Todo el mundo estaba pendiente de las negociaciones

“Habían sido los Chicago Boys de Chile, como no podía ser de otro modo, los que habían iniciado este proceso de construcción de lo que ellos llamaban “nueva democracia” y que, en realidad, erra un proceso de puesta a punto de un capitalismo a prueba de democracias. En Chile, antes de entregar el poder a un gobierno electo tras diecisiete años de dictadura militar, los Chicago se dedicaron a amañar la constitución y el sistema judicial para que resultase prácticamente imposible (desde el punto de vista legal) dar la vuelta a sus revolucionarias leyes. Ése fue un proceso al que dieron nombres diversos; hubo quien habló de construir una “democracia tecnificada” o “protegida”; el joven ministro pinochetista José Piñera dijo que lo que se buscaba era garantizar que la economía estuviera “aislada de la política”. Álvaro Bardón, subsecretario de Economía del gobierno de Pinochet, expuso la lógica clásica de la Escuela de Chicago: “Si admitimos que la economía es una ciencia, esto ha de implicar de inmediato una reducción del poder del gobierno o de la estructura política, ya que ésta carece de la responsabilidad requerida para tomar ese tipo de decisiones”.

De todas las limitaciones impuestas sobre el gobierno, fue la de los mercados la que resultó más restrictiva, y ahí radica, en cierto sentido, el secreto del capitalismo sin trabas; en su capacidad para autoimponerse. En cuanto los países se abren a los temperamentales estados de ánimo de los mercados globales, toda desviación de la ortodoxia de la Escuela de Chicago es castigada al instante por los operadores de Nueva York y Londres, que apuestan contra la moneda del país infractor y ocasionan con ello una profundización de su crisis y una necesidad de mayores préstamos, con las consiguientes condiciones añadidas que éstos llevan inscritas. La movilidad misma del capital y la globalización de los mercados de capital y de otros bienes y servicios imposibilitan que los países puedan, por ejemplo, decidir su política económica sin considerar antes la respuesta probable de esos mercados.

Ése, al menos, era el mensaje que transmitían los abogados, los economistas y los trabajadores sociales que componían la “industria de la transición”; los equipos de expertos que tanto acuden a un país desgarrado por las guerra como saltan luego a una ciudad asolada por la crisis, agasajando a los abrumados nuevos políticos del lugar con las más recientes buenas prácticas, el relato triunfal más inspirador o el rugido más temible del imperialismo. Los “transicionólogos” (como los ha denominado el politólogo de la Universidad de Nueva York Stephen Cohen) tienen una ventaja intrínseca sobre los políticos a los que asesoran; constituyen una clase hipermóvil, mientras que los líderes de los movimientos de liberación son inherentemente más “introvertidos” en sus miras y en sus puntos de referencia. Las personas que encabezan intensas transformaciones nacionales están, por naturaleza, más centradas en sus propios discursos y en sus luchas por el poder, y, a menudo, se muestran incapaces de prestar la debida atención al mundo que hay más allá de sus fronteras. Y es una lástima, porque, si los líderes hubiesen sida capaces de penetrar en la propaganda de la transicionología y llegar al otro lado para descubrir por si mismos lo que realmente estaba sucediendo en Moscú, Varsovia, Buenos Aires y Colombia, habrían podido ver un panorama muy distinto.

¡La Lucha sigue!



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Manuel Taibo


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