A Saramago algunos le llegamos tarde, pero cuando dimos con él fue para no separarnos más de su prosa cargada de memoria y de ritmo, de música del alma hecha vivencia en cada palabra, en cada párrafo escrito sin acomodo, como con urgencia de expresión notada en el agolpe de las sílabas.Fue un golpe duro saber de su muerte. Más duro fue mirar a posteriori las imágenes de sus restos rodeados de libros, como sustituyendo ellos a quienes en todo el mundo no podremos llegar a Lanzarote, y tampoco a Portugal. Llanto de letras en la biblioteca del pueblo, flores asombradas ante el honor no esperado y un pueblo pequeño que no sabe como manejar el hecho de estar dando la vuelta al mundo sin sobrecogerse ante el protagonismo.
Poco le queda ahí, en la biblioteca. Pero es ese el verdadero momento de homenaje. Libros, recogimiento, cero televisoras y llanto silencioso de pobladores que compartieron su cotidianidad.
Tal vez así fue mejor. Cuando llegue a Portugal el flash de las cámaras le hará sentir incómodo, tan incómodo como ya se siente al saber que quienes no fueron capaces de defender la postura de su obra, y respetar sus principios serán los primeros en lanzar un “ay” frente a las cámaras.
Pensándolo bien, se queda Saramago. Solo sus huesos se prestarán un rato al protocolo. Luego todo será cenizas que volverán a la patria chica y al Olivo de Lanzarote, para descansar, esta vez sí, en Paz.
No creyó en Dios, pero no importa. Nosotros creemos a la vez en el Supremo y en su perfección expresada en ese hijo Saramago que seguramente polemizará con él, donde se encuentren.