Recuerdo que lo primero que escuché en mi infancia sobre Fidel, vino
de una compañerita de clase que me contó que en Cuba los maestros
les decían a los niños que le pidieran a Dios helados y cuando estos
no llegaban, procedían a decirles que se los pidieran a Fidel y estos
venían inmediatamente. Cuarenta años después oí esta misma versión,
idéntica, pero con el nombre de Chávez en lugar de Fidel cuando la
oposición repetía por todos los rincones que el estado le quitaría
la patria potestad a los padres.
Posteriormente, en la adolescencia, la vida me llevó a vivir en el
“norte violento y brutal” donde conocí a muchachas cubanas que
se habían ido de Cuba y me contaban con horror cómo allí se había
eliminado la prostitución y las obligaban a alfabetizar en lugares
lejanos a sus hogares. En aquella época mi formación estaba inspirada
en el humanismo cristiano por lo cual en lugar de escandalizarme, empecé
a interesarme en una Revolución que era capaz de darle nuevas oportunidades
a las trabajadoras de la calle y a llevar el derecho a la educación
a sectores tradicionalmente excluidos.
Nunca imaginé que se pudiera justificar el oficio más viejo del mundo
diciendo que ello hacía peligrar el honor de las mujeres porque aumentaba
los índices de violación del otrora sexo más débil. Con el tiempo
entendí que las revoluciones generan un extraño proceso donde lo más
recalcitrante sale a flote. Hoy las recuerdo con cariño porque gracias
a ellas la necesidad de conocer el socialismo cubano se me convirtió
en una obsesión que llenaría intensamente durante el transcurso de
mi vida.
Unos años después me propuse conocer directamente esa experiencia
social y política tan atacada pero que cada vez impresionaba más a
mi generación, estimulada además por los aires de la derrota que EEUU
estaba recibiendo en Vietnam, el triunfo de la Unidad Popular en Chile,
las poesías del sacerdote trapense Ernesto Cardenal en Solentiname,
Nicaragua, las luchas del reverendo Martin Luther King, asesinado en
Estados Unidos, hechos que nos daban claras señales a los jóvenes
de esa época de que algo muy importante estaba pasando en el mundo.
Coincidió que la primera vez que pise territorio cubano, imbuida por
un profundo sentimiento de solidaridad y el deseo de conocer la verdad
del socialismo cubano, fue en septiembre de 1973, el mismo año y mes
que el gobierno de Estados Unidos, aliados con las trasnacionales de
ese país y con la derecha chilena, dieron el golpe de estado a Salvador
Allende y lo asesinaron, desapareciendo y torturando toda una generación
de hombres y mujeres valientes.
Inolvidable para mí cuando a sólo unos días de esa tragedia colectiva,
me vi en la Tribuna de la Plaza de la Revolución oyendo a Fidel, quien
lucía con su erguida figura a lado de Beatriz, la hija embarazada de
Allende, frente a un millón de cubanos, en ese espacio gigantesco de
la Ciudad de La Habana, que Batista dejara, de manera paradójica y
premonitoria, para que se convirtiera en un emblema de esa gesta histórica
latinoamericana.
Imposible no llenarse de una convicción duradera cuando pude observar
mujeres cociendo detrás de las tarimas banderas chilenas y cubanas
para entregárselas a un pueblo de todas las edades que venían llorando
por su admiración y respeto al primer gobierno socialista electo en
América Latina y luego derrocado. La Revolución Cubana sólo tenía
13 años de haber triunfado, dos años más que la nuestra de hoy.
De allí para adelante cuántas veces cité a Fidel desde ese día para
argumentar los derechos de los pueblos a su liberación, ya no recuerdo.
O cuántas veces leí a Fidel para entender el problema de la deuda
externa (eterna) en los ochenta, por lo menos durante una década. Varias
generaciones de latinoamericanos, africanos y asiáticos crecimos buscando
con ansiedad los discursos de este hombre cuyas manos enormes, largas,
como de médico, tuve la alegría de tomarlas en un saludo cuando disfruté
la inmensa oportunidad de pertenecer a la delegación venezolana al
XI Festival de las Juventudes que se celebrara en ese país en 1978.
Es interminable lo que podemos decir y contar de Fidel millones de personas
de todas las latitudes cuyas vidas han sido impactadas de manera individual
y colectiva por este hombre inmenso, que nos pertenece a todos. Su fidelidad
a José Martí podemos verla reflejada en cada una de las letras en
su famosa defensa luego del Asalto al Cuartel Moncada, en el año 1953,
conocida como “La Historia me Absolverá” donde podemos encontrar
su pensamiento concentrado y desarrollado a los largo de 55 años.
De Fidel aprendí a amar más profundamente a la patria, a respetar
sin duda alguna a nuestros pueblos, a creer en su inmensa potencialidad,
a conocer más a Bolívar, a saber y entender de dónde venimos. De
un hombre ateo aprendí a volver a sentir a Dios como experiencia humana
y divina. De sus imperfecciones, a que todo puede corregirse. De su
capacidad de rectificación, a que todo tiene solución. De su convicción,
la perseverancia. Su fuerza es la fuerza del pueblo cubano, su visión
tiene la mirada larga de nuestros libertadores, su sabiduría de nuestras
profundas raíces ancestrales. El es un ser humano como todos nosotros,
que creyó en sí mismo y en la humanidad toda. Inspirada en una fecha
histórica, estando en Cuba estudiando Periodismo en la Universidad
de la Habana, le escribí este poema:
Alegría de Pío Diciembre
1986
Nadie pensó
que entre los cañaverales
tu sangre correría
y que en la retirada
uno y otro moriría
Los sabuesos
lamían y acosaba tu figura
pero en cinco días
fusil puesto entre pecho y piernas
no hablaste
no respiraste
Rodeado de verdes cañaverales
como en un vientre
te alimentaste
en tu esperanza
en tu férrea visión
de dirigente nuestro
Ideas claves de su histórica defensa: “La Historia me Absolverá”
“…los pueblos cuando alcanzan las conquistas que han estado anhelando
durante varias generaciones, no hay fuerzas en el mundo capaz de arrebatárselas”
“Cuando hablamos de pueblo no entendemos por tal a los sectores acomodados
y conservadores de la nación, a los que vienen bien cualquier régimen
de opresión, cualquier dictadura, cualquier despotismo, postrándose
ante el amo de turno hasta romperse la frente con el suelo. Entendemos
por pueblo, cuando hablamos de lucha, la gran masa irredenta, a las
que todo ofrecen y a la que todos engañan y traicionan, la que anhela
una patria mejor, más digna y más justa; la que está movida por ansias
ancestrales de justicia por haber padecido la injusticia y la burla
generación tras generación, la que ansía grandes y sabias transformaciones
en todos los órdenes y está dispuesta a dar para lograrlo, cuando
crea en algo o en alguien, sobre todo cuando crea suficientemente en
sí misma, hasta la última gota de sangre”
“El porvenir de la nación y la solución de sus problemas no puede
seguir dependiendo del interés egoísta de una docena de financieros,
de los fríos cálculos sobre ganancias que tracen en sus despachos
de aire acondicionado diez o doce magnates. El país no puede seguir
de rodillas implorando los milagros de unos cuantos becerros de oro
que como aquel del Antiguo Testamento que derribó la ira del profeta,
no hacen milagros de ninguna clase. Los problemas de la República sólo
tienen solución si nos dedicamos a luchar por ella con la misma energía,
honradez y patriotismo que invirtieron nuestros libertadores en crearla”
¡Qué viva la Revolución Cubana! ¡Qué viva la solidaridad entre
nuestros pueblos!
Ese aplauso de más de cuatro minutos a Fidel fue un aplauso para el pueblo cubano, su historia y heroismo.