Chávez, lector de Gramsci
Tras comprender las limitaciones de la estrategia insurreccional, el «eurocomunismo» y la experiencia de Salvador Allende, Chávez adaptó los conceptos de Antonio Gramsci para afrontar la dura realidad latinoamericana, ganar elecciones y derrotar golpes de Estado auspiciados por el imperialismo.
El 5 de marzo de 2013, hace diez años, el presidente venezolano Hugo Rafael Chávez Frías, nacido el 28 de julio de 1954, llegó al final de su vida. Líder de una rebelión militar derrotada en 1992, soportó dos años de prisión. Dos años más tarde, amnistiado, encabezaría un movimiento que le llevaría, en 1998, a la Presidencia de la República por votación popular. Era la primera vez desde el sangriento derrocamiento del presidente chileno Salvador Allende, en 1973, que una coalición antimperialista y anticapitalista alcanzaba el gobierno de una nación sudamericana. Fue también, para la izquierda de toda América Latina, el primer triunfo después de que los sandinistas fueran derrotados en las urnas en 1990, poniendo fin a la revolución nicaragüense.
Tras la elección de Chávez, varios otros países de la región experimentarían también, en la primera década del siglo XXI, victorias de fuerzas progresistas en contiendas presidenciales. Entre ellos destacaron los casos de Brasil, Argentina, Uruguay, Bolivia y Ecuador, pero también estuvieron Paraguay, El Salvador y la propia Nicaragua. Aunque estos episodios podrían agruparse como una «marea», expresando un ciclo que perdería impulso a partir de 2009, presentaron claramente dinámicas particulares.
De todos estos casos, el más vinculado a una perspectiva revolucionaria fue la experiencia venezolana. Para Chávez y sus seguidores, llegar al gobierno era solo un paso, obviamente de carácter vital, dentro de una política que pretendía construir un nuevo Estado, diseñado para que las clases trabajadoras pudieran ejercer el mando en todas las esferas, desde el parlamento hasta las Fuerzas Armadas, controlando el poder político para distribuir la renta y la propiedad en la dirección de una economía poscapitalista.
De la insurrección armada a la batalla electoral
El jefe de la revolución bolivariana se había ilusionado antes con la vía insurreccional. Junto con otros oficiales de inspiración nacionalista, en 1983 fundó el grupo militar clandestino Movimiento Bolivariano Revolucionario, que llegaría a establecer estrechas relaciones con partidos de izquierda activos en la lucha guerrillera de los años sesenta y setenta. Cuando en 1989 se produjo el levantamiento popular conocido como el Caracazo, fuertemente reprimido por el Ejército, el núcleo chavista se radicalizó rápidamente y decidió preparar un levantamiento armado contra el gobierno. La idea era articular esta escisión militar con una insurgencia social que fue prometida a Chávez, entonces teniente coronel, por las organizaciones civiles aliadas. Como se sabe, la aventura tuvo lugar el 4 de febrero de 1992, se restringió a un puñado de cuarteles y terminó siendo aplastada por el gobierno de Carlos Andrés Pérez sin que el pueblo asistiera a la cita.
En la cárcel, entre 1992 y 1994, el futuro presidente se dedicó, entre otras cosas, a hacer balance de aquellos acontecimientos. Dedicó su tiempo al estudio y a largas conversaciones, como le contó al periodista y sociólogo español Ignacio Ramonet en el libro Hugo Chávez: mi primera vida. También se dio cuenta de que la rebelión, sofocada como operación insurreccional, había creado un gigantesco emblema contestatario sobre el que podría construirse la movilización ausente en 1992, siempre que se encontrara el cauce adecuado para su desarrollo. Poco a poco, Chávez fue avanzando hacia otra estrategia, consolidada recién en 1997, cuando su candidatura al Palacio de Miraflores era ya un hecho consumado.
La opción por la batalla electoral pasó a ser considerada decisiva para enterrar la Cuarta República, en crisis permanente desde finales de los años 80, cuando se sumó al modelo neoliberal impuesto por el capital financiero. Fundada en 1958, mediante el famoso Pacto de Punto Fijo, su columna vertebral era un sistema bipartidista diseñado para bloquear a la izquierda venezolana y salvaguardar los intereses de los grandes grupos petroleros. Los dos brazos de este artilugio fueron la Acción Socialdemócrata (AD) y el Comité de Organización Política Electoral Independiente Demócrata Cristiano (COPEI), que se turnaron en el gobierno durante cuarenta años, en una legendaria carnicería de riqueza y poder.
Los cálculos de Chávez y sus camaradas, sin embargo, no se limitaban a formar un gobierno que satisficiera las necesidades y demandas de la clase trabajadora. El abandono de la política insurreccional estaba lejos de significar una renuncia a la insurgencia contra el sistema político, la dependencia exterior y el «capitalismo salvaje», como era costumbre citar a principios de siglo. El cambio que se produjo entre 1992 y 1997 se refería esencialmente a la vía de acceso al poder. Ser gobierno era un paso imprescindible para mover toda la maquinaria necesaria para derrocar a la IV República, abriendo las puertas y ventanas del Estado para que la participación popular, alentada por el propio gobierno, pudiera derrocar la hegemonía de las clases propietarias e instaurar un nuevo régimen constitucional, dentro del cual pudiera tener lugar la transición hacia una sociedad sellada, más tarde, como «socialismo del siglo XXI».
Por ello, la disputa por el Parlamento y la Presidencia en 1998 tuvo como principal bandera la celebración de un referéndum a través del cual el pueblo decidiera sobre la convocatoria inmediata de una Asamblea Nacional Constituyente. Chávez no ocultó que pretendía utilizar su prestigio natural al inicio de su mandato presidencial para cambiar radicalmente las instituciones, favoreciendo al máximo la soberanía popular por medio de la adopción de referendos, plebiscitos y otras formas de democracia directa.
Superar la democracia liberal con intelectuales radicales
En aquella época recorrí el país con El poder constituyente: ensayo sobre alternativas de la modernidad, del italiano Toni Negri bajo el brazo. Junto a otros autores, como el filósofo argentino Ernesto Laclau y la politóloga belga Chantal Mouffe, este pensador proclamaba una avalancha de participación popular deliberativa dentro de la propia democracia liberal como estrategia para presionar y superar sus límites, manteniendo reglas y libertades —incluida la alternancia en el poder— pero forzando un cambio acelerado en el mando del Estado.
Esta tesis no es original. Incluso situándose, con mayor o menor claridad, en el campo del posmarxismo o del posestructuralismo, Negri se inspiró mucho en las ideas políticas de su compatriota Antonio Gramsci, del mismo modo que Laclau y Mouffe. El concepto de hegemonía, después de todo, se convirtió en un concepto brillante para desvelar procesos en los que la alternativa jacobina o bolchevique de un ataque frontal y exógeno al Estado parecía poco práctica. La acumulación de fuerzas, en tales situaciones, tendría que ser gradual y endógena, con rupturas revolucionarias incrustadas en respuestas defensivas, protegiendo la legalidad democrática cuando el bloque oligárquico-burgués intentara recuperar el poder.
En el caso latinoamericano, se trataría de una alternativa a la lógica disruptiva de la revolución cubana, marcada por la destrucción del viejo Estado desde el exterior gracias a la fusión entre guerrilla e insurrección popular. Este tipo de orientación, razonaban muchos, no sería viable en países donde la maduración de la democracia burguesa hubiera incorporado a las masas a su funcionamiento. El único camino posible, en tales condiciones, solo podía ser desde dentro del Estado, con las clases trabajadoras alcanzando la dirección de las principales instituciones de gobierno a través de sucesivos y victoriosos procesos electorales.
Chávez se interesó a menudo por el gran experimento de las ideas de Gramsci en la historia latinoamericana: el gobierno del presidente chileno Salvador Allende, entre 1970 y 1973, apoyado por una coalición como Unidad Popular, que tenía en el Partido Comunista y el Partido Socialista sus organizaciones dirigentes, dentro de un proyecto bautizado como «vía democrática al socialismo». La concepción dominante en la izquierda andina era que sería posible construir un bloque hegemónico capaz de introducir reformas graduales en el Estado que promovieran la transferencia del poder político a las clases trabajadoras y la superación del capitalismo.
Esta estrategia se basaba en una apuesta decisiva: preservando el respeto de los partidos revolucionarios a la institucionalidad liberal-democrática en la que se estaba forjando una mayoría favorable a los cambios estructurales, se podría impedir que las oligarquías locales y sus socios extranjeros recurrieran a la contrarrevolución, o neutralizarlos si lo intentaban. El golpe militar encabezado por el general Augusto Pinochet en septiembre de 1973, al imponer una sangrienta dictadura al servicio de la burguesía nacional y de los intereses geopolíticos de Estados Unidos, pondría fin a esta fantasiosa lectura de la reacción burguesa.
Actualización de Gramsci para América Latina
Una vez, en abril de 1999, preguntado por un enviado de la revista brasileña Reportagem sobre las diferencias entre las experiencias chilena y venezolana, Chávez dio una respuesta tan sintética como categórica. «Ambos procesos son democráticos, institucionales y pacíficos», declaró. «Pero la revolución venezolana es armada».
Para él, esta conclusión no se refería solo a la cuestión militar. Abarcaba todas las iniciativas necesarias para prepararse ante la irrupción de inevitables intentos contrarrevolucionarios: desde la educación, la organización y la movilización popular hasta la disputa en los cuarteles, desde la conquista del parlamento hasta la dirección del sistema de justicia, desde la democratización de los medios de comunicación hasta la reforma educativa, entre otras.
El Gramsci abrazado por el expresidente venezolano, aunque a través de otros enfoques teóricos y políticos, nada tenía que ver con la versión deshidratada que, esbozada desde la posguerra, desembocaría en los años 70 en el llamado «eurocomunismo»: una teoría de la hegemonía sin ruptura, sin revolución ni contrarrevolución, como si los procesos de transformación fueran gradualismos que apaciguaban la lucha de clases cuando la historia se cansó de demostrar lo contrario. La única posibilidad, de hecho, de evitar rupturas ha sido siempre renunciar a la hegemonía como concepto revolucionario, sustituyéndola por la aceptación explícita o camuflada de que las fronteras de la democracia liberal y la economía de mercado son irrevocables, quedando solo la batalla por las mejoras dentro del propio sistema. Aun así, como han demostrado escenarios recientes en América Latina (incluido el caso brasileño contemporáneo), incluso las reformas moderadas, lejos de sacudir el liderazgo burgués sobre el poder y la sociedad, son anestésicas para el desencadenamiento de contrarrevoluciones, ya sean reactivas o preventivas.
Chávez también comprendió pronto —y este es otro acercamiento con el pensador italiano— que la dinámica de la acumulación revolucionaria, en procesos no disruptivos, estaría dictada por la capacidad de responder, con absoluta rapidez y contundencia, a las iniciativas de la contrarrevolución. Es decir, se avanza a través de la defensa, con el máximo poder posible, pero siempre sosteniendo en las manos la bandera del orden constitucional y la legalidad. Las reformas tensarían la cuerda cada vez más hasta que la burguesía decidiera romperla o fuera provocada a hacerlo, abandonando las normas democráticas. En esos momentos, el bloque histórico de la revolución debería estar preparado para acorralar a las clases dominantes y cortar sus instrumentos de poder. Contrariamente a las ilusiones allendistas de que la reacción burguesa podía ser amortiguada, Chávez siempre preparó a su pueblo para una tendencia inexorable a la radicalización del capital cuanto más espacio de mando y reproducción perdiera.
Ejemplos notables de la estrategia seguida por el líder bolivariano se produjeron en el período 2001-2002. Chávez solo comenzó a intervenir estructuralmente en la economía tras la aprobación de la nueva Constitución. Además de crear mecanismos de democracia directa y participación popular, aprovechó para distribuir radios comunitarias entre su base social y dedicó mucha energía a la formación política y la movilización diaria, especialmente durante el proceso constituyente. Beneficiándose de la subida de los precios del petróleo en el mercado mundial, también se esforzó por introducir programas sociales de gran impacto, señalándolos siempre como logros del proceso revolucionario.
Movilización de masas y contragolpe
Afinales de 2001, el presidente propuso nuevas leyes para la fiscalidad y la gestión de los hidrocarburos, reduciendo drásticamente el margen de beneficios de las empresas privadas (incluidas las multinacionales petroleras) y transfiriendo parte de sus ingresos al Estado. Gigantescas movilizaciones de apoyo, casi diarias, fueron convocadas por el presidente. La reacción burguesa interna, la Casa Blanca y algunos centros imperialistas europeos no tardaron en ponerse en pie de guerra, adoptando rápidamente una vía golpista, prevista y denunciada desde el primer momento.
Los meses siguientes serían difíciles: el gobierno pierde la mayoría en el parlamento, la contrarrevolución organiza milicias armadas para provocar enfrentamientos callejeros, la conspiración se desata en los cuarteles, la prensa monopolista predica abiertamente el derrocamiento del Presidente, que se mantiene firme en sus posiciones, apelando cada vez más intensamente a las masas y a las tropas.
Las tensiones convergen, el 11 de abril de 2002 en un golpe empresarial-militar. Chávez es derrocado y encarcelado, pero no acepta dimitir. Toma posesión un gobierno provisional dirigido por el presidente de la principal federación patronal. La resistencia se cuenta por millones en las calles de todo el país y ante el Palacio de Miraflores, alentada por los «círculos bolivarianos» que se habían fundado en los meses anteriores. Las Fuerzas Armadas se dividen, con los mandos medios y bajos prácticamente sublevados contra los generales golpistas. Menos de 48 horas después, rescatado por la Guardia Presidencial, el presidente legítimo volvía a estar al frente de la nación.
Solo entonces, y no antes, Chávez tendría las condiciones políticas para controlar la industria petrolera, en una disputa que se extendería hasta 2003, y hacer una reforma militar que puso los cuarteles bajo su dirección. Optó por respuestas represivas de baja intensidad, en el marco de la Constitución. La derrota de la empresa contrarrevolucionaria, sin embargo, aun sin recurrir a medidas extralegales, representaría un formidable salto adelante en la consolidación de la hegemonía del bloque bolivariano.
Un legado para la izquierda del siglo XXI
Varios otros episodios similares ocurrirían durante los siguientes veinte años, en los que él y su sucesor, Nicolás Maduro, se mantuvieron dentro de la misma estrategia, incluso cuando enfrentaron amenazas golpistas, intentos de magnicidio presidencial, sabotajes y las sanciones más drásticas posibles.
Por supuesto, numerosos y graves problemas han marcado este período histórico, que deben ser debidamente evaluados por los dirigentes y el pueblo venezolano para rectificar errores y encontrar nuevos caminos. Pero es innegable que Hugo Chávez dejó una importante hoja de ruta para la revolución latinoamericana. A diferencia de la obra de otros revolucionarios, como Gramsci, este aporte no está en estudios escritos, sino en una estrategia que debe ser cuidadosa y permanentemente investigada por los hombres y mujeres de izquierda.
El líder bolivariano reposicionó y practicó, en el terreno específico de su país, lidiando con una realidad concreta y una historia particular, el concepto de hegemonía —y no el de guerra o insurrección— para operar como motor del proceso revolucionario. Aunque el expresidente tal vez nunca pensó en estos términos, la hipótesis gramsciana, tras desangrarse en el Chile de Allende, ha recobrado vigor en la Venezuela de Chávez, incluidos sus dilemas y contradicciones.
Muerto antes de cumplir 60 años, Chávez dejó un legado fundamental que va más allá de haber reabierto las vías para la emancipación de su pueblo de la dominación oligárquica e imperialista. Desde la argamasa del proceso venezolano, señaló caminos para el reencuentro de la izquierda latinoamericana con una identidad revolucionaria y viable, cuando el siglo XXI parecía inevitablemente destinado al ocaso del movimiento socialista.