No recuerdo si lo he tratado en otras ocasiones, cuando al levantarme, encuentro el amanecer lluvioso, con un cielo azul gris i una brisa suave como un favonio; el ambiente me recuerda que eso era un día claro i bonito en la sencilla aldea o pueblo llamado Korbeek-lo, a unos 5 kilómetros hacia el norte de Lovaina, la ciudad universitaria más popular i conocida de Bélgica. Recuerdo que en la Feria Mundial de Nueva York, una de las atracciones del pabellón de este país del Benelux, era conocer un pueblo belga, pero por las tantas atracciones que había, se nos pasó el tiempo i siempre lamenté no haberlo conocido, más cuando algunas postales me lo presentaban como una pequeña ciudad de un cuento de hadas. Viajamos a Europa, i permanecimos unos 9 meses en Madrid; luego, por carretera, nos fuimos a Bélgica, atravesando Francia i con una pausa en París. Llegamos a Bélgica, vía Lile. Por una noche un hotel frente a la Gare; luego, a una residencia buscada por la Universidad. En Leuven o Lovaina, cuando nos hablaron de una casa que alquilaban en Korbeek-lo, habitada por un médico que estaría ausente por un año en cursos de post grado en Holanda i en Suiza, fuimos a hablar con el verdadero dueño, quien nos resultó un viejo gruñón, como el señor Scrugge del Cuento de Navidad de Dickens, que por acompañarnos un venezolano con atuendo de hippie, le caímos mal; empero como el médico que ya habíamos conocido fue todo lo contrario de cortesía i bondad, habló con el Sr. Huybrech que así se llamaba el propietario, i admitió el alquiler para un venezolano médico también. Todo fue júbilo, pues ayudados por la Universidad que nos alojó provisionalmente en una residencia de señoritas desocupada por vacaciones –llegamos en agosto− para aprovechar las clases de francés que dictaba la esposa del Vice-Rector de manera gratuita.
La casita, como la llamábamos, estaba situada en una calle ligeramente inclinada, al lado izquierdo de la vía carretera (años después era autopista) que conducía a Lieja i hacia la frontera con Holanda. Realmente nos encantó, por ser una de techos inclinados de tejas, ventanilla en el desván, dos pisos i sótano con el garaje, el cuarto de la caldera i una estupenda bodega de vinos mui ordenados, por el Dr. Baro que así se llamaba el especialista que aspiraba a la Dirección de Geriátrico que estaba al otro lado de la vía, en un antiguo castillo de bellos jardines. Entre otras cosas, me enteré ya cuando regresaba a Venezuela que, era un estudioso de la Corea de Huntington, de la cual apenas tenía unos 38 casos encontrados en el país. Se asombró de que en Venezuela, en el Zulia, teníamos el mayor foco del mundo, pues el grande que existió en Yugoeslavia, Hitler le hizo una cura radical: los exterminó a todos. Por petición suya, le envié el libro de Américo Negrette a él, i a su tutor el Dr. Ajuliaguerra, español que vivía en Suiza. El libro causó sensación en un congreso en Alemania.
Pues bien, ya hecha esta presentación de mi Korbeek-lo, diré que la casita era acogedora i linda como una casita de muñecas, con un jardín florido al frente i en la parte posterior (igual de la de los vecinos, ¡los mejores que haya conocido en mi vida!) eran árboles frutales, peras, manzanos, fresas, limones, aunque todavía árboles jóvenes, excepto una especie de gran acacia, que daba sombra. Yo iba conduciendo un coche de bebé con mi hijo recién nacido, Luis David, casi hasta la plaza del pueblo, a la oficina de correo a poner las cartas; las que venían de Venezuela, las encontraba en mi buzó de correo. Los vecinos Stoffels, sembraban zanahoria, papas, lechuga i pimentones; él cuidaba una conejera (i comían conejos i otros para la venta) i ella un gallinero, para gallinas, pollos i huevos). Se pagaban ambos sus productos i nos enseñaron una vida sobria, económica i de gran orden. Los otros vecinos, los Daman, él un veterano de guerra i ella una repostera de primera. Tenían grandes árboles frutales i vendían dulces i gonfles (galletas esponjosas en cuyos huecos de molde, se colocaba polvo de harina i miel. Repartían mercancía en un WV escarabajo, cuya mitad estaba modificada para carga. Vecinos trabajadores, pero de excelente cultura. La señora Stoffels tenía más de 30 años cocinándole a una condesa en Bruselas i sus hábitos eran también como las practicas de una señora de la corte; él era panadero i se sentía orgulloso de su oficio i de sus creaciones. El señor Daman, era bien organizado i culto; teníamos un día fijo para catar vinos i estudiar de vinos; otro, para jugar ajedrez i hablar de botánica como experto en raíces que aprendió a comer en la guerra: sabía distinguir entre las comestibles i las venenosas. En el ejército aprendió carpintería i como no tenían hijos, se entusiasmó con los nuestros, i les hizo una mesa de ping pong de medidas oficiales i jugaba con ellos. Los Stoffels si habían tenido mala suerte. A los días de nuestra llegada los acompañamos al entierro en el cementerio del pueblo, de su único hijo. Se había casado tres años antes i reunieron para hacer el viaje de luna de miel al año siguiente, atraídos por España. Fueron a las playas de Barcelona i allí lamentablemente se ahogó. Tardaron más de un año en repatriar el cadáver i nosotros fuimos con ellos al cementerio, donde vi lo sencillo de un enterramiento, sin costos elevados i ceremonia lo más simple posible. El joven había sido campeón de motociclismo i cuando niño protagonizó con sus padres la huida de Lovaina en una bicicleta que conservaban (la señora iba en ella a diario a la estación del tren) ; huyeron cuando los alemanes invadieron a Bélgica en la Segunda Guerra Mundial. Todo un acontecimiento doloroso que, ellos, como buenos belgas, sabían disimular mui bien. Cuando nos dieron una cena de despedida, en un paral sólido i liso de porcelana, estaba escrito el menú en una bella letra gótica que yo admiré, puesto que en mis estudios de medicina i al graduarme, hice muchos diplomas de grado. El señor Stoffels, ante mi pregunta i asombro, me dijo con orgullo: eso lo escribí yo; sé hacer letras góticas.
Como, pueden ver someramente (pues hai muchísimas cosas que contar), mis recuerdos de Korbeek-lo están ligados en gran parte a las bondades, atenciones i apoyo que los prestaron los vecinos más extraordinarios que haya conocido, como nunca en mi ciudad. Sin embargo el pueblo tenía sus bellezas i ciertos encantos del clima que la meten en el corazón. Vi, una vez, un árbol desnudo por el invierno i una cerca ciclón, cubierta de gotitas de agua que, una repentina baja de temperatura, llegamos a tener 14 grados bajo cero a las 12 del día i 23 bajo cero en la noche ciertos días, de un invierno que los vecinos nos decían era el más frío desde los tiempos de la guerra; entonces las gotitas de agua se transformaron en diamantes, una visión maravillosa que se desvaneció al paso raudo de un remusgo.
Tuvimos muchos amigos latinoamericanos –colombianos, ecuatorianos, peruanos i hasta brasileños− curiosamente pocos mexicanos, para quienes nuestra casa era una especie de centro de reunión o club en ocasiones, lo mismo que en el Alma, el comedor estudiantil. No olvido a un colombiano inteligente i bolivariano de pura cepa, llamado Adolfo Gómez, a quien dejé mis atuendos de invierno cuando me vine; con quien, de empezar discutiendo por nacionalidades en las clases de francés, luego fuimos excelentes amigos. Después, jamás he sabido nada de su vida. Igual del venezolano maravilloso como persona i estudiante de ciencias, Dr. José Luis Ávila, alumno de John De Deveue, i admirador de su hija i de mi sobrina Elizabeth que pasó la Navidad con nosotros. José Luis era médico que vino a Caracas, fue premio de Ciencias i nunca pudimos vernos más, falleciendo mui joven. Tampoco he vuelto a saber de Jorge Sosa Chacín, abogado criminólogo, que fue gran rival en el ajedrez. En fin, cuantos seres queridos se van quedando en el camino de la existencia. Recuerdo los juegos de cartas de mi madre, de mi suegra Carmen i de María África, la amiga i profesora española que vivió con nosotros unos 4 meses. I por último, para no alargar más estos recuerdos, todavía veo en el parabrisas de mi auto Vauxal Viva (ingles), las diminutas maravillas de los cristales de nieve que son primores de la naturaleza i se borran con el aire del camino.
Es la Bélgica donde en el Hospital Santa Pierre, nació mi hijo belga Luis David; donde mi esposa junto a mis tres hijos varones, Leonardo, Andrés Eloy i Luis David, pasamos los días o años (contando la estada en Madrid) más felices de la existencia, donde recorrimos los países del Benelux i hasta hicimos comidas campestres, frente a un río en Luxemburgo i al otro lado veíamos una hermosa granja en Alemania, con vacas, ovejos i cisnes o pavos parsimoniosos; donde con Rogelio Añez, un venezolano con 7 años de residencia en Lovaina era como un embajador cultural i compañero de viajes; donde en Clerveaux, creí ver una pueblo medieval con torres de iglesias con cigüeñas i techos de casitas de cuentos de hadas i de brujas; rincones donde el tiempo transcurre suavemente, estirando las horas de deleite en las hojas multicolores del otoño o se corre por un bosque de grandes árboles, creyendo encontrar hongos de colores i gnomos misteriosos. Todo un cuento de nubes, lloviznas, lagunas i prados verdes, donde las vacas –como decía María África− producen envidia a los mortales. Por eso, estos días con techo gris i sol por venir, con lluvia pertinaz i remusgos acariciando el rostro, se me antojan los días felices de Korbeek-lo, la calle Konig Alberlaan i a lo lejos un viejo convento o un terreno frente a frente a mi ventana detrás del escritorio, blanco de nieve i con el andar lejano, levantando las patas al caminar sobre la espuma fría, de mi gato siamés que se escapaba. Era, mi Korbeek-lo: era la Bélgica de mis amores.
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