Nicolás Maduro se juramenta el 10 de enero como presidente constitucional de la República Bolivariana de Venezuela. Prácticamente desde el mismo momento de las pasadas elecciones la atención política nacional y mundial está centrada sobre tal fecha como paso subsecuente de un proceso. El cable político ha alcanzado alta tensión porque, también, el candidato opositor, Edmundo González, que no reconoce a Maduro y se autoproclama a sí mismo como el presidente electo legítimo, anuncia su juramentación.
El primero lo hará ante la Asamblea Nacional y la institucionalidad y poderes del Estado venezolano; el segundo, quien se encuentra en España asilado, propone entonces regresar al país para hacerlo, muy probablemente en un lugar clandestino, ante las cámaras y micrófonos de los países interesados en derrocar a Maduro y servirse gratuitamente de los recursos naturales de la patria de Simón Bolívar. Lo secundaría su vicepresidenta virtual, María Corina Machado, y facciones de la fauna política del país, como Primero Justicia, Vente Venezuela, y entes y ONGs financiadas desde el exterior.
Y así se tiene que para el 10 de enero se está planteando que dos personas asuman una única función gubernamental, lo cual, técnica, política y moralmente es imposible, siendo, además, nomás en su hipótesis, un acto de abochornamiento de la condición presidencial de un país, rayándose con el gesto en lo circense, la ridiculización y en la pérdida de dignidad ante el mundo, hecho en el que invierte la oposición con tal tenacidad que se le va la supervivencia política en ello, dado que más beneficia al conspirador que al gobernante la destrucción de la noción de país, aunque el mismo sea cuna de todos. Su misión puntual es deslegitimar con efecto derrocador.
En consecuencia, el gobierno debe considerar que se le realiza un ataque mortal, y debe emplear bajo esa bandera toda su capacidad defensiva para neutralizar (o destruir) al enemigo, denominación que merece sin empacho quien para el contrario busca la muerte o el desmantelamiento. Para nadie se oculta que la oposición venezolana sueña con que Nicolás Maduro sea asesinado o se muera en una cárcel estadounidense al estilo Manuel Antonio Noriega, sin escatimar los respectivos pasos previos para lograr ese fin: invasión de Venezuela por los EE. UU., imposición de una dictadura de derecha, asesinato masivo de militancia política adversa.
Las razones de defensa estriban sobre el compromiso del gobierno con la mayoría que lo apoya (militancia en peligro de muerte), el sostenimiento histórico de la república (en riesgo de colonización) y la preservación de la institucionalidad y dignidad nacionales. Se está hablando de uno de los países más heroicos de la tierra, claramente amenazado con invasión y guerra civil.
Tales riesgos hacen que luzcan pobres los 100 mil dólares que ofrece el aparato del Estado venezolano por el suministro de información sobre el paradero de Edmundo González, en estos momentos en trance de ingreso al país, según dinámica política de los agentes conspiradores internacionales y según sus propios anuncios. Aunque, si se analiza, es posible que se trate de un gesto de sobreseguridad de un gobierno que ha sabido con sus cuerpos de seguridad neutralizar intentonas y sabotajes de los más pintados a lo largo de los años, incluyendo personajes presuntamente letales, mercenarios, con experiencias de guerra en Irak y Europa.