Apascacio policía caraqueño, viéndole dirigir el tráfico, me hacía escuchar música clásica y gozar del “balé”

Como es común en los ancianos, más entre quienes disfrutan escribiendo, pese lo hagamos mal, yo también estoy escribiendo mis memorias. Empecé, como dije, unos pocos días atrás, recientemente; no obstante, ya llevo unas 150 páginas escritas y apenas es el arranque. De esa tarea ya cumplida en parte, extraje esta nota que ahora pongo; pues es uno de los bellos recuerdos, de una ciudad donde mi vida transcurrió en medio de grandes dificultades, como haber sentido los rigores del hambre y visto obligado a huir de las pensiones, tal como cualquier fugitivo, por no tener como pagar. Como tirar mi maleta, una caja con pocos libros por una ventana y desaparecer Y no hablo de los rigores de la lucha clandestina, pues eso lo experimenté a lo largo del país todo y hubo en ello, de por medio, una decisión, actitud deliberada de mi parte.

Pero de ese tiempo pasado en Caracas, no voy a hablar con detalles, tengo mis razones, por eso prefiero volver a Cumaná. A los pocos días de haber presentado el examen final del quinto año, que como ya dije y hablé en detalles, me rasparon en la tercera y última prueba de Ciencias biológicas, la práctica, por culpa del espectroscopio, como pensaba yo entonces, aunque en realidad fue por mi defecto visual para percibir con claridad ciertos colores, tomé las pocas cosas que poseía, las metí en mi rústica maleta, la misma que me sirvió para salir de mi pueblo buscando algo diferente y sólo hallé la soledad en medio de aquella ciudad inmensa y con tanta gente que uno se tropezaba a cada instante al caminar por las aceras del centro, por los lados del Centro Simón Bolívar o los espacios cercanos al congreso, sobre todo en aquella esquina donde Pancracio dirigía el tráfico.

Ver a Pancracio en aquella esquina donde no había semáforos, era todo un espectáculo. Montado en su tarima, a la que accedía por una pequeña escalera, de dos o tres tramos, adherida a la misma que, en la parte superior, tenía una sombrilla, para proteger a quien allí prestase el servicio de la lluvia y de los rayos solares, deslumbraba por su porte elegante, su accionar armónico como quien dirige una inmensa orquesta, cuando debía señalar a quienes transitaban de un lado detenerse o indicarles que iniciasen la marcha. Del mismo modo, con arte, elegancia, indicaba a los peatones parados en las esquinas, continuar la marcha o esperar cuando él lo indicase.

Pancracio en su accionar en aquella esquina, me hacía percibir como si estuviese en los teatros nacional o municipal, viendo a un notable director; tanto que yo, muchacho, me paraba en la esquina entusiasmado y atraído por aquella como magistral actuación, por la forma ágil, delicada, de mover brazos y el puntero que portaba en la mano derecha. Aquel fiscal o mejor policía, como lo era en realidad, parado sobre aquella tarima en el centro de calle, rodeado de automóviles y abundante gente parada en las esquinas, me extasiaba tanto que, en lugar de escuchar los ruidos de los moteres, de las cornetas, las voces estentóreas, en veces procaces de los apresurados y siempre inconformes, pero por simplezas, me sentía cómodamente como sentado, en cómodo mueble de aquellos espacios musicales, donde alguna que otra vez, si muy raramente entonces, por lo que ya dije, lo apartado que vivía del centro y mi poca osadía, acudía a escuchar los conciertos.

Llegado aquí, me llegan recuerdos, unos despiertan otros. La música clásica, los conciertos y la ópera, fueron de mi gusto, formaron parte de mi educación desde niño, lo que tendría, años más tarde, una enorme significación en mi vida, pues ese placer mío, en cierta medida, fue uno de los tantos motivos y atractivos que me acercó y unió a la bella y magnífica dama con quien me casé muy joven.

Y en Cumaná, no era sólo yo o uno más que otro, sino buena parte de la población, había sido ganada para aquella manifestación cultural. La ópera, escuchar a Caruso y los conciertos, eran tan del gusto nuestro, como la música cumanesa que corría a raudales hasta por las calles, con cualquier excusa, como lo hacía el Manzanares dentro de su cauce y aquellos comparseros, cantores populares, como Mariíta Rodríguez y Chiguáo. La retreta, de fin de semana y días de fiesta, espectáculo musical montado por la banda municipal de Cumana, los domingos, en las primeras horas de la noche y días de fiesta, nos brindaba música clásica en excelente interpretación de maestros excelentes.

Pero había más motivos, la Radio Sucre, los domingos, sólo ponía en su programación ese tipo de música. Y hasta el cine Pichincha, sabiendo del gusto de gran parte del público, con mucha frecuencia exhibía películas que eran conciertos, óperas o comedias referidas a notables músicos y cantantes clásicos.

Por todo esto, casi me embobaba, trasladaba a otros espacios, a Cumaná misma, al ver a Pancracio gestualizando y moviéndose en aquella tarima y hasta cuando bajaba de ella. Tanto me atraía el accionar de Pancracio, que, en lugar de tomar el autobús en el centro Simón Bolívar que llevaría San Bernardino, muchas veces, cuando disponía de tiempo para ello, lo que yo procuraba reservar, al bajarme del que me había traído de Coche, seguía rumbo al norte, hasta la esquina de la vieja universidad caraqueña, donde entonces estaba la biblioteca nacional y la entrada a la cámara de diputados, justo en la esquina de San Francisco, donde se halla la ceiba del mismo nombre, con el plan de tomar el que pasaba, viniendo desde Catia, en la Avenida Urdaneta, para extasiarme con el bello espectáculo que brindaba Pancracio, que siendo al parecer mudo, a mí me hacía escuchar grandes orquestas y admirar a un muy distinguido director y hasta imaginar danzarines alrededor de la tarima donde él estaba colocado y en las esquinas.

Porque en verdad era por demás bello y exquisito aquello. Pancracio ponía, pese su exigente trabajo, dado lo tupido del tráfico, de vehículos y personas, mucho interés y cuidado en los niños y ancianos que se llegaban a las esquinas y debían cruzar. El desde arriba de la tarima, controlando el tránsito vehicular, también lo hacía de las personas paradas en cada esquina, esperando cruzar la calle, particularmente niños ancianos. Cuando en las esquinas, llegaban de estos, uno o varios, en breve tiempo, con elegancia, sin muestra de autoritarismo ni gesto brusco u ordinario, ordenaba la detención del movimiento vehicular, con elegancia se bajaba de la tarima y se dirigía a la esquina o esquinas donde estaban aquellos bajo su cuidado, hasta tomándole de la mano a alguno, incitaba a los demás hacer lo mismo, tomarse de las manos y a esa larga fila enlazada la llevaba a la esquina respectiva. Luego de cumplida esa tarea, volvía ascender a su tarima, con gesto de, caballero. Y yo le miraba como si fuese un director de orquesta y escuchaba la música y también un excelente bailarín de ballet. Y hasta escuchaba a la gente de los alrededores, dentro o fuera de los vehículos, los transeúntes de a pie, aplaudir estruendosamente a Pancracio.

Volví entonces a Cumaná a finales de agosto; aquella decisión, que pudo ser, no recuerdo bien, pudo haber sido con el fin de pasar las vacaciones para volver en septiembre a reparar la asignatura que no pude aprobar, obtener mi título de bachiller e ingresar a la UCV a estudiar medicina, como soñaba entonces, más tarde y ahora mismo, sé bien que no fue por eso. Me fui de Caracas huyendo a fantasmas que entonces me atormentaron. Quizás, algo como un trauma, se sembró en mí, hizo que, en esa ciudad, siempre me sintiese extraño, como desdeñado. El tiempo que viví en ella, con posterioridad, lo hice de manera forzada, no tenía opciones diferentes o porque las que me ofrecieron, como contaré más adelante, contradecían mis concepciones morales.



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Eligio Damas

Militante de la izquierda de toda la vida. Nunca ha sido candidato a nada y menos ser llevado a tribunal alguno. Libre para opinar, sin tapaojos ni ataduras. Maestro de escuela de los de abajo.

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