Nunca
pensé que el fin de Malena Sosias fuera un tanto más triste que el de
cualquiera otra. Yo la veía pasar por los pasillos de la Universidad,
seriecita pero pícara, pícara pero tímida. Vestía siempre la misma
faldita y hacía la interminable cola del comedor gratuito.
Cuando en los pasillos los pájaros negros arrancaban cabellos a las
muchachas para hacer nidos, Malena era la única que no se defendía. Un
día le rechazaron un trabajo en una materia porque lo entregó un día
después. Alguna vez la acompañé conversando hasta uno de esos edificios
que alquilan cuartos con camas literas para alumnas al borde de la
indigencia. Cuando le pregunté qué había hecho con el trabajo rechazado,
se encogió de hombros y dijo que se lo regaló a un
profesor para que ascendiera. Malena era esa muchacha que cuando se
trabaja en equipo siempre termina redactando íntegro el ensayo que le
regalará la calificación a los demás. Antes de dejarla, su único
cortejante resultó promovido con notables textos de investigación que
parecían exceder de sus facultades. Deberías cobrar, le
dije bromeando. Me contestó con una media sonrisa. Ese semestre se
graduaba y no tenía para pagarse el postgrado. Supe que había hecho
inútiles intentos para infiltrarse en la docencia como preparadora o
como transcriptora ad honorem de conferencias aburridas, pero nada
prosperó. Pensé que no la vería más, pero cada vez que yo iba a la
biblioteca la atisbaba tomando notas hundida en montañas de volúmenes.
Quizá sólo mataba el tiempo antes de la cada vez más interminable cola
del comedor gratuito. Intercedí para que le renovaran el carnet de
lectora a pesar de que oficialmente ya no era alumna. Me acostumbré
tanto a verla en la biblioteca que sospeché que
disimuladamente dormía en ella para ahorrar alquiler. Me acostumbré
tanto a verla que dejó de llamarme la atención que los libros siempre
trataran sobre temas disímiles. Me acostumbré tanto a verla que dejé de
notarla y sólo me llamó la atención el día en que décadas después no la
vi. Cuando advirtió que yo miraba el sitio vacío de
Malena, una secretaria a punto de jubilarse me dijo que le hacían un
velorio de caridad en la capilla del Hospital Universitario. No quise
verle el rostro a la difunta pues prefiero evocar a quienes se van como
eran cuando vivían, pero tampoco podía recordar su cara. En la capillita
había una solitaria doliente con aspecto de conserje.
Cuando me le presenté, dijo: “El único que viene a despedirla es el
único que no le debe nada”. Hablaba para picarme la curiosidad; no
necesité tentarla para que me contara el resto. Malena, que nunca pudo
seguir el postgrado porque no tenía dinero para la matrícula, sobrevivió
escribiéndole trabajos de ascenso y tesis
de grado a las eminencias que no tenían tiempo para pensar. Más de un
pomposo decano o de un candidato a rector sin doctorado salieron de
apuros gracias a su discreta intervención. Cuando las Ediciones de la
Universidad funcionaban, Malena las alimentó con un sin
fin de títulos firmados por otros que abordaban desde el análisis del
discurso hasta la estadística agrícola. Con vehemencia no exenta de
rencor la conserje detalló la lista de quienes visitaban a Malena con la
cabeza vacía y salían pletóricos de becas, sabáticos y
academias bajo el brazo. Con rencor no exento de rabia acusó a quienes
además le quedaron debiendo honorarios. La conserje me exigió que le
consiguiera entrevista en Rectorado (sí, el rector
reconocería el nombre de Malena) para tramitar el doctorado póstumo que
Malena nunca consiguió por no tener dinero para la matrícula del
postgrado, y el entierro que salvara su cuerpecito de las mesas de
disección. O eso, añadió rechinando los dientes, o anular la mitad de
los trabajos de ascenso y tesis de grado aprobadas con mención
honorífica, cuyos borradores originales con la letra de Malena
conservaba, ella sabía dónde. En ese momento rompió en llanto. El dolor
nubla el raciocinio y confunde recuerdos. No comprendo
cómo aquella madura señora evidentemente perturbada pudo mencionarme una
tan precisa e interminable lista de nombres y de títulos. Busqué
el rostro que yo no había querido ver de Malena. Desde la indiferencia
de la eternidad, me contestó con una media sonrisa.
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