En el año 213 el emperador de la China emitió un edicto condenando a la hoguera el Libro de la Poesía, el Libro de la Historia y los discursos de las Cien Escuelas; es decir, todo el saber de la tradición china. Al mismo tiempo, sentenció a muerte a todos aquellos que se atrevieran a dialogar en público en torno a los libros prohibidos, una vez entregados a las autoridades y destruidos: “los que se sirvan de la antigüedad para denigrar los tiempos presentes”, dice el decreto, “serán ejecutados junto con sus parientes”. Como sabemos, las sociedades antiguas se vivían a sí mismas como alejándose a la deriva, a favor de la corriente, de un pasado glorioso respecto del cual todo presente -todo gobierno presente- no era más que una degeneración o una degradación; el gesto del emperador trataba así de legitimar su poder impidiendo que sus súbditos recordaran tiempos mejores y dinastías más humanas o se dejaran engañar, como tantas veces ocurre, por los espejismos de la memoria.
Podríamos decir que, bajo el capitalismo, no hace falta ningún decreto contra la memoria porque la propia consistencia del mercado borra permanentemente el pasado, como antigualla o escoria, en favor de un presente superior. Vivimos, se dice, en el presente, en la intensidad de las emociones inmediatas, de los sobresaltos sincrónicos. Pero no es verdad. La inversión capitalista del modelo antiguo respeta en realidad la misma lógica, en virtud de la cual o todo ha pasado ya o nada ha pasado todavía: si los chinos creían que lo mejor había quedado atrás, los consumidores -también los consumidores fallidos- creemos que lo mejor está por llegar. La idea de progreso, estrechamente vinculada a la novedad mercantil y tecnológica, implica la ilusión, incluso en tiempos de crisis, de que puede haber remansos en la corriente, breves estancamientos o remolinos, pero jamás reflujos y mucho menos retrocesos definitivos. En China el pasado impedía percibir los logros de la nueva dinastía; bajo el capitalismo es el futuro el que impide reconocer como propios, como reales, los abismos del presente.
El presente es una cosa muy difícil. Hablar de “tiempos presentes” requiere el cumplimiento de dos condiciones que raramente se dan. La primera es que esté presente el sujeto, como cuando se pasa lista en los cuarteles y las escuelas (Santiago Alba Rico: ¡presente!) o se moviliza a un muerto para que nos consuele o nos ayude (Ché Guevara: ¡presente!). En general ocurre -digamos- que están ahí presentes las montañas, los árboles, los niños, los libros, y también las guerras y las ruinas y las llagas, pero nosotros no hemos llegado aún, nos hemos entretenido por el camino, estamos “distraídos” en la fatiga del trabajo o en el aturdimiento del ocio proletarizado; las cosas nos esperan, vibrando en su aura de impaciencia, pero nosotros llegamos a destiempo -en otro tiempo- o no llegamos nunca.
La segunda condición es que esté presente el contenido mismo del tiempo. Porque a veces sucede, en cambio, que estamos presentes sin que ninguna rosa y ningún viento haya gritado nuestro nombre; estamos ahí, volcados hacia el mundo, sin que nadie nos pase lista y nuestra atención se pierde en un desagüe de colores sin fundamento y cuerpos sin ninguna raíz. Hay cuerpos que se secan a la espera del amor; mentes infinitas a las que no se ofrece nada que morder; campesinos sin olivos, escaladores sin montañas, violinistas más grandes que Paganini o Sarasate que jamás han visto un violín.
Sólo podemos hablar de presente, por tanto, cuando ocurre que se presentan al mismo tiempo, en el mismo lugar, las dos presencias; cuando levanto la cabeza y está ahí la montaña levantándose para mirarme desde arriba. A eso los paganos lo llamamos amor y sucede, por ejemplo, cuando dos cuerpos están presentes el uno frente al otro y, porque se han esperado siempre, ninguno se ha adelantado o retrasado: ¡han llegado justo a tiempo para el otro! Eso es lo que los científicos llaman conocimiento, que no es más que el presente de un átomo o una molécula -o de un concepto- en el pensamiento: la felicidad del sabio es en realidad una extraña “coincidencia”. Pero eso es también lo que en la tradición cristiana se llama “revelación” para tratar de explicar ese descenso vertical de la gracia, puntual como un relámpago, después del cual nada puede seguir siendo lo mismo. La revelación más conocida dentro de nuestra tradición es la famosa caída de San Pablo camino de Damasco, hasta el punto de que la expresión “camino de Damasco” se aplica a todos los campos y todos los avatares de la vida, con independencia de su fuente religiosa. San Pablo, verdadero fundador del cristianismo, estaba ahí al mismo tiempo que Dios y ese choque lo derribó del caballo. Cuando se levantó se dio la vuelta y dio la vuelta, como a un calcetín, a su existencia misma.
En realidad este choque que llamamos “presente” se conoce también con otro nombre: conciencia. Como en la frase “tomar conciencia de (un error, un objeto, una injusticia)”. Es la cosa más rara que existe. ¿O no? Quizás San Pablo se había caído del caballo todas las veces que había pasado por el camino de Damasco y no había tenido valor. Quizás l o que caracteriza a la normalidad no es la ausencia de conciencia sino la insistencia en ignorarla. Quizás todos hemos sufrido alguna caída camino de Damasco. De hecho todos los días, camino de Damasco, nos caemos del caballo. Sabemos qué está pasando, quién nos llama, qué quieren de nosotros. Pero fingimos que se trata tan solo de un accidente; nos incorporamos, nos sacudimos la ropa, saltamos de vuelta sobre la montura y reemprendemos el camino como si nada hubiese ocurrido. Eso es lo normal: caerse del caballo y no hacer caso. Lo sobrenatural no es la revelación ni tampoco la inteligencia para interpretarla -ninguna revelación lo es de verdad si no es indubitable-; lo sobrenatural es la fuerza para responder a su llamada.
No sé cuántas horas al día, pero me temo que todos vivimos a menudo en el presente. Estamos ahí y están ahí las montañas, los árboles, los niños, los libros; y también las guerras, las ruinas y las llagas. Pero no respondemos. ¿Por qué? ¿Por qué no tenemos esa fuerza? Creo que por dos motivos. El primero es que, ausentes del presente, en las fatigas del trabajo o en el aturdimiento del ocio proletarizado, encontramos siempre algo de felicidad o hasta de justicia y nos acomodamos. La segunda es mucho más importante. Cuando de pronto se produce el choque -tres veces al día- y nos caemos del caballo (¡al mismo tiempo que todos los demás!), no sabemos qué hacer, a dónde ir, a quién unirnos. Nos levantamos todos del suelo, nos sacudimos el polvo mirándonos de soslayo con vergüenza y reemprendemos solos -y enfadados- el único camino que conoce de memoria nuestro caballo.
El mercado, como el emperador en China, prohíbe en Europa el choque del presente. Pero la crisis nos lo va revelando. Para negar una revelación hace falta mucha cólera, mucha violencia, un chivo expiatorio: algo parecido al fascismo. Para responder a una revelación hace falta siempre una revolución.
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