¿Qué hacer?

Hay un gran consenso en torno a la caracterización del régimen autoritario y patrimonialista venezolano, por parte del amplio espectro opositor, que abarca desde una izquierda que se llama marxista leninista, hasta los más contumaces representantes del antiguo bipartidismo adecopeyano, que se reúnen para analizar esta etapa de la historia, con el objetivo de luchar por la restauración de la Constitución de la República. 

Se ha compartido y discutido el proceso por el cual se ha suspendido la Constitución, se ha violado el debido proceso, el Estado de Derecho y los Derechos Humanos, se ha robado unas elecciones en función del mantenimiento en el poder de una cúpula u oligarquía burocrática-militar-policial, en asociación con una burguesía vieja, a la cual se suma una burguesía creada a partir de “la apropiación privada de los recursos públicos” (puro eufemismo, para decir corrupción de la más descarada). También se ha considerado su oportunismo geopolítico, el abandono de cualquier proyecto democrático o social, incluido en primer lugar el “chavista original”. El aparato policial militar, orientado por la intención de intimidar cualquier gesto de protesta por parte del pueblo trabajador, ya sin derechos laborales, sin salarios, sometido a la más lamentable precariedad, se considera como la forma propia de un régimen con políticas neoliberales y prácticas muy parecidas al fascismo, que está vendiendo al mejor postor nuestras riquezas minerales, engañando y queriendo engatusar con su demagogia “antiimperialista”.

En eso hay mucho acuerdo. Donde la reflexión parece detenerse, es en la respuesta a la gran pregunta ¿qué hacer?, dada la experiencia nefasta de tantas derrotas, incluida la del movimiento popular que acompañó ilusionada la promesa de una Venezuela justa, próspera, con más educación y salud. Dadas las perspectivas actuales, no hay lineamientos claros, más allá de los llamados generales a la resistencia, a la ética de los funcionarios civiles o militares, la recuperación del movimiento de protesta de los trabajadores por su salario, así como los recursos jurídicos ante el TSJ que han intentado Enrique Márquez y Antonio Ecarri, que llaman la atención por mantener viva la llama de la lucha cívica y pacífica, frente a los aventureros que, de vez en cuando, aparecen en las redes sociales, desde la comodidad de su hogar en Miami. 

De modo que hay que hacerse la gran pregunta: ¿qué hacer? Para nosotros, militantes de izquierda desde los 17 años, el interrogante nos remite, inevitablemente, a una lectura que iniciamos con algo de audacia, como se intentaría triturar con una débil dentadura un durísimo chicharrón: el ¿Qué Hacer? Del calvo genial, Lenin. 

Lo primero que dificultaba la lectura, después de atrevernos a iniciarla, aun viendo el grosor del volumen, es la cantidad de nombres en ruso. Ininteligibles, claro. Menos mal que un compañero compasivo nos explicó que nombraban periódicos o panfletos clandestinos de los revolucionarios rusos que intentaban construir un partido en medio de la más cerrada represión de la autocracia zarista. Más adelante, después de un periodo de total babia, en el que la tentación de abandonar aquello, con el amor propio herido por reconocernos incapaces de asimilar aquello, caímos en cuenta de que el libro daba cuenta de un rollo interno que, según el compañero comprensivo, se parecía mucho a esas eternas disputas de la izquierda criolla, en las que abundan los insultos, los motes, las ridiculizaciones, los sarcasmos. Más o menos igual a lo que presenciamos en la terrible exposición de trapos sucios con que nos deleitaron los dirigentes de Primero Justicia. En fin: Lenin “destrozaba” los argumentos de un sector de la socialdemocracia rusa que querían una supuesta “libertad de crítica” (el lema me sonaba bien, aun cuando me daba cuenta de que lo agitaban los “malos” de la película) para dejar de hacer propaganda contra la autocracia zarista y querían centrarse únicamente a organizar luchas por salarios y demás reivindicaciones del proletariado ruso. Eso, más o menos, fue lo que entendí entonces, después de mucho rumiar, leer con gran esfuerzo, y gracias a las explicaciones de un compañero compasivo a quien, pronto, ayudó una compañera muy agradable, a quien le debo el estímulo de seguir hasta el final de aquel pocotón de páginas casi ininteligibles.

Más tarde, años después, leí una explicación del ¿Qué hacer? de Lenin por parte de Ernest Mandel y varios autores más que ya ni me acuerdo. Hasta leí a Trotsky. Entonces, creo que entendí mejor el asunto. En realidad, el mamotreto de Lenin (me sigue sorprendiendo que esos rusos leyeran tanto a principios del siglo XX, en un rollo interno de partido, y, además, en la clandestinidad) trataba de abordar varios problemas conexos. Uno, el más claro, era cómo construir un partido en una autocracia. Ya al respecto había publicado un folleto más ligero (aunque también indigesto, por aquello de los nombres en ruso y la referencia a rollos que ni idea), que se titulaba “¿Por dónde empezar?” Lenin respondía: debemos empezar por un periódico en el cual, además de noticias acerca de las incidencias de combate popular, los interpretábamos a la luz de la teoría marxista de la lucha de clases.

Eso, de hecho, planteaba una solución a otra pregunta que, al parecer, ya lo habían abordado los socialdemócratas alemanes que, para la época (finales del siglo XIX y principios del XX) eran los herederos y albaceas directos de Marx y Engels: ¿Cuál es la relación entre los intelectuales (los mismos Marx y Engels) con los activistas, militantes y las masas obreras, en las cuales cabía distinguir distintos niveles de conciencia o saber, y compromiso? Décadas más tarde, Antonio Gramsci elaboraría el concepto de “intelectual orgánico”, es decir, aquel sujeto que, en virtud a su acceso a la cultura y a la ciencia, puede elaborar las grandes líneas del movimiento proletario orientado a la revolución de las relaciones sociales y, por tanto, es “orgánico”, propio de la organización proletaria, aportándole ideas, proyectos, conocimientos, explicaciones; en fin, teorías. 

Esto hay que conectarlo con otro tema del libraco: las reglas de la propaganda leninista. Se pueden resumir en dos: vincular cualquier lucha, por más local o reivindicativa económica que fuera, con la lucha contra la autocracia zarista. Precisamente ahí estaba la diferencia con los otros socialdemócratas (Lenin también lo era en 1902). Se trataba de “orquestar” los conceptos de la lucha de clases en cualquier conflicto social. Repetir, orquestar, polarizar.

La otra idea principal de la respuesta de Lenin a la gran pregunta del qué hacer, es lograr siempre saldos organizativos. No basta la agitación y la propaganda general. No basta el proselitismo. Siempre hay que contactar, reunir, regularizar el vínculo. En esto, el mensaje de Lenin se parece al de cualquier Testigo de Jehová: no basta repartir el folleto, conversar con el interesado, anotar su nombre y contactarlo posteriormente, sino también invitarlo a conversaciones, reuniones, canalizar iniciativas, por más pequeñas que sean. Por supuesto, en la medida en que se forma la organización, se van distinguiendo aquellos con mayor compromiso y conocimiento, los cuadros, de los militantes, los cercanos, los simpatizantes, incluso los que, aun estando en desacuerdo, se permiten compartir información o alguna colaboración ocasional.

Algo más. El Partido debía adaptarse a todas las condiciones y circunstancias. El famoso “Centralismo Democrático”, que después se convirtió en una especie de artículo de fe, eran las reglas mínimas de funcionamiento, válidas también para un club de futbol, como decía Américo Martín en la discusión interna del MIR en los setenta. En efecto, una asamblea de los miembros elige las directivas, que se reúnen y deciden con base a la mayoría. Esa decisión debía ser acatada por todos. Pero, antes, había un libre juego de opiniones. Revisan la bella biografía de Trotsky, “El Profeta Armado”, conocimos de una polémica en el comité central de los bolcheviques (el partido de Lenin después de la escisión; pero ese es otro cuento). Lo interesante es que se produjo justo en los días en que se iba desarrollando la insurrección con la cual los bolcheviques tomarían el poder. Varios dirigentes estaban en desacuerdo, pero incluso hicieron mítines y asambleas contra lo que era ya una decisión del Comité Central. Y Lenin dio el debate. No hubo expulsiones ni castigos. La dinámica de los hechos y el libre juego de las opiniones, consiguieron finalmente un acuerdo. Los de Primero Justicia debieran leer también el ¿Qué hacer?

En todo caso, Lenin hacía énfasis en que, primero van las ideas, la política, y después la organización, incluso en su parte más pesada: el aparato y la disciplina, que siempre debe ser consciente y no debida a una lealtad personal con el líder. Lo cual no significa que hay que entregarse a interminables discusiones sin pasar a la acción. Si ya estamos de acuerdo en la caracterización de la contradicción principal (pueblo vs. Cogollo burocrático-militar-policial), en el análisis del régimen (autoritario, patrimonialista, extractivista, antiobrero, oportunista geopolítico), en que son válidas varias formas de lucha, especialmente la legal, entonces, vamos pues a la acción y a la organización.

 


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Jesús Puerta


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