Colombia: La guerra como identidad y la muerte alrededor

Colombia ha vivido en guerra desde antes de ser tal. Una realidad que no pasa en vano y se ha insertado de lleno en los imaginarios y en las estructuras mentales de los habitantes. Gran Colombia, Nueva Granada, Confederación Granadina, Estados Unidos de Colombia o República de Colombia, de presidentes a peones, la guerra está presente en el lenguaje, el deseo, la memoria, el miedo, la obsesión. Unos u otros generados o granjeados según la orilla que toque: los poderosos, en la mixtura y manipulación de los elementos; los humillados y ofendidos, en el padecimiento del brebaje.

El presidente Juan Manuel Santos, encarnación cachaca del eufemismo, habla de la paz como de algo querible y posible (1). Todos sus antecesores lo han hecho. Desde antes de la Patria Boba, hasta ahora, durante la prosperidad más inundada y absurda que padecemos, apenas por breves lapsos se ha hecho otra cosa. Colombia es un país lleno de guerreros que se creen pacíficos y de malosos que lo son por la gracia de Dios. Nadie acepta lo que es, todos negamos lo que sabemos que somos.

En el jardín cruzado por tres cordilleras y bañado por dos océanos, el odio crece fértil. Retoña siempre la venganza. Y no dejan de renovarse a diario las razones para mantener el ciclo de muerte.

Un difícil panorama, que se sobrelleva mejor a punta de mentiras, condonaciones, contriciones, trueques celestiales. Justificaciones y absoluciones para seguir la matanza sin que duela la cabeza ni tiemblen las manos. El sino fatal que nos confiere la tranquilidad del deber cumplido.

Cuando cualquiera habla en serio se sabe que es un taimado traidor. Se puede ser prosopopéyico, redundante, arrevesado, mas no decente y nunca sincero. El que ríe pronto yacerá tieso: el contento es burletero, causa envidia. Es un cuento el mamagallismo y una certeza la ambigüedad. Caletre de pistoleros amargados.

Los generales quieren y requieren la guerra para hacer carrera y sentirse útiles. El fuero militar les condona cualquier irresponsabilidad; el estado camufla así sus asesinos a sueldo en la institucionalidad, las ejecuciones extrajudiciales se vuelven embustes de opositores.

Monseñores, conservadores y adalides de la derecha católica profanan, a estas alturas, los cuerpos, templos de Dios de los simplones creyentes: Niegan el aborto, prohíben el uso de anticonceptivos: siguen condenando la mujer al vituperio y la hoguera. La Inquisición se añora, pero se esfuerzan para que las leyes purguen como el fuego. Sus cruzadas santas no dejan de ser violencias oprobiosas.

Una sociedad descompuesta que ve como enfermos a quienes tienen gustos diferentes, lúdicos, sexuales, o de quienes la media amorfa se ve o siente distinta. Opciones de la personalidad que no corresponden a sus latinajos excluyentes. Y quienes acusan son los mismos que se pudren alma adentro, eunucos de la psiquis, pederastas, violadores, a los que protege el ecclesiale espíritu de cuerpo.

Los niños, que siempre han sido víctimas en zonas rurales, tugurios o comunas, ahora caen también en calles céntricas o dentro de la casa, menos por las balas al azar que por los disparos adrede. Porque no hay balas perdidas ni fondo en esta guerra sin cuartel que es la cotidianidad de un país sangriento, sediento de cadáveres y entierros.

El ángel de la guarda no protege a nadie. Y los ángeles caídos no se perdonan ni olvidan, aunque siempre sostengan lo contrario. Sin honestidad, sin verdad, sólo hay rencores impotentes y crecientes. La memoria no es tábula rasa, menos aún con los verdugos carcajeando enfrente.

La Seguridad Democrática, otro nombre de la guerra acuñado por el Pablo Morillo criollo y tardío que quiso ser El Pacificador Álvaro Uribe Vélez, fue en realidad un mar de inseguridad siniestro, declaradamente fascista, durante el cual se persiguió y asesinó a quienes obstaculizaran las metas perfiladas.

La guerra guerrísima está en todas partes y en todo. Cada sector, cada estrato, cada colombiano, aporta lo que puede: el pudiente sopla el fuego, el militar apunta y dispara y da porrazos, el periodista atiza, la madre maleduca en la obediencia, el necesitado vota a cambio del ladrillo, el santurrón pregona la paciencia, el banquero atraca en cada cajero, el ratero cree robar al atracado, el matón mata y remata, el juez da casa o calle por cárcel.

Los legisladores violan sus curules y los que no lo hacen aran de sol a sol en el desierto. Los magistrados van ciegos y en venta, y los que no pocas veces ven vivos la mañana siguiente. Los partidos políticos, sin excepción, se muerden la cola de rabia cuando pierden, y los que no, se destrozan de envidia las entrañas cuando ganan. Los gobernantes, nacionales, regionales o locales, desbarajustan para desmontar lo público, y los que no, no existen.

El terror transita por las cosas estúpidas que nos emocionan, como el fútbol, o por la mala música que tarareamos, como el vallenato o la guascarrilera, sin dejar aparte los amores maltratados y los amigos delatados.

Unos volvieron el secuestro una manera irónica de persistir. Otros decidieron descabezar al país a punta de motosierras, con la anuencia y las palmaditas en el hombro indicadas. Todos fuimos trepando el futuro sobre el lomo de machetes y fusiles.

En un lugar donde la guerra seduce y la paz desordena, ¿cómo no ha de ser infame aquel que pregona la conciliación o indolente quien habla de justicia social? La inequidad es necesaria, el hambre es procedente. La desregulación del estado regula la convivencia en el desastre.

Y es linda y espectacular la guerra por la tele o la radio. Sonriente, aséptica, extraña, lejana. Si hay guerra, no se siente; si hay conflicto, no es nuestro. La cámara o el micrófono enfrían una masacre cada que quieren, pero calientan el resentimiento cuando conviene. Porque, como la de aquel escultor de La Fontaine, el alma colombiana es de hielo para la verdad y de fuego para la mentira (2).

Fascinados por el engaño, queremos creer que la guerra es buena, necesaria, y conduce a la paz. Pero la esperanza de esta última nos importa apenas porque mantiene incólume el escenario de la guerra. Un blanco por suerte móvil, etéreo, que abulta presupuestos, perpetúa el poder, elige mandatarios, mantiene las cosas como están: arriba los gozosos, abajo los dolorosos, al medio los misteriosos hilos de la dominación.

Aquí espanta la paz cierta. Estado, gobiernos, dirigentes, industriales, grandes empresarios, banqueros y demás poderosos sólo anhelan que excluidos, pobres e inútiles al sistema descansen en paz cuanto antes. Para que apropiadamente pasen a mejor vida cuentan con la salud que no se presta, el auxilio que no se entrega, las viviendas que se deshacen o no se hacen, el hambre que irradian, la ignorancia que fomentan. Y, desde luego, por si resisten el tramacazo, están las armas y los arsenales israelíes o gringos, y sus usuarios acuciosos, como los SMAD (3), el DAS o su sucedánea, la DNI (4), los grupos GAULA (5), por mencionar algunos.

La guerra es noble. ¿Cómo no va a serlo, si sobre las bombas renace el país y ahí convalidamos la identidad de nación que nos distingue? ¡Si sobre la muerte de miles sin nombre se fundamentan tantos apellidos seculares y los delfines sin fin! La muerte en Colombia no es un mal necesario, es un bien planeado, ejecutado y bendecido por los mismos héroes, patriarcas y patriotas que forjamos y ahora se pasean desesperados en busca de pedestal. Frankensteins con galones, pigmaliones con corbata, narcos patrón, sicarios con rosarios de plomo.

Un modelo a escala que replican la historia, los medios, las clases y las élites que nos tumban, la educación de la cuna para la tumba. Hay que dar migajas como limosnas. O marchar contra nosotros mismos, para ser salvos y resarcirnos del hijo corrupto, el hermano criminal, el padre mafioso, el amigo político, el Ello uribista, el Yo santista o el Superyó con un Ordóñez atravesado (6). Un desahogo en lágrimas de los violentos, porque no puede ser pacífico ni desinteresado algo en contra de alguien, menos aún cuando los gritos son rabiosos, pagos, fingidos.

Si hay luna, más lunáticos; si hay sol, solapados. Dementes guerreadores con la sangre hirviendo adentro y las arterias que ya estallan. Como en “La Casa del Juicio”, de Wilde, nunca podrán mandarnos al infierno porque ya vivimos en él. Y el único cielo imaginado es la venganza dulce (7).

Los desplazados, sin voz ni voto, huyen de las tierras despojadas y acampan a la espera del desalojo oficial. Las encuestas tergiversan. Los titulares confunden. Las estadísticas atacan. El coro es unánime, mientras las autoridades exhuman viejas víctimas y los dolientes despiden las recientes.

Dice Silvio Rodríguez, el cantautor cubano, que la muerte anda en secreto (8). Eso será en otra parte. Aquí la muerte grita, su ronquido estremece de punta a punta y su rostro asoma en cualquier campo o esquina, a toda hora. Aunque el resultado es el mismo: Nadie la oye, nadie la ve, nadie la mira a la cara hasta que pasa lo que tenía que pasar y cae acuchillado. Porque todos vamos reventando para que los dueños de uno de los países mas inicuos y desgraciados del planeta puedan seguir existiendo en su impudicia. Y nadie nos rescata d'entre les morts (9).

jasanchezmarin@gmail.com

NOTAS:

(1) Palabras del Presidente Juan Manuel Santos en la marcha por la libertad de los secuestrados. Villeta, Cundinamarca, 6 de diciembre de 2011. Portal de la Presidencia de la República. http://bit.ly/sRQasO

(2) “El escultor y la estatua de Júpiter”, en “Fábulas” de Jean de La Fontaine.

(3) Escuadrón Móvil Antidisturbios de la Policía Nacional colombiana.

(4) Departamento Administrativo de Seguridad, organismo de inteligencia dependiente de la Presidencia de la República. Por su vinculación con el espionaje y la persecución de opositores y de magistrados, el organismo ha sido reemplazado por la Dirección Nacional de Inteligencia.

(5) Grupos de Acción Unificada por la Libertad Personal, pertenecientes al Ejército.

(6) Alejandro Ordóñez Maldonado, Procurador General de la Nación, adalid de la extrema derecha colombiana y distinguido por sus cruzadas católicas y moralistas.

(7) “Poemas en Prosa”, de Oscar Wilde. Ed. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Madrid, 1999.

(8) Canción: “Testamento”, álbum: “Rabo de nube”, de Silvio Rodríguez.

(9) Referencia a “Sueurs froides: d'entre les morts” (“Vértigo” o “De entre los muertos”), de Aldred Hitchcock, basada en la novela del mismo nombre, de Pierre Boileau y Thomas Narcejac (1954).

Juan Alberto Sánchez Marín es escritor y periodista colombiano, guionista y director de cine y televisión. http://juanalbertosm.com



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Juan Alberto Sanchez Marin

Periodista, escritor y director de televisión colombiano. Analista en medios internacionales. Colaborador del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE). Fue consultor ONU en medios. Productor en Señal Colombia, Telesur, RT e Hispantv

 juanalbertosm@icloud.com      @juanalbertosm

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