De cuando en cuando voy a comprar a una panadería de dueños árabes que venden pan mexicano y tienen empleados mexicanos. Nadie se imaginaría que esos árabes comen gracias a los latinos indocumentados que viven en los edificios del poblado. Llegan en sus Mercedes Benz de lujo y se estacionan atrás para que los clientes no los vean entrar. Ninguno de ellos se acerca al mostrador, la cara la dan los empleados mexicanos.
La mayoría de los millonarios que viven en los suburbios del norte de la ciudad tienen sus negocios en los barrios populares donde viven los indocumentados latinoamericanos: bufetes de abogados, clínicas médicas, tiendas. Y estos millonarios no son precisamente anglosajones.
Entre ellos hay afro descendientes, arrogantes y explotadores que estoy segura que de tener oportunidad estos mismos afro descendientes actuarían de igual o peor manera contra los latinos indocumentados como lo hicieron contra sus antepasados esclavizados los caucásicos: les reventarían la espalda a latigazos y los esclavizarían. Asiáticos que tienen restaurantes en la ciudad, donde tienen empleados latinos en la cocina y en el mantenimiento; latinos indocumentados porque a ellos se les paga menos, casi una nada y hacen el triple de trabajo.
Hindúes que saben muy bien cómo tratar con la punta del zapato al indocumentado latinoamericano, porque saben que es el mejor lomo de carga y lo buscan porque es el que más resiste el trabajo y el que recibe lo que le den de pago sin mencionar palabra. Hindúes que en India y su sistema de castas eran parias o dalits, aquí se convierten en los peores explotadores de quienes por no tener documentos y no hablar inglés tienen que decir sí agachando la cabeza.
Europeos no precisamente alemanes, franceses o ingleses, pero de países pequeños que pocos saben que existen en la faz de la tierra, que han llegado a Estados Unidos pidiendo asilo político, que en sus países nunca tuvieron más de un par de zapatos, que llegaron con una mano adelante y otra atrás; dieran cualquier cosa por partir las espaldas de los latinos indocumentados que tienen como trabajadores.
Y lo que duele tanto, al latinoamericano indocumentado lo explota hasta reventarlo el latinoamericano con documentos. Ahí están por supuesto los burgueses, los clase media que emigraron de Latinoamérica prácticamente con sus residencias en mano y que han vivido holgadamente con los dólares acaudalados por una u otra razón.
Pero también están ahí los que fueron indocumentados y llegaron a tener papeles; estos son lo más malditos, los más explotadores, los que saben dónde pegar para que no se note el golpe (los golpes bajos que dan al corazón y en el alma), los que saben que pueden trabajar a pan y agua. Los que saben de qué parte estira más el pellejo. El más abusivo, el más patán, el más presumido, el más estafador es el patrón que fue indocumentado.
Son cosas que como indocumentado no se puede ver de recién llegado al país, son cosas que se aprenden a conocer con los años: abriendo los ojos, observando, analizando, preguntándose. Sacando la cabeza de esa invisibilidad y estigma donde habitan los indocumentados y atreviéndose a respirar fuera de ahí, momentáneamente. La realidad del sistema de explotación tiene muchas vertientes, infinidad de rostros.
No es precisamente el anglosajón, el gringo, el caucásico el que trata mal a los indocumentados en este país. Se trata al final del día, de quién es inhumano sin importar de dónde haya venido, cuál sea su profesión u oficio, cuál sea su credo, su género. Hay personas buenas en todos lados y hay también en todos lados malditos. No se trata del país, no se trata de las fronteras se trata de la condición humana. De quien sin escrúpulo abusa a quien está abajo. A quien no puede defenderse por sí mismo. A quien el sistema ha invisibilizado para que se pudra sosteniendo en sus hombros la maldad de una humanidad que cada día se empeña más en autodestruirse.
Y usted lector, cuénteme cómo es la vida de los indocumentados en su país de origen. ¿Qué está haciendo usted para que cambie?