Cuando el camino llama, y la luz cenital se impone…

Jueves, 29/06/2023 12:41 PM

Conozco dos novelas que tratan del camino, uno de Jack Kerouac ("En el camino") y otro del poeta merideño Pedro Pablo Pereira ("El Camino"). Además, dos cuentos sobre la CARRETERA, uno de Dostoyevski y otro de Argenis Rodríguez. No existe aventura superior a la de encontrarse en el camino, ir de camino, de viaje, a veces ir tan lejos como se pueda de modo que ya uno no pueda regresarse. (Recomiendo leer "VIAJE A LA ALCARRIA", Camilo José Cela).

De muchacho me aficioné mucho a pedir cola, sobre todo en la época aquella después de la caída de Pérez Jiménez (1958-1959), en la que ser estudiante lo convertía a uno en un ser privilegiado, en una especie de héroe (sin haber hecho todavía nada). Nuestros compatriotas entonces respetaban a los estudiantes (hasta la policía) y nos ayudaban en lo que fuese necesario. Si uno llegaba a un pueblo sin que nadie jamás nos hubiese visto, pronto veíamos cómo se nos daba todo mágicamente, alimentos y cobijo, se nos adoptaba, se nos atendía como a un amigo de toda la vida, como a un hijo. En verdad que cuando era muchacho, entonces, tuve la dicha de ver cómo podía hacerse una amistad en cuestión de minutos, y por las atenciones recibidas no se tenía incluso que dar las gracias por nada. Estaba sobreentendido que todo lo que era de un amigo también era nuestro, sin discusión y sin pedir permiso. Teniendo yo sólo catorce años, pidiendo cola recorrí todos los pueblos de los estados Guárico y Aragua, también Caracas, Los Teques y La Guaira. Aún sigo EN EL CAMINO, quiero siempre encontrarme EN EL CAMINO, y si Dios me lo concede, MORIR EN EL CAMINO… así voy, en este ÚLTIMO relato sobre LA COROMOTO…

8-5-23: Estoy en pie de guerra antes de las 5 de la madrugada, y no sé si habré dormido. Me pongo a revisar este diario. Ayer, junto con Neptalí, acomodamos en la tolva todo lo que vamos a llevar a Mérida, en particular la cama y el colchón de Natali para cuando ella se vaya a estudiar a Mérida. Natali, preciosa joven, a la que sin duda el destino, sobre todo por su vivacidad e inteligencia, le tendrá reservado un decoroso sitial, con emparrado de estrellas, solemnes cantos y muchas diademas en su bella cabellera. Natali se graduará de bachiller dentro de tres meses y aspira estudiar en la capital del estado, muy probablemente Comunicación Social. ¡Ay Dios mío: qué sublimes, respetables y admirables son las ilusiones de la juventud!

María Eugenia prepara un avío para el camino: arepas rellenas con perico.

A las 7: 45, cuando estamos listo para la partida, llegan Ángel y Alesio. Hablamos mientras ajustamos las cargas de la camioneta. Preguntan por qué camino nos iremos, y respondemos que quizá por Mucutuy. Embarcamos, me pongo al volante y decimos adiós.

Comenzamos el descenso por el camino real, "chao cafetal, chao cambural, chao ánimas del amado río, chao caminos de la hondonada, de El Cobre, de Los Atalitos, mirandonos el guamo con sus hojas encendidas. ¡Caramba, hace unos doce años hicimos este camino en sentido contrario por primera vez! Hace doce años nos internamos, medio perdidos, por esta aldea, que llegó a parecernos como oculta entre sorprendentes montañas como los de Machu Picho.

Nos detenemos en casa de Silvio y de Leticia. Más abrazos, más lágrimas y compungidas expresiones de pena como si ellos hubiesen cometido alguna falta y no hubiesen sido lo suficientemente amables con nosotros, y escuchamos de nuevo algo que todos estos amigos de La Coromoto nos han dicho con insistencia: "¡Discúlpennos!"

Proseguimos la marcha.

Llegamos a casa de doña Margarita (viuda del señor Antonio Rojas), donde nos espera Jesús Méndez, quien viajara con nosotros. Más abrazos y despedidas con los consabidos ofrecimientos de que cuando queramos volver, en cada una de estas familias tendremos un hogar. Nos quieren ofrendar sus frutos, yucas, ocumos y cambures. Dejamos saludos para Abraham.

Voy recordando, no sé por qué exactamente, al poeta ruso Mayakovski. Cuando Mayakovski visitó México quedó extraordinariamente sorprendido por la hospitalidad de aquel pueblo, porque cuando visitaba un hogar de cualquier mejicano, lo que escuchaba invariablemente, era: "-Adelante, que está en su casa", y este es un sentido de acogimiento que únicamente, en Occidente, se da en casi toda América Latina.

Otra vez en el camino, en el regreso del sueño. Y no puedo evitar recordar aquella Semana Santa cuando nos encontramos por primera vez, en 2010, aquel aviso que estaba en la carretera; sobre un raído tablón, marcado con una flecha se indicaba la vía a la posada Las Hortensias, y en cuanto lo vimos dijimos: "-Cojamos por ahí, a ver qué tal es esa posada". Pues, aquí vamos, por el camino tantas veces recorrido a pie por casi todas sus vertientes, y mirando sus faldas donde están los cultivos de Antonio Rojas, de Horacio, Gaudencio, Ramón Isidro.

Nos encontramos ahora en el pueblo de Canaguá, todavía con la idea de irnos por Mucutuy, ya que como hemos dicho, la carretera principal, la que siempre tomábamos, vía a Tusta, se la ha llevado una vaguada en el punto Los Giros. No nos queremos ir por Guaraque porque el recorrido es muy largo y no tenemos suficiente gasolina.

Otras despedidas en el momento de la entrega de las llaves del tesoro que una vez fue nuestro. Vemos a Karlita, se está recuperando de la fractura que sufrió. Su madre Yameri viene y nos recibe con una bandeja de pastelitos y café. En el momento en que estamos desayunando llega la información de que ayer, un camionero con un cargamento de cebollas, pudo pasar sin grandes tropiezos por la vía de San Isidro, la que va para Santa Cruz. Dice que no encontró el camino tan malo, y que es mucho mejor que coger por Mucutuy. En escuchando esto, pues, cambiamos de planes: Nos iremos por el camino de siempre y al llegar al punto de La Capilla, torceremos hacia Santa Cruz...

Nuevos abrazos: "-Vayan con Dios", "-Estaremos pendientes", "-Nos avisan al llegar"…

Tomamos por el camino de siempre, por donde nos vinimos, pasando de nuevo por el desvío que lleva a La Coromoto, bordeando ese río que se sale de madre todos los años, cundido de lajas que bajan de las montañas. En El Rincón, hacemos una parada en casa de Engracia (quien fuera vecina de nosotros en La Coromoto). Allí quien nos recibe su esposo Baudelio, un tipo que repentinamente me resulta parecido al actor Peter Ustinov, de amplia sonrisa, bonachón, extendiéndonos la mano y advirtiendo que ya nos traerán café. No podemos ver a la pequeña Lucía Valentina porque ha estado enferma y durmiendo. Otra despedida y otra casa más a la orden para cuando volvamos.

Ahora sí, a las 8:30, montados en el aparato, ya no tendremos que pararnos más. Cogemos por todas esas empinadas curvas que nos llevarán hasta el Páramo del Motor. De este páramo comenzará un descenso de más de una hora, que terminará en El Molino. De aquí emprenderemos otro ascenso hasta el punto más alto del recorrido hasta El Páramo de Las Nieves, y luego otro descenso hasta el punto de La Capilla, para así luego coger por San Isidro.

A las 11:18, estamos llegando a La Capilla para poco después adentrarnos en un terreno escarpado, atravesado por masa rocosas y áridas, abandonado (porque por allí desde hace añales nadie transita). Tan abandonado está que en medio de esa carretera han comenzado a crecer montarascales, arbustos que han dejado profundas cicatrices en la vía, además de que las lluvias han ido socavando el terreno. Sí, de sopetón, es como si fuésemos nosotros los primeros en internarnos por allí en años. Avanzamos unos doscientos metros y nos topamos con unos obreros de la alcaldía de Santa Cruz, que están tronchando pinos que interrumpen el paso. Nos detenemos a esperar a que despejen un poco el camino.

Todo el ambiente está impregnado del olor a la resina de ese pino canadiense, tan dañino para estas tierras. No se puede ir a más de diez kilómetros por hora, por los obstáculos de enormes peñascos y lajas. A medida que avanzamos por culebréricas cuestas (es decir, con el carro emprimerado todo el tiempo), la vía se va semejando a una descomunal cárcava o torrentera, a un desaguadero por el que seguramente debido a las torrenciales lluvias, han estado discurriendo cataratas. Voy pensando que sólo tractores o enormes camiones pueden transitar por estos volcanes de lajas.

Así continuamos avanzando por media hora más, sin ver ni siquiera un camión, hasta llegar a unos trechos, que se encuentran tan destrozados, que forman elevados escalones rocosos, en los que hay que el carro tiene que ir a gatas, a pasitos, pulsando sin parar el freno, poniendo una rueda y luego otra de manera lentísima para evitar que se pueda partir la punta de eje o dañarse el tren delantero. Confieso, hubo un punto que temí por Jesús, quien sufre un viejo y muy delicado mal en una pierna (por el que va precisamente a Mérida a tratarse), y que en cualquier momento nos podíamos ver obligados a tener que bajarnos o quedar varados en aquel desolado paraje. Lo terrible era y en tal caso ¿a quién pedir auxilio?, sin un alma a varios kilómetros a la redonda. Pensé que nos veríamos obligados a devolvernos, pero, ¿cómo hacer girar ciento ochenta grados la camioneta en aquellas cárcavas con infernales desfiladeros de lado y lado? Además, volvernos implicaba el riego de quedarnos sin gasolina en cualquiera de los otros caminos que cogiésemos.

A veces el carro en medio de aquello rocosos escalones queda suspendido en el aire, y hay que ir avanzando más que a gatas, palmo a palmo, como quien va tanteando con las yantas el terreno, y con el crochet y los frenos a la vez llevándolos pisados a fondo. Porque las cuestas siendo tan empinadas, de llegar a fallar por milímetros los frenos o calcular mal los puntos elegidos en cada descenso, se puede desbocar la máquina produciéndose un fatal accidente.

A cada golpe, se bate el cargamento que llevamos, se sacuden las amarras, cruje la armazón de la cama, el colchón, las cajas con los alimentos.

María Eugenia tiene que bajarse e ir guiándome por dónde coger para evitar tantos peñascales como hondonadas.

Llevamos una hora por estas cárcavas, y seguimos sin ver un alma, un carro, una finca, sólo picachos desnudos, feroces vientos, atravesadas rocas que debieron haber sido arrastradas por docenas de vaguadas.

Así, bajando a cuatro manos, digo, nos vamos desplazando por media hora más, hasta llegar, cerca de la una de la tarde, a los bellos sembradíos de San Isidro. Dios mío, otro paisaje, el verdor de sembradíos de café. Suspiramos, al ver unas maquinarias acampando debajo de un árbol.

La primera vez que cogí por este camino fue con Horacio hace once años, recién comprada nuestra camioneta y entonces dije que nunca más volvería a pasar por allí, y hoy cuando hacemos este camino de regreso del sueño, pues, ¡lo volvemos a recorrer!

¡Misterios!

A las dos de la tarde llegamos a Mérida.

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