HOMEOPATÍAS
Camisa
Breve historia de una prenda que siempre ha sido la bandera de la lucha de clases
Santiago Alba Rico 15/06/2022
Protesta por la liberación de Perón en un día caluroso de 1945, posible origen del término descamisados para referirse a los peronistas.
En uno de sus libros, Walter Benjamin recoge un cuentecito judío que reconstruyo ahora de memoria. Una noche de invierno –nos cuenta– se habían reunido los hebreos más pobres de Praga bajo un techo inhóspito para calentarse el cuerpo con un sorbo de té y el alma con una cerilla de verbos, cuando a uno de ellos, en medio de la conversación, se le ocurrió plantear la siguiente pregunta: ¿cuál sería vuestro máximo deseo? Cada uno de los presentes fue exponiendo por turno sus sueños. A uno le habría gustado ser rico, a otro comprarse una vaca, a otro casar bien a su hija, a otro convertirse en un gran artista. Así fueron hablando todos hasta que, cuando el último guardó silencio, se dieron cuenta de la presencia de un judío en el que nadie había reparado hasta entonces. Sentado en un rincón, cubierto tan solo con una camisa, flaco y tembloroso, parecía sin duda el más miserable de todos ellos. Le preguntaron: ¿y a ti? ¿A ti qué te gustaría? El judío respondió con esta larga y extraña parrafada: "A mí me gustaría ser el rey poderosísimo de un reino vasto y opulento y vivir en un gran palacio servido por cien criados y estar una noche durmiendo bajo el dosel de mi lecho y ser despertado por el clarín de alarma y saltar desnudo de la cama y asomarme asustado a la azotea y adivinar a lo lejos la muchedumbre de un ejército enemigo y verlo acercarse irresistible doblegando toda resistencia y saberme entonces derrotado y perdido y escapar de palacio a toda prisa con tiempo solo para coger una camisa y vagar toda la noche sin descanso y, después de mil peripecias y mil trabajos, llegar hasta este rincón donde ahora me hallo para sentarme aliviado a lamentar mi suerte". Los otros judíos lo miraron perplejos. "¿Y qué habrías ganado con eso?", le preguntaron. El judío más pobre respondió: "Una camisa".
Poco se sabe de la palabra "camisa", que entra en el tardolatín bajo la forma camisia y cuyo origen, según Corominas, puede ser germánico o anglosajón: una palabra que nace no lejos del momento en el que el gran Isidoro de Sevilla escribe sus Etimologías. Allí, en el capítulo dedicado a "las naves, edificios y vestidos" (XIX, 22, 22) dice con toda naturalidad: "A las camisas (camisiae) suele aplicárseles este nombre porque con ellas dormimos en la cama". Aunque un poco antes, al hablar de las vestiduras talares de los sacerdotes, se ha referido a la podere, "vulgarmente llamada camisa", Isidoro identifica esta prenda con la que todavía hoy llamamos "camisón": un indumento nocturno pensado para dormir. Su etimología, como tantas otras suyas, es probablemente fantasiosa, pues el término "cama", del que derivaría, se registra precisamente por primera vez en el siglo VII, un vocablo hispanorromano, tal vez prelatino, que sólo se conserva en castellano y portugués. Que en esa época, al contrario que camisia, no debía ser de uso frecuente lo demuestra el hecho de que a Isidoro le parece necesario aclarar su significado: "Con ellas dormimos en nuestras camas, es decir en nuestros lechos". Isidoro dice "stratis", colcha o colchón, y no "lectis", porque, en efecto, tal y como explica en la entrada correspondiente (XX, 11-2), "la cama es un lecho pequeño y a ras de suelo", nada que ver con los pulvinar de la gente rica o con los lecticae provistos de respaldo de los hedonistas: la "cama" era una humilde yacija –digamos– para los que dormían sin camisón. Así que, sin forzar demasiado las cosas, podríamos decir que la "camisa" es originalmente la prenda propia de los sin-lecho o, como diríamos hoy, de los sin-techo: de los que se tumban a dormir en el suelo, como el pobre judío del cuentecito de Benjamin, sin desnudarse.
´´No sé en qué momento de la historia la camisa dejó de ser camisia, holgada y suelta, y se convirtió en pared burguesa planchada e introspectiva´´
Me pasé buena parte de mi infancia escuchando a mi padre o a mis profesores conminarme de mal humor: "Métete la camisa", porque se me salía sola, como buscando el viento. Yo me rebelaba poco, pero mi camisa se negaba a la sumisión. Recuerdo que en una ocasión don Jesús, el cura del colegio, tras regañarme tres veces, me amenazó con dejarme sin pantalones hasta el final de la clase: "No te sirven de nada", me dijo ante la hilaridad de mis compañeros. Creo que fue en ese momento cuando decidí que de mayor elegiría una profesión en la que estuviera permitido llevar la camisa por fuera y que evitaría todos los ambientes en que estuviera obligado a llevarla por dentro. No sé en qué momento de la historia la camisa dejó de ser camisia, holgada y suelta, y se convirtió en pared burguesa planchada e introspectiva, pero lo cierto es que en la España del siglo XX la camisa por fuera, censurada en la vida cotidiana, pasó a llamarse "blusa", esa palabra francesa que, a finales del XIX, se reservaba para dos tipos de camisa: la de las mujeres y la de los trabajadores, a los que se reconocía, en oficinas y talleres, por esta marca indumentaria. En Francia, lo sabemos, a los rebeldes plebeyos se los llamó "sans-culotte", porque no se podían permitir los culotes o calzones, propios de las clases altas. En castellano se los llama "descamisados"; es decir desharrapados; es decir, desarropados. El harapo es el desgarro (del verbo farpar) que se produce en la camisa libre cuando acaba en andrajos y flecos a fuerza de danzar, sin ataduras, entre el cuerpo y el aire. Es esta "camisa por fuera" la que, por razones silábicas, pero con rigor de sinonimia, llama precisamente "blusa" Miguel Hernández en El sudor, uno de sus maravillosos poemas de Viento del pueblo: "Cuando los campesinos van por la madrugada/ a favor de la esteva removiendo el reposo,/ se visten una blusa silenciosa y dorada/ de sudor silencioso".
El judío pobre de Benjamin lleva, obviamente, la camisa por fuera, porque, como yo en el colegio, se ha quedado o está a punto de quedarse sin pantalones. Las camisas, en todo caso, han marcado siempre las diferencias. En 1829, cuando Julien Sorel, el orgulloso personaje de Stendhal, deja la serrería de su padre y se presenta en casa de monsieur Renal, sólo tiene una camisa, la que lleva puesta; y no llega sobrado de ellas cuando, al salir del seminario, se convierte en secretario en París del marqués de La Mole. "¿Cuántas camisas ha pedido a la camisera?", le pregunta este en su primer encuentro. "Dos", responde avergonzado Sorel. "Encargue otras veintidós", le ordena el aristócrata. Los ricos tienen muchas camisas, pero, una vez puestas, no pueden enseñarlas; la distinción –la diferencia ostentosa de clase– les impidió siempre quitarse el jubón o la chaqueta y quedarse "en mangas de camisa"; y desde luego no pueden llevarlas por fuera. Es verdad que el capitalismo de consumo ha acabado por borrar las fronteras indumentarias y hoy podemos ver a Gates, a Zuckerberg, a Musk o a Bezos "en camisa" o incluso en camiseta, pero nuestro imaginario textil sigue siendo del siglo pasado. En tiempos de Luis XVI, el partido de los ricos se expresaba simbólicamente a través de los sombreros, las pelucas y las escarapelas y, frente a sus ridículos e incómodos culotes, la revolución francesa se hizo en los pantalones largos del Tercer Estado. A finales del siglo XIX y, definitivamente, en el XX, toman la escena, en cambio, las camisas, que se convierten –podría decirse– en las banderas de la lucha de clases: camisas rojas, camisas pardas, camisas azules, camisas negras. Pensemos en la "camisa nueva que tú bordaste en rojo ayer" del rimbombante himno de la Falange o en "la camisa roja de sangre de un compañero" del bellísimo himno de los mineros. Pensemos también en las luchas de las camiseras, esas mujeres que hacen camisas en mangas de camisa para todos nosotros: desde la famosa huelga de Nueva York en 1909 a las maquiladoras de hoy en la frontera mexicana. La lucha de clases, sí, es una lucha entre camisas por dentro y camisas por fuera. Esa ha sido también, por cierto, la historia de España, un país donde la Inquisición podía aún en el siglo XVII, tras la expulsión de los moriscos, condenar a un vecino de Cuenca o de Murcia por cambiarse los viernes de camisa.
El cuento del judío pobre de Benjamin es triste, pero aleccionador. ¿Para qué querría nadie inventarse una historia así? Se puede comprender que un hombre pobre quiera ser rey; se comprende con dificultad que un hombre pobre quiera ser rey solo porque quiere dejar de serlo. Pero es que en realidad no es eso lo que quiere. O sí. Lo que quiere es llegar a ser otra clase de pobre, volver a ser él mismo por otro camino. Lo que quiere es sentir el placer positivo de su única camisa, como salvada de una catástrofe a la que él mismo podría haber sucumbido; como si fuera una victoria y no un harapo; como si fuese un regalo de la fortuna y no el pecio de un naufragio. Hay gente tan modesta y realista que ni siquiera es capaz, cuando fantasea, de representarse un final feliz; se pone a imaginarse en vestes de general, de galán, de magnate, y se le mueren los soldados, la mujer deseada le dice "no" y suspende en la última prueba las oposiciones a notaría. Paradójicamente, la historia de nuestro judío acaba bien: ¡acaba con una camisa! No quiere huir de la realidad, como sus amigos fantasiosos; quiere volver a ella ligero de equipaje. Se va un instante para traerse, al contrario que los demás, algo de vuelta. Ellos se imaginan que son ricos y no son ricos, que tienen una vaca y no tienen una vaca, que son grandes artistas y no son grandes artistas. Nuestro hombre, en cambio, se imagina salvando –construyendo– lo que ya tenía, que de esta manera adquiere, por primera vez, un valor incalculable. Los otros vuelven a ser los mismos, pero más pobres, pues han perdido todo lo que habían fantaseado; él tiene por fin su propio harapo, y es así un hombre nuevo que ha conservado, tras estar a punto de morir, lo que más necesita. Antes de contar la historia no tenía nada, ahora tiene ¡una camisa! Esto marca, es verdad, su extrema pobreza, pero también su extrema riqueza. Los otros sueñan mucho y no ganan nada; él ha soñado el modo de ganarse la andrajosa blusa que lleva puesta tras haber salvado la vida de milagro.
"Verdades diré en camisa", escribió el simpar Quevedo. Quevedo piensa con amargura en la dificultad de desnudar la verdad en un mundo hipócrita que agradece los envoltorios (lo que los griegos llamaban "protocolos"). Yo pienso más bien en una verdad de andar por casa, con la camisa por fuera y un poco desgarrada o farpada: en esa necesidad de imaginar, como el pequeño judío de Benjamin, una gran pérdida ilusoria para obtener una pequeña y verdadera ganancia.
La civilización (es decir, el capitalismo) ha dado un largo y tortuoso rodeo jalonado de meandros intensos y oscuros en los que el placer, el poder y la destrucción se han confundido de tal modo que, como el ogro del cuentecito de Kierkegaard, hemos acabado por dejar atrás, de un solo salto y a velocidad sideral, el bien que queríamos alcanzar. "Que la historia se repita una y otra vez tiene un precio cada vez más alto", escribe Ronald Wright.
El capitalismo, sí, es un gran rodeo destructivo. Ojalá podamos escapar de él. Ojalá al escapar de él nos dé tiempo aún a coger una camisa.
Para luego, mi amor, poder quitárnosla sin miedo al acostarnos.
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AUTOR >
Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".