En estos tiempos que corren, de febrero del año 2021, cuando dos personas se encuentran en algún lugar de Venezuela, sea en una calle, en una avenida, o en una plaza, lo más probable es que, entre los temas de conversación esté el de los migrantes venezolanos. Una le preguntará a la otra por fulano y por sutano, y la segunda le dirá que están en Colombia, o en Perú, o en España. Es el tema de conversación diaria. Es por eso que se dice que entre 5 y 6 millones de venezolanos han emigrado durante los últimos años. No es un cuento. Es una realidad.
También es una realidad las enormes dificultades que muchos de los migrantes venezolanos están teniendo en los lugares donde de se encuentran, debido, entre otras causas, al deterioro de las condiciones socioeconómicas, agravadas por la pandemia del Covid-19, y al clima de hostilidad xenófobo que ha sido alentado por algunas autoridades ejecutivas y legislativas, o por aspirantes a serlo. Algunos seguramente estarán pensando en regresar a su terruño venezolano, pero la incertidumbre los asalta ante las pocas perspectivas que vislumbran de recuperar una mejor vida en Venezuela.
Lo irónico de todo esto es que, aquellos migrantes venezolanos que sí han podido insertarse en la economía productiva de los lugares de destino, al enviar las famosas remesas a sus familiares que aún permanecen en Venezuela, están contribuyendo al fomento de una economía dolarizada en un contexto de hiperinflación, que se traduce en unos precios exorbitantes de los productos de primera necesidad, inalcanzables para quienes no reciben remesas y dependen de los bajos salarios que aquí se pagan. Y como las condiciones generales en Venezuela pareciera que no van a cambiar en el corto y mediano plazo, es de suponer que este círculo perverso tenderá a reafirmarse aún más. Una luz al final del túnel, por lo pronto, no parece verse.