que todo se hunde. Lo mejor que se podrá decir de nosotros es que llegamos lo más bajo que se puede llegar.
TEXTO/FOTOS: LUIS BRITTO.