La verdadera revolución

Pocas, reales y verdaderas revoluciones se han dado en la humanidad. Una de ellas, que tiene sus inicios hace ya varios siglos y continúa su ahora no tan silencioso avance, está referido a la que carga sobre su humanidad la mujer.

En Venezuela el derecho al voto, como reconocimiento a su ser ciudadano y derechos cívicos, ocurrió hace poco menos de un siglo.

Pero el mayor y más terrible estigma que le toca derrumbar a la mujer, está referido a la misoginia. Esa aversión secular del hombre contra la mujer, institucionalizada desde hace siglos. Una barrera casi insalvable donde anidan dioses, demonios, creencias y valores ancestrales y principios morales, que se funden y dan base a pensamientos religiosos, filosóficos, ideológicos y políticos que impiden a la naturaleza femenina desempeñarse en sus saberes y también sabores. No es nada fácil desafiar a Aristóteles, Platón, Demócrito, padres de la misoginia. Tampoco a teóricos y religiosos, como Marx, Freud, Inocencio III, san Agustín, el ayatolá Jomeini, Mao, entre otros doctos misóginos.

La naturaleza femenina, a diferencia de la masculina, posee sus propios y ancestrales saberes y también, fija en su inteligencia un sabor de vida muy diferente a lo masculino y la masculinidad.

El siglo XXI es, definitivamente, el tiempo donde la naturaleza femenina lucirá su esplendor de saberes y fijará también, la visión de una divinidad mucho más completa y compleja.

Porque ni el Dios ni el Diablo que conocemos poseen naturaleza femenina. Por el contrario, esa dualidad, ese arquetipo y ese avatar, se están desintegrando en una secuencia de ambivalencia, de maniqueísmo caduco que es la tragedia religiosa, filosófica e ideológico-política del desastre de gran parte de la humanidad.

Este siglo necesita un dios que lo ilumine. Un pensamiento y un sentimiento que lo sostenga, en la mente y alma, sea de mujer como del hombre. No podemos seguir hincándonos ni orando frente a seudorealidades envejecidas ni atormentadas. La divinidad debe ser reconstruida y completada con la visión de lo femenino, de otra manera continuaremos vagando en la hipocresía de pensamientos religiosos hechos chatarra, oxidados, "tapa amarilla" y viviendo en sociedades que segregan, odian, humillan y castran la otra mitad de la humanidad.

No es día de celebraciones. Mucho menos en la Venezuela del hambre, donde la misoginia es poder de Estado. Y no me vengan con la retahíla de una Constitución que nos iguala en derechos y deberes, ni de mentar mujeres en función de Estado. Porque el Estado venezolano, es, esencialmente misógino. Ellas, como otras, aun cuando lo son, cumplen orientaciones misóginas.

Es tiempo de empujar y dejar que las viejas creencia cedan su espacio a nuevas realidades de pensamiento innovador, justo, lógico, dialógico y trascendente. Porque el aporte que la mujer está ofreciendo, devela una fuerza telúrica impresionante y luminosa.

Los derechos conquistados por la mujer jamás le fueron otorgados por herencia ni regalos. Sus logros fueron alcanzados transitando caminos de lucha ancestral. Desde el fondo de una sociedad patriarcal cargada de hombres misóginos que construyeron la idea-realidad de una divinidad también misógina y vengadora (Zeus-Deus-Dios) hasta estos últimos siglos, que ha podido lograr otros derechos y reconocimientos.

Creo firmemente en la mujer y su dimensión transformadora de la realidad. Porque ella no es ni peor ni mejor que el hombre y su naturaleza masculina. Son esas creencias que se vuelven valores y fijan tradiciones, las que terminan por levantar instituciones que al ser mal orientadas por individuos y grupos, imponen visiones del mundo contrarias a la humana normalidad de la vida. Quizá sean temores, miedos ancestrales esos que debemos superar para tener individuos y sociedades mental y espiritualmente sanas.

Hoy es el tiempo del reconocimiento y respeto de la mujer y lo femenino. También el de las minorías, sean sexuales como étnicas, políticas, religiosas, entre otras.

 



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Juan Guerrero


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