Como recordaba la periodista Olga Rodríguez en un reciente artículo, la política de EE UU en el Próximo Oriente se basa desde hace cuarenta años en tres pilares: Arabia Saudí, Israel y el ejército egipcio. A partir de los acuerdos del Quincey en 1945, la teocracia saudí se convirtió en la llave del dominio energético estadounidense y en el muro de contención de las izquierdas y los nacionalismos panarabistas.
Tras la guerra de 1967, Israel, por razones al mismo tiempo de política interna y de geo-estrategia, pasó a centrar obsesivamente, a veces de manera incongruente, todas las posiciones de Washington en la región. Con Sadat y los acuerdos de Camp David en 1978, el Ejército egipcio, máximo receptor de ayuda estadounidense (si exceptuamos precisamente a Israel), se transformó en el verdadero garante de un siempre precario equilibrio regional, más frágil y amenazado que nunca tras la “pérdida” de Irán en 1980. Política de Estado por encima de las diferencias entre administraciones sucesivas, este triple eje ha sido siempre el pivote sobre el que se ha fundado la hegemonía de EE UU en esta zona, la más “geo-estratégica” del planeta (para desgracia de sus habitantes).
Con independencia de sus distintos orígenes y por muy incoherente que parezca, estas tres fuerzas --Arabia Saudí, Israel y el ejército egipcio-- han mantenido siempre unas estrechas relaciones de alianza interesada, como lo demuestra ahora, tras el golpe de Estado de Al-Sisi, la reacción de saudíes e israelíes, con un explícito apoyo económico de los primeros y una pública palmada de sostén y aplauso de los segundos; y con la intervención diplomática de ambos a fin de que la UE y los EE UU “den una oportunidad a la hoja de ruta” de los militares egipcios.
Porque el sangriento golpe de Estado en Egipto ilumina también un aspecto paradójico de este dominio estadounidense. Su dependencia de Arabia Saudí, Israel y Egipto concede a estos tres regímenes una autonomía que no tienen países menos necesarios, o incluso más hostiles, en el orden regional.
No son simples títeres de Washington, como lo prueba asimismo la asonada militar egipcia: al igual que Israel con la extensión de las colonias y los bombardeos de Gaza o que Arabia Saudí con la financiación de grupos abiertamente terroristas (decisiones contrarias a los intereses estadounidenses), Al-Sisi era muy consciente de que tenía la sartén por el mango: Obama estaba obligado a 'tragarse' el golpe y negociar con el Ejército. A sabiendas de su poder, una vez consumado el putch tras las manifestaciones populares del 30 de junio, no ha tenido el menor reparo en romper las negociaciones con los HHMM (que habían aceptado una propuesta de la UE) y en desatar una violencia y represión aún mayores que las de Mubarak (sólo comparables a las de Bachar Al-Assad).
Creo que es muy importante señalar esta inesperada revelación de la impotencia estadounidense. Tanto las revoluciones de hace dos años como las contrarrevoluciones ahora indican en realidad la debilidad de un dominio que viene prolongándose desde hace 70 años. Ni Washington hizo las revoluciones ni Washington está haciendo ahora las contrarrevoluciones. Es una potencia venida a menos, fracasada en Iraq, fracasada en Afganistán, que trata hoy de no verse arrastrada a la zarza ardiente de Siria. Una intervención militar incluso limitada contra el régimen criminal de Damasco (que tantas pequeñas víctimas celebrarían sobre el terreno) erosionaría aún más su hegemonía regional y mundial. Nunca antes los EE UU han estado tan obligados a negociar; a negociar con amigos a los que antes bastaba un despacho de embajada para enderezar y con enemigos a los que antes podía invadir o bombardear.
Muchos, incluso en la izquierda, se alegrarán sin duda de esta debilidad de EE UU y de la creciente autonomía de sus aliados y sus adversarios. Personalmente me alegro cuando la debilidad la aprovechan los pueblos para hacer revoluciones; pero más bien me preocupo cuando esta debilidad es aprovechada por las viejas y nuevas dictaduras para imponer la contrarrevolución a los pueblos. Si el declive del imperialismo estadounidense sirve para que finalmente los pueblos de la región conquisten la democracia y la soberanía, celebrémoslo con alborozo. Si ese declive, en cambio, “libera” y refuerza a los regímenes más criminales de la escena internacional (Israel, Arabia Saudí, el Ejército egipcio y Siria, Irán y Rusia, reñidos además entre sí), creo que hay menos motivos de celebración que de preocupación. Que Washington no dirigiera la revolución fue una noticia muy esperanzadora para todos; que Washington no dirija la contrarrevolución da toda la medida de un principio que muchas veces olvidamos: el de que, por muy mal que vayan las cosas, siempre pueden ir peor.
Los egipcios –y con ellos todo el mundo árabe– vuelven a perder terreno. Confiemos en que la experiencia revolucionaria de los últimos años –y los rescoldos de conciencia y organización– sobrevivan a los espadones y los imperialistas (y a algunos anti-imperialistas).
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