El 31 de enero de 2002 escribía un artículo que titulaba “Algo va mal”. Han pasado 23 años y lo actualizo de esta manera
Ya no son sólo los desheredados de la tierra, los pobres, los marginados, los oprimidos… quienes se rebelan contra los poderosos. Cuando trabajadores precarizados del mundo entero boicotean las cadenas logísticas globales; cuando programadores e ingenieros de Silicon Valley renuncian en masa por no querer colaborar con sistemas de vigilancia masiva; cuando jóvenes y ancianos se plantan juntos frente a gobiernos que desprecian el planeta y a sus habitantes; y cuando millones protestan no por una ideología concreta, sino por una sensación difusa pero persistente de asfixia… es que, salvo que queramos engañarnos pensando que todos están equivocados o manipulados, algo sigue yendo profundamente mal en Occidente.
Los signos están por todas partes: la normalización de la mentira como estrategia política, la descomposición de los discursos públicos, el embrutecimiento progresivo de las élites, la bancarrota moral de las instituciones. El sistema ya no solo excluye: ahora devora también a los que alguna vez protegió. La distinción entre vencedor y vencido, entre víctima y verdugo, entre civilizado y bárbaro, se ha vuelto ambigua hasta la náusea.
Y, sin embargo, aunque sepamos que cualquier remedio idealista choca con la lógica misma del sistema, debemos intentarlo. Porque resignarse no es una opción, y porque este nuevo milenio, que prometía lucidez y madurez colectiva, nos ha traído más ruido, más brutalidad, más dirigentes grotescos, más confusión disfrazada de progreso. Si no nos queda una utopía a la cual dirigir la mirada, que al menos nos quede una brújula interior. Algo que nos impida acostumbrarnos a la infamia.