Desde el Conuco

El burro mocho

Jueves, 23/11/2023 04:42 AM

"A estas alturas de mi vida, son los recuerdos de mi infancia campesina, los que me llenan de un amor inmensurable. Este relato se los regalo en homenaje a un noble animal y a mis amigos de la infancia que conocieron a este asno ejemplar" (TAA)

Era un caserío alegre y placentero, aquél donde nací. Vega de San Isidro, un apartado rincón de Biscucuy, allí boté la concha del ombligo y crecí entre árboles de mijaos gigantes y samanes frondosos. Era una casa campesina de amplios corredores y patio que bordeaba la casa por los cuatro costados; el patio llegaba hasta donde la vista alcanzara. Los patios estaban adornado de coloridas matas de distintos tamaños que mi madre celosamente alimentaba a diario. Allí viví los años más hermosos que recuerdo.

Compartimos la infancia entre el bullicio de los pájaros, el cantar de las guacharacas y el frescor de los árboles que le daban, sin duda, un toque mágico a aquel lugar remoto; en la Vega de San Isidro, vivíamos distantes del bullicio citadino que en ese entonces yo ignoraba.

En casa éramos una familia numerosa, mamá llegó a parir mas de una docena de tripones, que año tras año incrementaba las cifras de natalidad en nuestra familia.

Aquella, era una casa grande, construida con paredes de bahareque y techo de zinc, antes era de palma. Un corredor que se extendía a lo largo de toda la vivienda, una amplia sala, una cocina con fogón de leña, un gran dormitorio y un "cuartico" en uno de los extremos del corredor que más tarde fue el espacio para una bodeguita de mi hermano Mario.

Compartíamos los patios de juegos con las gallinas, pavos, perros, cochinos, yeguas, y el preferido por todos en la casa, "el burro mocho".

El "burro mocho" no era un burro cualquiera, no señor, era un animal muy especial y su tarjeta de identidad era precisamente la ausencia de su oreja izquierda; Como los unicornios, pero en este caso este tenía una sola oreja, está característica lo hacía único, irrepetible y de fácil identificación. El, era un burro pequeño y muy dócil, era mansito el burro mocho -Dios lo tenga en la gloria- todos lo montábamos, desde los más grandes hasta los más chavalos, sin duda, era el preferido de la casa. No corcoveaba y no tenía malos resabios, esta característica lo convertía en la bestia preferida por todos los muchachos de la época; de modo que, toda la muchachada del caserío tenían un aprecio especial por él animal más conocido y apreciado en todo el vecindario. El burro mocho nos acompañó durante toda nuestra infancia.

Cuando yo lo conocí ya le faltaba la oreja izquierda, de allí su nombre, que con tanto orgullo "burruno" llevaba. En todo el caserío era muy apreciado el burro mocho, ayudando a las cargas de algunos vecinos, pues era muy solicitado en calidad de peón para ayudar a la labores diarias.

Nos cuentan los mayores que Papá se vio obligado a amputarle la oreja izquierda producto de una agresiva gusanera que le atacó y que no lograba eliminar, así que la única salida era amputarle la oreja, de este modo lo marcaron para siempre como "el burro mocho". Eso es lo que logré escuchar en muchas ocasiones de conversa cuando alguien de la casa relataba la desgracia del burro al perder su oreja izquierda.

El burro mocho más que una bestia de carga se convirtió en una leyenda, en la mascota del caserío, los muchachos lo montábamos con confianza, aunque muchas veces mordimos el polvo en zamarras caídas que nos disparaba fuera del lomo de nuestro amado asno.

Un día me encomendaron ir a la carretera, a vender unos kilos de caraotas y de regreso traer algún producto que no recuerdo qué. Había que cruzar el río para llegar donde Fidel Delfín, que también era mocho, pero no era para nada burro, le faltaban ambas manos y era un placer observarlo como atendía su pulpería, vendiendo diligentemente, cobrando y dando el vuelto, y sin sus manos, las monedas las extendía en el mostrador, las separaba con los "tucos" de brazos, contaba los billetes y luego los arrastraba hasta una de las gavetas que tenía el mostrador; era una delicia verlo, que habilidad la que tenía Don Fidel, se afeitaba -y en ese tiempo no existían prestobarbas- llenaba un litro de "sanjonero" sin usar el embudo y sin botar una sola gota de miche, comía, escribía en legible y clara ortografía y todo sin sus manos, con apenas unos "tucos" de antebrazos que terminaban en un hueso cubierto de su piel, y que se convertían en un arma espectacular a la hora de defenderse de cualquier agresor. Varias veces lo ví poniendo fuera de juego a algún sujeto, presionando fuertemente con su tuco en la garganta de su adversario, dejándolo sin respiración y ganando la pelea por nocaut. Era mortal un gancho al hígado con una de esas agujas de brazos que tenía.

Pues bien, ese día, le pegué la maleta de caraotas al burro mocho y me subí en su lomo dispuesto a cumplir con el mandado. De regreso, cabalgando en el "burro mocho" cuando cruzaba uno de los pasos que había que hacerle a la quebrada, me encontraba justo en medio del riachuelo, y repentinamente desde la otra orilla, un burro realengo comienza a rebuznar en son de alarma, desprevenido y por su obvia sordera, el "burro mocho" se asustó de tal modo, que girando sobre su mismo eje, pega una carrera de regreso -de aquellas de película-; yo, aferrado como podía al lomo del alocado burro, no logré mantener el equilibrio y me tiró de bruces en una de las curvas del camino.

Con la jeta sangrando, algunos dientes flojos, sin burro y sin maleta logré llegar a casa. Mi mamá se asustó y acudió a limpiar la sangre que salía a borbotones de mi boca. Al rato llega el burro, con maleta y todo, caminando cabizbajo, tímido y lentamente, como acusando la maldad que había hecho al tirarme de bruces de su lomo. Seguramente se reía en sus adentros por la travesura cometida y por mi desventura.

Por el lomo de este burro pasaron todas las cosechas de maíz, caraotas, yuca, leña, agua de la quebrada, taparas repletas de chimó y garrafas de miche "sanjonero" que clandestinamente mi hermano Mario destilaba, en un artesanal alambique sabiamente escondido en algún zanjón de la montaña.

Un día de esos, después de muchos años, Rafael Antonio, que así se llamaba mi papá, comenzó a notar al burro muy lento, pausado y triste. Mi viejo, sabio y protector del "burro mocho" como era, le noto en sus ojos que ya el noble animal cansado y viejo se estaba despidiendo. Así que aquel día lo bañó, lo acaricio, le dió a comer maíz, le susurró algo en la oreja buena y lo soltó. El burro lentamente se fue alejando de la casa entre los mijaguales y samanes gigantes y más nunca volvimos a ver al burro mocho.

Estos apenas son retazos de una larga historia y de las mil peripecias que compartimos con el "burro mocho", la mascota de todos los muchachos que vivimos hace algún tiempo en la Vega de San Isidro en Biscucuy, un pueblito del Estado Portuguesa.

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