En el mundo contemporáneo la guerra no solo se libra en las trincheras militares en tanto expediente para la aniquilación, sino que adquiere alcances inusitados en la metaconciencia y en el neocortex. La guerra, hoy en día, es ante todo una guerra cognitiva (https://bit.ly/3JripjT) que tiene a la palabra como principal arma en la construcción de significaciones, y principalmente a la deformación y tergiversación de esa palabra como instrumento de control sobre la mente, el cuerpo, la conciencia y la intimidad.
En ello radica el éxito de las redes sociodigitales como expresión de la configuración del poder. Hacen de la palabra un dispositivo de construcción de realidades y desde ellas el individuo puede sustraerse del mundo fenoménico e instalarse en un metaverso. En las redes sociodigitales se disputa el rumbo y el control de la praxis política; al tiempo que se construyen andamiajes de legitimación para el patrón de acumulación, y para el individualismo y el consumismo que le son consustanciales.
El carácter sofisticado de las redes sociodigitales crece conforme en ellas se entrecruzan la algoritmización, la inteligencia artificial, la realidad virtual, y la supeditación de la palabra a la imagen. De ahí el carácter potente de las noticias falsas (fake news) y la realidad que desde ellas se edifica. Se juegan en las redes sociodigitales emociones y sentimientos, preferencias y gustos, proyectos y formas de contactar con los problemas públicos. A partir de ello nos preguntamos quiénes confeccionan esas significaciones y proyectos; bajo qué principios éticos lo hacen; y qué pretenden con ello más allá de su afán de lucro y ganancia. A su vez, se erige con ellas un panóptico digital donde queda sin efecto la frontera entre lo público y lo privado y donde se ponen de manifiesto los dispositivos de psico-vigilancia. Entonces, las emociones se entrecruzan con lo efímero de ese mundo virtual y con la trivialización de la palabra. Del mismo modo, la autonomía del individuo es diezmada y llevada a extremos donde su conciencia ciudadana es presa del maniqueísmo y de la turbiedad de (pre)juicios sin fundamento. En ese maremágnum se condensan la afición por el odio, el sectarismo, las posturas neonazis, la misoginia, y la descalificación del diferente.
Tal vez Elon Musk –catalogado como el hombre más rico del mundo y propietario de la empresa Tesla– partiese de ese razonamiento al adquirir Twitter mediante una oferta de 44 mil millones de dólares. Esta red sociodigital es relevante no tanto por su cantidad de usuarios sino por las tendencias políticas y empresariales que desde allí se difunden para surcar el firmamento público.
Los líderes de opinión y los tomadores de decisiones, sea en la política, en la empresa privada, la educación, el espectáculo, el entrenamiento y el deporte, se posicionan desde Twitter para contribuir a la construcción de significaciones y marcar tendencias sobre ciertas temáticas. De ahí la influencia de la red en las idiosincrasias y culturas de amplios grupos sociales.
Como toda red sociodigital, Twitter escapa a la regulación de las instituciones públicas, e incluso sus decisiones corporativas pueden imponerse a dicha institucionalidad. Entonces surgen interrogantes: ¿Si el hombre más rico del mundo controla la mayoría de sus acciones, quién o cómo se regulará ese poder desbordado de un sólo individuo? ¿Quiénes controlarán las decisiones discrecionales sobre la empresa y sus posturas político/ideológicas? Cuando su propietario decida difundir o propiciar la difusión de información falsa, ¿Cuáles serían los límites ante esa proclividad? En el acuerdo de adquisición, se expresa que Twitter dejará de cotizar en el mercado de valores, por lo que Musk no se verá obligado a consultar sus decisiones respecto al rumbo de la corporación.
Musk se pronuncia por una red sociodigital con irrestricta libertad de expresión y que no se sujete a moderación alguna. Sin embargo, ello puede desbordar los límites y truncar derechos y posibilidades de construcción de la tolerancia y la ciudadanía. Además, Musk declara la importancia de "autenticar a los usuarios" con el fin de combatir al fenómeno de los bots, y con ello poseer potestades sobre la identidad de los individuos y de sus datos personales desde esa corporación. Cabe destacar que esa información personal y sensible es uno de los mecanismos de acumulación de capital con que cuentan las corporaciones tecnológicas más importantes.
Con 500 millones de usuarios –una quinta parte de los poseídos por Facebook–, Twitter incursiona como protagonista crucial de un entramado corporativo monopólico más de la industria tecnológica que es capaz de influir en el tiempo, las decisiones, opiniones políticas, preferencias y los gustos de los usuarios, sin descuidar las ganancias como corporación privada. De ahí las posibilidades de expansión de un régimen cibercrático global (https://bit.ly/3eeEe9B; https://bit.ly/31hmV3f). A su vez, ello se refuerza con la dependencia emocional de los usuarios respecto a estas plataformas, así como con la distorsión de las fronteras entre lo corporativo y lo público.
El poder económico/financiero o el valor de mercado de las empresas GAFAM –el acrónimo que designa a Google (Alphabet), Apple, Facebook (Meta), Amazon, and Microsoft– se impone a la economía de varias naciones como Alemania y el Reino Unido. Tan solo Apple alcanza 2,1 billones de dólares; lo cual sobrepasa con mucho el PIB de economías como la española o la mexicana, o el equivalente a 34 países africanos.
Es un poder supraestatal que escapa al control de las instituciones públicas, y que a su vez remite a las condiciones de desigualdad que imperan en el capitalismo contemporáneo al concentrarse poder económico, simbólico y político en muy pocas empresas tecnológicas. El gran poder de estas corporaciones se expresa en la capacidad de sus plataformas para analizar, modelar y rentabilizar la conducta de los usuarios que consumen Internet en promedio más de tres horas y 15 minutos al día. Son depredadoras de la huella digital de los miles de millones de usuarios que allí deambulan, pese a ostentar una supuesta gratuidad.
El estrafalario magnate que lo mismo invierte en autos eléctricos que promete salvar a la élite global colonizando Marte, con su apuesta por Twitter se suma al poder de desinformación y manipulación propios de la guerra cognitiva, y donde convergen las relaciones públicas o la mercadotecnia, las ciencias de la conducta, la ingeniería social, la biotecnología y lo más sofisticado de las tecnociencias.
Al igual que otras redes sociodigitales, Twitter está en deuda con la libertad de expresión debido a sus prácticas de censura unilateral respecto a opiniones y contenidos que no coinciden con la ideología que defiende la corporación. Sumado a ello, el mismo Musk –empresario que persistentemente pretende eludir el pago de impuestos– no es un seguidor de las mínimas normas que profesa la llamada democracia liberal. Respecto al golpe de Estado perpetrado en Bolivia en octubre de 2019, el propio Musk exclamó en Twitter que los Estados Unidos están en libertad de derrocar a cualquier gobierno que no se apegue a sus intereses, y si de litio –en tanto principal materia prima de los coches eléctricos de Tesla– se trata, entonces todo golpe de Estado es justificable. Estas declaraciones se tornan alarmantes por cuanto responden al mismo poder concentrador de riqueza del mismo Musk. Al tiempo que sugieren pensar que en el carácter de bienes públicos globales de las redes sociodigitales y en la necesidad de que sean reguladas desde las instituciones públicas por cuanto en dichas plataformas tecnológicas se debaten problemas que tienen que ver con el rumbo de la humanidad y con la misma salud de los usuarios puesta en predicamento por los trastornos neuropsicológicos desprendidos de esa dependencia.
¿Qué tipo de institucionalidad global regulará a las redes sociodigitales? Es un tema pendiente que requiere del concurso de múltiples grupos sociales en torno a su deliberación y las posibles estrategias de política pública que promuevan ese carácter público de esas plataformas. Es un asunto de libertad de expresión en parte, pero sobre todo de libertad de pensamiento.