A los viajeros antiimperialistas les pasean y sólo ven por donde pasará la novia. Les ponen anteojeras

Jueves, 18/03/2021 01:53 PM

Yo nada sé de caballos, nunca siquiera jugué al 5 y 6 y la única vez que fui a un hipódromo, fue aquel caraqueño que todavía estaba en El Paraíso, en lo que después ocuparon el Liceo de Aplicación y el Instituto Pedagógico, cuando este tuvo que expandirse por primera vez, espacio donde fui alumno de Federico Brito Figueroa, a quien antes había conocido en Cumaná, en una visita de vacaciones que él hizo a mi ciudad natal y, por una amiga, alumna suya, pude pasar varios días junto a él y conversar e iniciar una provechosa amistad; y pese haber estado allí, en un domingo de carreras, me distraje en otras cosas y ni siquiera me acerqué a las tribunas desde donde el público miraba a aquellos animales correr.

Es más, en el humilde y bello espacio donde nací, crecí y hasta cuando pude llegar a las aulas del Liceo Antonio José de Sucre, algo así como una hazaña, tomando en cuenta mi procedencia, un carajito del barrio Río Viejo, en el camino a Las Palomas, entrando en aquel como santuario, era ni más ni menos una hazaña, nunca vi un caballo; si bastantes burros que, sobre todo los fines de semana, llegaban al barrio, montados por hombres que iban allí a vender sus productos del campo, transportados en dos maras por cada burro, cada una de ellas adheridas a los lados del abdomen de la bestia.

Eso sí, bastante vi cerda de caballo. Era esta el pelo de las colas del animal que, algunos amigos, conseguían por distintas vías, las cuales usábamos para cazar pájaros, iguanas en la sabana, haciendo un lazo corredizo con ellas, adherido este a un palo enterrado y poniendo cerca un cebo, una carnada, para atraer a pequeñas aves y reptiles. Lo nuestro, o propio, eran los botes, olas, remos, tarrayas y trenes de pesca. Desde niño, hasta hoy, siempre he pensado, cómo hizo el Mariscal para aprender a montar caballos y bien sé que, como Bolívar, fue muy mal jinete y bastante sufrió "en sus partes" por eso.

Pero si vi bastantes caballos en revistas y en los diarios que publicitaban las carreras de caballos y, si de algo en estos siempre me llamaba la atención, eran las anteojeras que les ponían para que no mirasen hacia los lados y perdiesen el sentido y ritmo de la carrera. No sé, bien, pero les imaginaba como aquellos tripulantes de los zepelines y avionetas que circulaban por allá, en lo alto del cielo de mi barrio.

Lo de ponerle anteojeras a los caballos pareciera coherente con aquello de barrer solamente por donde habrá de pasar la novia o el presidente que nos visite, sin entender en este caso que, si el alto funcionario mira el desastre alrededor o en los espacios vecinos, puede nos forme una vaina y nos regañe, pero también opte por ayudarnos a resolver aquello, hasta con sus consejos, sino fuese que, lo que interesa a quienes aquello le ocultan, es venderse como buenos gerentes y competentes para todo y hasta adulantes.

En todo esto pienso, cuando me viene a la mente eso de los camaradas antiimperialistas que nos visitan, les pasean por donde todo está preparado como escenario de cine y opereta; donde no se tropezarán, ni de vaina, con un compañero suyo, en eso del internacionalismo y los sueños, que le venda una versión distinta y le diga "esto es una treta, un espacio para la propaganda, la realidad está más allá, detrás de aquella pared que les impide mirar".

Los antiimperialistas visitantes, de regreso a sus países, van o vienen de lo más felices y contentos de comprobar que lo que ellos perciben desde lejos, por lo que oyen y leen, escogidos por ellos mismos, lo que le cuentan los únicos camaradas de aquí, esos que les invitan, es una realidad. Y lo que más les agrada y hace felices es que todo lo que sueñan para sus países, para su gente, entre la nacieron y conviven, está en el país que han visitado. Y al llegar, con quienes hablen, se prodigarán en elogios en base a lo que les dejaron ver.

Ya antes, en otras oportunidades, he contado, como durante mi militancia en el MIR, sobre todo en la primera etapa, la dura, la de la clandestinidad, los carcelazos, seudónimos y meses sin ver a novia, la familia y amigos de toda la vida, por razones de seguridad, nunca estuve entre esos grupos que viajaban constantemente al exterior, a Cuba o los países socialistas de Europa y euro Asia, justa y fundamentalmente, pero afortunadamente, en ese rol de viajero "antiimperialista a ver por dónde pasaría la novia y con las anteojeras puestas". Y no lo hice, no porque no quise, sino por razones inherentes al trabajo que ejercía, de lo cual también he hablado antes.

Eso sí, a quienes sí lo hacían, al regreso, tenía la curiosidad de escuchar de ellos sus versiones. Nunca olvido una reunión festiva en un apartamento en la Avenida Victoria, organizada para recibir y escuchar a 3 compañeros recién llegados del festival de Praga. Y todo era bello, hablaban de aquellos festivales de cantos, bailes, donde compartieron con camaradas mexicanos, uruguayos, franceses y hasta alemanes y de las comilonas de todos los días y los bellos y atractivos espacios "donde les llevaron y las explicaciones que les dieron"; es decir, hablaron de donde estaría siempre y estuvo la novia.

¿Y qué hay de cierto de las dificultades que allá hay, cómo que el pueblo, los trabajadores tienen dificultades para comer y recibir atención médica?

Eso, solía uno preguntarlo en cada reunión como esa. Y no lo hacía porque dudase o, como ahora, tuviese imperiosa necesidad de acceder a la verdad, sino por la de que me contasen lo bello del mirar con tapaojos y como se mira el escenario que se muestra al presidente de visita en aquel pueblo mugroso.

¡No hermano! Olvídate. En ese país se come por demás. Es más, uno allí se pasa en una sola comidera y bebedera todo el día. Apenas se acaba de comer un dulce, tomar una cerveza, un refresco, cuando le ponen de lo mismo en las manos. ¡Mírame como estoy de gordo! En una semana aumenté cuatro kilos. Si algo mienten las informaciones que aquí llegan es en eso, que en ese país los trabajadores pasan hambre. Allá todo el mundo está contento. En todos los sitios que me llevaron solo vi sonrisas, festejos, bailes y vivas al gobierno; ni de lejos vi rostros o muestras de pobreza y menos de inconformidad.

¡Ah! Ya se me iba a olvidar. ¿Y, en materia de salud?

Eso allá es chévere, mejor no puede ser. Imagínate que estando en un festival, rodeado de tres camaradas de allá que me hacían compañía, me corte la mano derecha. Mira, aquí está la prueba.

Inmediatamente los camaradas me metieron en un carro, me llevaron a una clínica cercana y tres médicos y tres enfermeras me aplicaron la cura respectiva. Y para más, no me cobraron nada. Y todo aquello era limpio, olía sabroso y se veía bello, hasta por la solicitud de la gente que allí me atendió

No saben los antiimperialistas visitantes que al bajar del avión y, hasta desde que salieron de sus países, ya sin que ellos se percatasen, les habían colocados sus anteojeras, para que no se distrajesen viendo para los lados y hasta puesto un filtro en los oídos, un bloqueo, para que no viesen cosas feas, oyesen quejas y lamentos.

Los viajeros antiimperialistas no van en el autobús amarillo, ese que recorre el cuerpo y mira todo, lo bueno y lo malo, para aprender y aprehender del mundo real, sino en aquel que lleva a la isla de Jauja.

Pero a ellos, como decimos en Venezuela, les juegan "gallo guindao", les engañan, les enseñan un paisaje de utilería; son dignos de conmiseración y respeto, en cierto modo; pero debieron romper el cerco, uno podría no perdonarles, por no hacerlo. Pero, lo triste, son aquellos y más siendo intelectuales que, hablan de los males del imperialismo, de los que uno también habla y hablará hasta que muera, pero nada dicen de la viga en el ojo propio; de los males que, como uno, por lo menos, perciben y sufren en "vivo y en directo".

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