La concepción de derechos humanos universales implica proclamar la igualdad entre los hombres, asunto éste que resulta muy polémico, particularmente en el caso de los derechos económicos, sociales y culturales, dado que el modo de producción y consumo dominante en las sociedades contemporáneas, centrado en la acumulación de riqueza individual con base en el intercambio lucrativo en mercados organizados de bienes y servicios, resulta claramente incompatible con la igualdad económica y social. En otras palabras, decir que todo ser humano tiene derecho a estar bien alimentado, con independencia además de su clase social o estrato socioeconómico, avala un modo de producción y consumo de corte socialista en lugar de capitalista. En tal sentido, los derechos humanos universales relativos a la esfera económica y social no pueden garantizarse por igual para todos los seres humanos en un modo de producción y consumo centrado en el enriquecimiento individual y que además niega la potestad del Estado para corregir los fallos del mercado en cuanto a la distribución equitativa de la renta generada por la sociedad, tildando despectivamente a dicha potestad como “populismo” o “asistencialismo”.
Esta cuestión se complica mucho más si se toma en consideración el hecho de que hay derechos humanos universales, como el derecho de propiedad, que derivados del derecho natural –claramente emparentado con el derecho divino de los reyes- resultan evidentemente incompatibles con la igualdad económica y social consagrada por otros derechos humanos universales. Por lo tanto, entre los propios derechos humanos universales existen incompatibilidades y contradicciones insalvables desde una perspectiva ideológica y, por ende, política. Existen autores, como Max Weber, que consideran de hecho que la razón de ser misma de los derechos humanos universales, desde el punto de vista sociológico, es precisamente consagrar los derechos individuales de la ética protestante que posibilitan el surgimiento, desarrollo y consolidación del capitalismo como modo de producción y consumo de la sociedad. Carlos Marx consideró a su vez que estos derechos únicamente tenían como propósito la consagración explotadora del derecho de propiedad.
Concebir a los derechos humanos universales como naturales también plantea dificultades, porque implica absolutizarlos, es decir, hacerlos inmutables y, por ende, contrarios a la evolución histórica dialéctica, al cambio social. Por otro lado, el relativismo cultural, avalado por una evidencia antropológica abrumadora, claramente indica que los derechos del hombre pueden variar –y de hecho varían- de una cultura a otra. Al momento de escribir este artículo existe en la palestra pública mundial un reavivamiento de la polémica entre derechos humanos universales y la teoría del relativismo cultural, a raíz de la reciente promulgación por parte del poder legislativo de Irak, de una ley que consagra lo que en la cultura occidental se entiende como pedofilia. Es auténticamente aberrante para un occidental imaginar una ley que permita a un adulto desposar a una niña de apenas nueve años de edad, negándole con ello su derecho a la inocencia infantil. Tan aberrante como pudiera ser para un anglosajón protestante el derecho a la igualdad económica y social entre los seres humanos, donde los individuos tengan derecho por ejemplo a la alimentación (una recompensa material) con independencia de si se lo ganaron en la vida con su esfuerzo y mérito personal (premio divino al esfuerzo… el cielo no está garantizado, hay que ganárselo).
Puede verse entonces que el trasfondo cultural de la ética subyacente a los derechos humanos universales, ciertamente varía en función de la sociedad y la tradición histórica a la cual se pertenece. En la actualidad, la doctrina hegemónica norteamericana está llevando al rango de derechos fundamentales (aunque no universales) aspectos de su cultura particular que son muy peligrosos para la estabilidad de la civilización mundial contemporánea, tales como la doctrina del destino manifiesto, el derecho a la expansión territorial, la supremacía moral y el derecho a la guerra preventiva. Más aún, sobre la base del derecho a la seguridad nacional, los Estados Unidos han venido sistemáticamente conculcando los derechos humanos universales de sus ciudadanos, tales como el derecho a la privacidad, la inviolabilidad del hogar y la prohibición de la tortura, tratos crueles e infamantes. Si a esto último se suma la conculcación de los derechos económicos y sociales universales por la adhesión incondicional de ese país al modo de producción y consumo capitalista, podría llegarse a la nada descabellada conclusión de que Estados Unidos es hoy por hoy uno de los países que menos garantías proporciona en el cumplimiento de los derechos humanos universales.
La pregunta es entonces: ¿Son factibles los derechos humanos universales? ¿Son siquiera deseables? ¿No será mera utopía concebir un contrato social roussoneano en donde los derechos y deberes sean universales a todo el género humano, a cambio de ceder la libertad que todos poseemos en el estado de naturaleza? Responder negativamente a esas interrogantes sería, en mi opinión, negar la esperanza por un mundo mejor, lo que equivale a negar la posibilidad misma de la evolución de la sociedad y, más allá, de la propia especie humana. En tal sentido, en la medida en que el hombre convierte a la civilización en una sola, en la medida en que la civilización humana por primera vez en la Historia asume un carácter global, culturalmente hablando, en esa misma medida cabe concebir a la Humanidad como una totalidad sistémica compleja y, por ende, susceptible de regirse por reglas universales. Pero para lograr semejante grado de consenso, las distintas culturas que todavía afirman su autonomía dentro de esa complejidad totalizadora, tienen necesariamente que ceder, que transigir en normas morales, en valores fundamentales, que cada una conserva, defiende y reivindica para sí misma como puntos de honor. Si los irakíes logran por ejemplo renunciar voluntariamente a la pedofilia, a la par que los anglosajones protestantes a su ética individualista negadora de la igualdad económica y social entre los seres humanos, mucho se avanzará sin lugar a dudas en el camino hacia la consagración genuina de los derechos humanos universales.