Pesimismo y optimismo en la comprensión de Venezuela

Por supuesto, embarcarse en esa aventura temeraria de liberar las colonias del Imperio Español, el más poderoso de la época, suponía un gran optimismo y, más allá, una templanza temeraria, a prueba de las más duras circunstancias: cantidades espantosas de muertes, masacres, vandalismo. En fin, los horrores de la guerra, especialmente en un país que quedó completamente deshecho, con sus tierras abandonadas, las ciudades en ruinas, masas de población en situación nómada y la generalización de la violencia.

Una vez finiquitada la herencia de muerte y horror que caracterizó a todo nuestro siglo XIX, es comprensible que los que se consideraban a sí mismos como los científicos sociales de principios de siglo XX, los intelectuales orgánicos de las nuevas clases dirigentes, surgidas también de la guerra civil generalizada y confusa, fuesen "pesimistas", aunque ellos se veían a sí mismos tan solo como "realistas" o, más bien, positivistas; es decir, atenidos únicamente a los hechos "positivos", desnudos, enemigos de cualquier idealización de un romanticismo (que además se le atribuían todos los desvaríos del siglo que acababa de terminar) ya superado por la frialdad y el rigor de la observación y la experimentación, para las cuales servían de modelo epistemológico las ciencias naturales.

¿Y qué hallaron los sabios positivistas en nuestra historia? Una interminable guerra civil que antecedió, continuó y trascendió la Independencia, que impedía el progreso, no nos permitía acceder al estadio siguiente: tal vez el de la ciencia, el de los individuos disciplinados y trabajadores, y la empresa productiva. Las tierras venezolanas fueron el escenario de luchas sangrientas cuyo único objeto era el saqueo de las pocas tierras aún destinadas al cultivo y el abigeato de las cabezas de ganado que aún podían sobrevivir a las fauces insaciables de los conflictos, que recrudecía con nuevas caras por doquier. La formulación doctrinaria y legal de la época (las constituciones, los grandes discursos, el republicanismo, etc), asumida por una minoría impotente ante el abuso hecho costumbre, parecían ser asuntos muy lejanos de la vida real, la de los hechos crudos y duros, representables en el concepto de "salvajismo" o "barbarie".

Pero, por supuesto, también existía en medio de aquel caos salvaje, subyaciendo en las tinieblas de la cotidianidad, un mundo civil, una "sociedad civil" donde los intereses particulares de los individuos, que se veían a sí mismos como "sujetos racionales" y, por tanto, deseaban traer la "Civilización" avanzada en Europa y los Estados Unidos, hacían sus proyectos que, en lo inmediato, adquirían la forma de textos jurídicos y literarios. Era la aspiración de ilustración que pretendía superar aquella realidad de políticos armados, feroces y levantiscos, aquella anarquía atroz, violenta y destructora de todos los esfuerzos sostenidos y ordenados de progreso. Ese Ideal civilizador quedó plasmado en muchos personajes de aquella literatura de principios del siglo XX. En el Santos Luzardo que lograba vencer a la Doña Bárbara ignorante, supersticiosa, enferma, criminal, desalmada y ofensiva. También aquel Presentación Campos que clasificaba la población de su país en "vivos" y "pendejos", correspondientes a los dueños, los caudillos, los hombres a caballo, por un lado, y por el otro, los desubicados letrados, como lo plasmó "Lanzas Coloradas" de Uslar Pietri. El pesimismo de la realidad observada y vivida, solo podía compensarse un poco con la visión ambigua del pueblo, que, por un lado, era puro, nocente y esencialmente bueno, pero, por el otro, era puro "bochinche" destructivo, violento e incontrolable.

Por eso, a raíz de la tiranía modernizadora de Gómez, en las tres primeras décadas del siglo XX, la comprensión de Venezuela más en boga fue la del positivismo de Vallenilla Lanz. La misma que partía de que éramos un pueblo incapaz de civilización y orden, discapacitados de conocimientos y voluntad, demente, necesitada de una mano fuerte que nos condujera debido a nuestra incapacidad de alcanzar la sensatez de las personas adultas y mantenernos en el atraso. DE allí, toda nuestra defectuosa autoestima que nos representa como simpáticos, dicharacheros y astutos, pero nunca como laboriosos, disciplinados y sistemáticos.

Pero ya por aquellos años, finales de los treinta, apareció la contestación de parte de un recién aprendido y tal vez poco comprendido, catecismo marxista, que prometía, en virtud del desarrollo de las fuerzas productivas, que la sociedad generaría, por su propia dinámica, las fuerzas que superaría aquel atraso. Pero, al lado del marxismo inicial, elaborado como "copia y calco" de realidades europeas, pues nunca reflexionó a fondo ni en serio, acerca de las peculiaridades del continente que "habla en español y le reza a Jesucristo" (como escribió Rubén Darío), y que adquirió cadencias socialdemócratas con la consideración moralmente ambigua de la inmensa riqueza petrolera, surgió en contestación a la ideología positivista y gomecista del "Gendarme Necesario" una interpretación optimista que impulsaría también las visiones modernizadoras y progresistas desde la segunda mitad de la década de los treinta, a caballo sobre la organización de los dos Partidos Políticos fundadores de nuestra modernidad política: AD y el PCV.

Una de las respuestas más notables al "pesimismo histórico", fue la esbozada por Augusto Mijares, quien, no solo se planteó denunciar la función meramente justificadora de la tiranía gomecista de la ideología del Gendarme Necesario, sino de fundamentar la actitud optimista basada en las propias tradiciones civiles (civilizadas) del país. Una lectura actual de Mijares se sorprendería de que la confianza del ensayista en el país y sus nacionales, se fundamenta en las prácticas de siglos de la democracia municipal, el ejercicio de un poder directo de los habitantes de los pueblos y las ciudades, evidenciada en sus "Cabildos abiertos". Tal vez eso figuró en el espíritu de quienes proponían en la década de los ochenta del siglo XX, la "transferencia de competencias" a las organizaciones de ciudadanos. Tal vez ese eco se creyó escuchar en la promesa demagógica de las "comunas", base de un "poder popular", que no era más que una etiqueta de cierto atractivo que escondía la centralización más extravagante de poder en el Ejecutivo, en el mandamás, el "jefe". Esto, lo de Augusto Mijares, descorría el velo de la "leyenda negra" de la Colonia, al descubrir en esa época signos de comportamientos civilizados y hasta democráticos, en el sentido de "gobierno del pueblo". Pero, por otro lado, demostraba que los esfuerzos de los civilistas, los Vargas y demás "doctores", no era un simple pataleo en el vacío, como el de algunos personajes de caricatura televisiva; tampoco una mera "copia" de usos y costumbres de Estados Unidos o Europa, sino que había, sí, una tradición democrática, racional, colectiva, más allá de la crueldad desbordada de las "guerras civiles".

Por supuesto que apreciamos la eficacia actual de las tradiciones de los pueblos en la determinación de las formas de su presente y hasta del diseño y las expectativas de su futuro. No solo se trata de un "peso", como el que señalaba Marx cuando postulaba que los hombres hacemos la historia, pero a partir de condiciones hechas por los antepasados; que los huesos de las generaciones muertas aplastan nuestros cráneos, y las viejas casacas son usadas por los actores presentes, aunque no les quede esa talla, para remedar, en forma de comedia, los pasados brillantes, con el fin de reproducir esos lustres heroicos. Se trata de que, en las tradiciones, se hallan, en forma contradictoria y heterogénea, esas verdades vitales que le dan alas a la imaginación, templanza a la resistencia y potencia a la acción.

Por otro lado, pensamos que no hay fuerza política que adquiera algún éxito en los asuntos del poder, que, de una u otra manera, haya echado mano a esas tradiciones. Así se ha hecho siempre. Pasó con los adecos, los copeyanos y los comunistas. Lo mismo pasó con el chavismo como movimiento masivo y producción discursiva, al mezclar los más heterogéneos elementos de la izquierda latinoamericana, desde el heroísmo de la guerrilla, las referencias morales de los mártires, los asertos teóricos resultado de múltiples experiencias, así como componentes de un nacionalismo sacado de los moldes homéricos de "Venezuela heroica", e, incluso, ideologemas de las corrientes liberacionistas de la Iglesia Católicas y otras formas de espiritualidad, en una merengada, batido o basurero de ideas. Así mismo, esas tradiciones democráticas y civiles podemos hallarlas y sacudirlas del polvo, para usarlas contra la oscuridad actual.

Por eso, sigue habiendo elementos para el optimismo, aún en esta hora nocturna, de oscuridad profunda, cuando un régimen basado en el abuso, la mentira, el saqueo, el crimen y la violencia cruel, pretende eternizarse mediante la consumación de un fraude que es insoportable para este pueblo que también tiene una tradición de democracia, participación, libertad, condena a los abusadores y mentirosos, delincuentes y traidores, que se llenan la boca con conceptos (democracia, pueblo, participación, antiimperialismo) que, pronunciados por ellos, se manchan de excremento.



Esta nota ha sido leída aproximadamente 897 veces.



Jesús Puerta


Visite el perfil de Jesús Puerta para ver el listado de todos sus artículos en Aporrea.


Noticias Recientes: