Nuestros muertos

Tal vez nuestros primeros desaparecidos -en el sentido que hoy los argentinos damos a esa palabra- hayan sido mapuches neuquinos, integrantes de la gran familia del lonco Sayhueque.

Las crónicas cuentan que cada contingente de prisioneros indios era traído en barco a Buenos Aires; que los niños y mujeres iban a servir a casas de familia de la ciudad y que los varones adultos marchaban a las canteras -la más importante estaba en la isla Martín García- a esculpir los adoquines con que la Capital de la república se preparaba para el Centenario.

Puesto que no había vacunas y que los mapuches, cambiados de ambiente, morían rápidamente a causa del cólera y la gripe, la sífilis y la tuberculosis, en la isla Martín García, como práctica, se arrojaban los cadáveres al río.

Por eso en el cementerio de Martín García no hay tumbas ni lápidas que recuerden a esas personas muertas; son menos que "NN"; son desaparecidos.

El País de las Manzanas que fuera orgullo de Sayhueque tiene el dudoso privilegio de haber sido el primero en sufrir la invasión, el despoblamiento sistemático y la apropiación de la tierra por parte del poder mercantil con sede en Buenos Aires.

No es una fantasía desmedida pensar que durante la Semana Trágica de 1919, por los adoquines de la avenida Sáenz, en Pompeya -que habían sido esculpidos con sangre por los confinados mapuches de Sayhueque- llegó a escurrirse otra sangre: la de los obreros inmigrantes. 

“Toda la sangre es roja”, escribió un poeta obrero de Chicago. Y la tierra, eterna y desmemoriada, no sabe distinguirla.

Fuentealba: el último

Carlos Fuentealba, docente neuquino, es la última de las víctimas populares de ese insaciable poder, sordo al reclamo de justicia, instalado en las tierras alguna vez expropiadas a Sayhueque y más tarde expropiadas al Estado Argentino.

Las nuevas elites gobernantes -integradas por hijos desclasados y nuevos ricos descendientes de los pobres inmigrantes del '80- hoy son responsables de las nuevas expropiaciones y de los nuevos crímenes.

En la tierra y el agua de un país desmemoriado, se vuelven a fundir y a fusionar las sangres de los luchadores populares caídos.

Poco antes que Carlos Fuentealba, la historia registra nombres como el del periodista Mario Bonino o los piqueteros Maxi Kosteki y Darío Santillán; y también humildes trabajadores como Víctor Choque o Teresa Rodríguez, todos han sido víctimas de los "escarmientos" que periódicamente asestan sobre el pueblo los gendarmes al servicio del Capital.

"No se le pega a un maestro" tituló su viñeta, inspirada en el caso Fuentealba, un columnista de La Nación.

No se le pega ni se mata a nadie, querríamos contestarle. Y además, no hay "muertos de primera y muertos de segunda", como afirmaba en los '70 otro periodista del régimen.

No, estimados colegas. Lo que hay son muertos del pueblo, exactamente iguales. Malditamente iguales. Muertos por reclamar justicia. Muertos por levantarse contra un poder despótico e inhumano.

La tierra no los distingue. Y el pueblo -sabio- tampoco los distingue.

ero no olvida a ninguno. Todos tienen un lugar junto a su pecho. Están en sus más queridos sueños. Están en la sangre palpitante de sus puños cerrados.


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Oscar Taffetani

Dirigente de los Círculos Bolivarianos, comunicador alternativo, Director del periódico La Voz del Valle

 lavozdelvalle2@yahoo.es

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