Si interpretamos la deuda no como el gesto decisivo -el de la moral en una encrucijada angustiosa- sino como la búsqueda de una reciprocidad inalcanzable, podemos afirmar que la deuda es el eje mismo de la regulación social. Cada ceremonia, cada intercambio, cada reconocimiento del otro, dentro o fuera del mercado, se basan en esta tentativa de establecer una equivalencia siempre inestable y siempre aplazada en el tiempo. En todo momento, en el amor y en los negocios, estamos en deuda con alguien, y todos nuestros gestos están encaminados a restaurar un orden ideal de equilibrio cuya consumación, paradójicamente, entrañaría la disolución de todos los vínculos. Los enamorados permanecen en deuda el uno con el otro mientras se aman; y el fin de todas las obligaciones es el fin mismo de la relación. Incluso el “regalo”, como demostró Mauss en su famoso ensayo de 1925, desencadena un mecanismo infinito de devoluciones a gran escala que, en algunas sociedades del Pacífico, era inseparable del funcionamiento de las instituciones culturales: el matrimonio, las alianzas políticas, las solidaridades de grupo. Una sociedad no es más que el conjunto integrado y completo -en un momento determinado- de las relaciones cruzadas entre acreedores y deudores; por eso, como revelan las utopías religiosas, la condonación de todas las deudas (“perdónanos, señor, nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores”) sólo puede situarse fuera del tiempo, en un universo post-social sin desigualdades y sin emociones.
El modelo histórico que ha identificado don, deuda y culpa es el de las religiones monoteístas y particularmente el del cristianismo. Al pecado original que nos expulsó del paraíso se añade luego la deuda eterna frente al regalo de Cristo, que dio su vida -sin equivalente posible- por unas criaturas que además no lo merecían. Ni nuestra existencia biológica ni la salvación de nuestra alma nos pertenecen y, si Dios puede reclamarnos ambas en cualquier momento, su sacrificio nunca será suficiente para saldar la deuda contraída. En este sentido, el cristianismo no hace sino llevar al extremo, desplazándola fuera del mundo, la lógica del contrato social, que es en sí misma “religiosa” (religio: “vínculo” y también “escrúpulo” y “delicadeza”).
La crítica de Marx a la sociedad capitalista sigue moviéndose en el ámbito de la “deuda” y su denuncia de la religión sigue teniendo un fondo felizmente religioso. Toda la actividad teórica de la Ilustración consistió, no en negar el vínculo crediticio, sino en presentarlo en el orden correcto: son los amos, los patrones y los reyes los que están en deuda con los esclavos, los asalariados y los ciudadanos, de los que proceden, mediante el trabajo, los bienes que convierten en digna la vida de un ser humano. Pero todos, al mismo tiempo, estamos en deuda -no con Dios- con la Naturaleza, “verdadera fuente de toda riqueza” (como escribía Marx), la cual además no es Padre sino Madre, desplazamiento de género que invierte también la lógica del deudo: los niños no adeudan nada a sus parientes sino que los niños mismos se convierten en objeto de una religión; es decir, de un vínculo y una delicadeza. La sociedad socialista, porque es sociedad y no utopía mística, es también un conjunto de relaciones entre acreedores y deudores, con un equilibrio imposible siempre aplazado en el tiempo, pero definido institucionalmente a partir del regalo y del amor -aunque se viva día a día, a nivel individual, en el egoísmo y la indiferencia.
Un autor italiano, Maurizio Lazzarato, ha escrito recientemente un libro de mucho éxito, La fábrica del hombre endeudado. Ensayo sobre la condición neoliberal, en el que trata de demostrar que el sujeto de las sociedades capitalistas avanzadas está configurado en su conciencia misma por la maquinaria infinita de la deuda económica, causa y consecuencia de la crisis financiera. Creo que se equivoca completamente. En las sociedades clásicas la deuda económica formaba parte de un bastidor de fibras y cadenas, algunas muy crueles y casi todas engañosas, en el que, en todo caso, los seres humanos se sentían obligados en el tiempo; en las economías capitalistas, la deuda financiera, que deja a los ciudadanos en paro, sin cuidados sanitarios o al borde de la muerte, discurre en paralelo a los moldes de construcción del deseo y la imaginación. La “deuda” pertenece al mundo antiguo; y pertenece también al de la modernidad que lo criticaba y trataba de transformarlo. Pertenece, en todo caso, a un universo antropológico que, al menos en los grandes centros urbanos capitalistas, ya no existe. El empleado de Madrid que pidió un crédito hace 15 años para comprar una casa y que hoy se ha quedado sin empleo y está amenazado de desahucio no mantiene con el banco la relación que mantenía un prisionero por deudas del Londres de 1835 con su acreedor; tampoco la que mantenía un súbdito encerrado en la Bastilla con su monarca o la que mantenía un monje carmelita en 1570 con su Dios. No hay “hombres endeudados” en occidente sino -como diría Zygmunt Bauman- “consumidores fallidos”. Durante los últimos cincuenta años los europeos no han formado su conciencia ni en la iglesia ni en la fábrica ni en el parlamento, pero tampoco en el banco; la han formado en el mercado, donde no hay deudas sino mercancías y donde -para la minoría que puede especular con títulos y obligaciones- la deuda misma es una mercancía; es decir, una fuente inmediata de ganancias o de pérdidas. Los sujetos, en definitiva, no se miden a sí mismos por lo que deben sino por lo que todavía pueden obtener con un billete o una tarjeta de crédito o por lo que podrían obtener de poseer una.
El concepto de deuda implica, como hemos dicho, la idea de obligación en el tiempo, de compromiso temporal con el otro, de búsqueda imposible de un equilibrio. Ninguna de estas cosas está presente en el mercado -ni en el de electrodomésticos ni en el de bonos basura. El dominio real o virtual del consumo sitúa al individuo fuera del tiempo, en un mundo místico sin deudas ni vínculos ni culpas. Como la deuda, en cualquier caso, existe y la estamos pagando nosotros (y no los verdaderos deudores, que son nuestros acreedores) es probable que, a medida que se profundice la crisis, acabemos reparando en todo lo que nos han quitado y en todo lo que se nos debe. Y luchemos entonces para restablecer un mundo de deudores y acreedores, verdaderamente digno, en el que siempre adeudemos aún, y nos adeuden, una caricia, un insomnio, una manzana, un libro.