En su artículo “¿Encender los motores de los Museos Nacionales?” (publicado en http://www.aporrea.org/actualidad/a95998.html), el señor José Manuel Rodríguez plantea varias interrogantes que resultan de interés para las actuales políticas museológicas en el país. En un primer acercamiento, coincido con su preocupación por los efectos de la tradicional la “naturalización” del modelo valorativo eurocéntrico, representado por la categoría “arte”. Pero también creo que, tal vez sin proponérselo, cae en la trampa de analizar el campo cultural desde una perspectiva maniquea, es decir, desde la polaridad instaurada por el sistema moderno del arte (occidental y burgués).
Podría parafrasear a Paul de Man y decir que: “Lo sepamos o no, nos guste o no, muchos de nosotros somos «burgueses», y bastante ortodoxos por cierto”1. Y esto responde a que nuestro imaginario cultural todavía está marcado por los signos de: “universalidad”, “trascendencia”, “autenticidad”, “verdad”…, a pesar que discursivamente estemos defendiendo la pluriculturalidad de manera muy ferviente. Todavía se piensa que el museo es el lugar para que se “reconozcan” a aquellos creadores que han quedado marginados por las narrativas de la historia oficial de arte nacional. Es decir, el museo continúa siendo apreciado como espacio legitimador.
El debate hoy en día no se puede centrar en si somos o no burgueses, pues la tendencia, todavía vigente, de analizar la capacidad subversiva, crítica y/o liberadora de una práctica artística desde la posición social del artista como “culto” o “popular” (al estilo de Marta Traba2), no contribuye a dilucidar las posturas de muchas propuestas artísticas. Resulta mucho más fructífero concentrarse en la capacidad de interacción con el contexto que en la definición de los códigos formales como el “estilo” (otra manía burguesa). Evidentemente que el arte moderno en su distanciamiento de los valores burgueses fue asumiendo un ensimismamiento en sus propios códigos (la visualidad pura) que terminó convirtiéndose en una paradoja, pues propició un distanciamiento con el público. Tal vez el reto hoy en día sea comenzar a analizar el alcance del “arte” desde su recepción (su capacidad de interactuar o intervenir en el contexto social), pues la tradición (burguesa) de la crítica ha privilegiado la mirada descontextualizada hacia el “producto” (hacia su forma o supuesta función) o hacia la intencionalidad de los productores (su posición social “pura” o “contaminada” derivada de su condición de clase), ocultando las luchas de poder inherentes en la “selección” de un determinado objeto. No se debe olvidar que: “el tiempo y el orden de la colección borran el trabajo social concreto de la acción de hacerla”3. Esto quiere decir que se omiten los procedimientos, a veces de conquista e incluso de apropiación que pudieron haber intervenido en el logro de un determinado objeto (verbigracia las colecciones de oriente en los museos occidentales). En resumen, cuando todavía pensamos en la existencia de un “arte” prehispánico estamos asumiendo una mirada colonialista que “descontextualizar” las producciones culturales de nuestros pueblos originarios para observarlas desde la supuesta “pureza” de sus formas (en eso se basa la suposición de que todavía somos víctimas de esa mirada burguesa que consolidó el sistema moderno del arte).
El señor Rodríguez considera que el rol de los museos hoy en día debe invertir su rumbo y darle la espalda a la tautología del arte, lo cual parece legítimo. Entonces me pregunto: ¿Cómo despojar el accionar de los museos de ese carácter de clase que las élites le impusieron? Los cambios no se decretan, se construyen de manera colectiva (no se debe olvidar que el patrimonio es un acuerdo social). Es cierto que la figura del museo como institución de control fue el producto de un largo proceso de modernización y secularización de las prácticas culturales en función de atender las demandas de una clase social en ascenso. Pero también es cierto que la historia de la museología está marcada por el deseo de adecuarse a las exigencias de registrar los procesos de cambio estimulados por las vanguardias artísticas que, desde el ascenso de lo “moderno”, comenzaron a cuestionar justamente los modelos privilegiados por la burguesía (la frivolidad del arte considerado pompier). Desde mediados del siglo XX hay mucha literatura sobre las relaciones controversiales entre el museo y las prácticas artísticas que cuestionan la institucionalidad del arte (incluyendo el rol del museo y en especial el mercado del arte, como sucede con algunas propuestas derivadas del llamado concepualismo, sobre todo en América Latina).
Por otra parte, creo que sería pretencioso otorgarle al museo (con su condición inevitable de descontextualización y recontextualización) la tarea de “despojar a las artes de la exaltación a la individualidad del artista, a su pretendida sinrazón y a su supuesto universalismo”, ya que las prácticas artísticas más innovadoras y comprometidas con los cambios sociales justamente se producen fuera de las paredes de los museos, en un dinamismo que incluso afecta su permanencia física (graffitis, acciones de calle, trabajos comunitarios).
Ignorar las tensiones que se vienen suscitando entre el museo y las prácticas artísticas y sostener la mirada bipolar (burguesa) y maniquea (culto/popular), fortalece la condición excluyente del sistema moderno del arte.
En resumen, es el museo la institución que necesita del impulso de las prácticas artísticas para sobrevivir y no al revés, y en eso coincido con las preocupaciones del señor Rodríguez. Pero para que el museo se transforme, tienen que cambiar las condiciones que lo sostienen como “templos de la cultura”, según él señala y eso significa mirar desde otro lugar menos mesiánico, más humilde. El museo puede llegar a ser el lugar de visibilidad de la diversidad cultural desde una perspectiva que posibilite examinar el pasado y proyectar el futuro, pero desde un sentido autocrítico hacia el coleccionismo y la categoría de “arte” que lo determina. El museo puede visibilizar las luchas específicas de los actores sociales desde la discursividad visual, sin posturas maniqueas y “abstractas” (como la idea de “pueblo”) que más bien contribuyen a homogeneizar las diferencias (las relaciones entre cultura y poder). En este debate que debería ser colectivo, es importante también comenzar a hacer esfuerzos por desmontar esa tendencia “universalizante” de abstraer en generalidades como “ritos” y “mitos” sin especificar sus características. Si no hacemos este esfuerzo, entonces seguimos reproduciendo lo que criticamos (¿es que seguimos siendo burgueses?).
Cuando el Ministro Farruco Sesto plantea que: “dentro de las colecciones de los museos van a exponerse permanentemente las mejores obras” apunta justamente al conocimiento de aquellas producciones que representan características dialógicas y polisémicas, lo cual les brinda la capacidad de continuar comunicando diversos significados a lo largo del tiempo, más allá del momento histórico que las vio emerger (verbigracia la representación del conquistador en la paleta de José Clemente Orozco). Desde esta perspectiva, las colecciones pueden establecer conexiones simbólicas con el espíritu presente de renovación política que vive nuestra región. ¿Por qué seguir pensando que la idea de “mejores obras” está asociada a una noción burguesa de valorar el arte? Más bien en este momento el sentido de reimpulso que ofrecen las declaraciones del Ministro Sesto está marcado por la convicción de que el arte es una forma de conocimiento de lo social en un amplio sentido.
En definitiva, el museo como institución debe ser el recinto donde se reflexiones de manera contextualizada el accionar del campo cultural en general: la propia museología, las prácticas artísticas, la crítica de arte, el coleccionismo e incluso los imaginarios colectivos que todavía conservan el sistema valorativo impulsado por el euroentrismo del sistema moderno del arte.
La autora es Directora General del Museo de Bellas Artes y se le puede contactar al carmenhernandezmbagmail.com