Fidel Castro, arquitecto de la soberanía nacional de Cuba

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El líder revolucionario ha realizado el sueño del Apóstol y Héroe Nacional José Martí de una Cuba independiente y ha devuelto su dignidad al pueblo de la Isla.


    El triunfo de la Revolución en Cuba el 1 de enero de 1959 engendró la más importante transformación social de la historia de América Latina. Al derrocar el orden y las estructuras establecidas, Fidel Castro puso en tela de juicio el poder de la oligarquía batistiana y de los conglomerados de dinero y ubicó al ser humano en el centro del nuevo proyecto de sociedad dedicando los recursos nacionales al pueblo.

    La principal conquista de la Revolución cubana es la independencia y la soberanía tan anheladas por el pueblo cubano desde el siglo XIX y por las cuales José Martí sacrificó su vida en 1895. Al poner fin a más de 70 años de dominio de Estados Unidos sobre la Isla, Fidel Castro devolvió a los cubanos su dignidad perdida durante la intervención estadounidense en la guerra de independencia de Cuba en 1898 y la ocupación militar que había transformado a la Isla en simple protectorado. El presidente John F. Kennedy no se equivocó: “Fidel Castro forma parte del legado de Bolívar. Deberíamos haber dado al fogoso y joven rebelde una bienvenida más calurosa en su hora de triunfo”.

    Para entender la importancia simbólica de Fidel Castro en la historia de Cuba resulta necesario remontarse a principios del siglo XIX, en el momento en que la isla empezó a suscitar las apetencias del “vecino pujante y ambicioso”. En efecto, Cuba es una de las más antiguas inquietudes de la política exterior de Estados Unidos. En 1805 Thomas Jefferson evocó la importancia de la isla enfatizando que su “posesión [era] necesaria para asegurar la defensa de la Luisiana y de la Florida pues [era] la llave del Golfo de México. Para Estados Unidos, la conquista sería fácil”. En 1823 John Quincy Adams, entonces secretario de Estado y futuro presidente de Estados Unidos, aludió al tema de la anexión de Cuba, elaborando la famosa teoría de la “fruta madura”: “Cuba, separada por la fuerza de su propia conexión desnaturalizada con España e incapaz de sostenerse por ella misma, tendrá necesariamente que gravitar en torno a la Unión Norteamericana y sólo a ella”. Así, durante el siglo XIX, Estados Unidos intentó comprar Cuba a España al menos seis veces.

    Durante la Primera Guerra de Independencia, de 1868 a 1878, los insurrectos cubanos, afligidos por profundas divisiones internas, fueron derrotados por el ejército español. Estados Unidos brindó su apoyo a España vendiéndole las armas más modernas y se opuso resueltamente a los independentistas, persiguiendo a los exilados cubanos que intentaban brindar su contribución a la lucha armada. El 29 de octubre de 1872 el secretario de Estado Hamilton Fish hizo partícipe a Daniel Edgar Sickles, entonces embajador estadounidense en Madrid, de sus “augurios de éxito para España en la supresión de la revuelta”. Washington, opuesto a la independencia de Cuba, deseaba tomar posesión de la Isla.

    Durante la Segunda Guerra de Independencia entre 1895 y 1898, los revolucionarios cubanos, unidos en torno a su líder José Martí, tuvieron que enfrentar otra vez la hostilidad de Estados Unidos, que brindó su concurso a España vendiéndole armas y arrestando a los patriotas cubanos en su territorio que intentaban suministrar a los insurrectos.

    En 1898, a pesar de su superioridad material, España estaba al borde del abismo, vencida en el campo de batalla por los independentistas cubanos. En una misiva el presidente estadounidense William McKinley, con fecha del 9 de marzo de 1898, a Stewart Woodford, embajador en Madrid, le señaló que “la derrota” de España era “segura”. “[Los españoles] saben que Cuba está perdida”. Según él, “Si Estados Unidos quiere Cuba, debe obtenerla por la conquista”.

    En abril de 1898, tras la misteriosa explosión del buque de guerra estadounidense The Maine en la bahía de La Habana, el Presidente McKinley solicitó el permiso del Congreso para intervenir militarmente en Cuba e impedir que la isla consiguiera su independencia. Varios parlamentarios estadounidenses denunciaron una guerra de conquista. John W. Daniel, senador demócrata de Virginia, acusó al Gobierno de querer intervenir para evitar una derrota de los españoles: “Cuando ha llegado la hora más favorable para una victoria revolucionaria y menos ventajosa para España, […] se asigna al Congreso a que entregue al presidente el ejército de Estados Unidos para ir a imponer por la fuerza un armisticio entre dos partes, cuando una de dos ya depuso las armas”. Así, en tres meses, Estados Unidos tomó el control del país e impuso un Tratado de Paz a España, del cual los cubanos fueron excluidos, destrozando su anhelo de independencia.

    De 1898 a 1902 Washington ocupó Cuba y obligó a la Asamblea Constituyente a que incluyera la enmienda Platt en la nueva Carta Magna, so pena de prorrogar indefinidamente la ocupación militar. El texto redactado por el senador Orville H. Platt prohibía a Cuba que firmara cualquier acuerdo con un tercer país o que contratara una deuda con otra nación. También daba a Estados Unidos el derecho a intervenir en todo momento en los asuntos internos de Cuba y compelía a la isla a que arrendase indefinidamente a Washington la base naval de Guantánamo . En un correo de 1901, el general Leonard Wood, entonces gobernador militar de Cuba, felicitó al Presidente McKinley: “Desde luego, bajo la enmienda Platt, no hay independencia –o poca– para Cuba y la única cosa que resulta importante ahora es buscar la anexión”.

    De 1902 a 1958, Cuba tenía el estatus de República neocolonial, totalmente dependiente del poderoso vecino. Una librería estadounidense no se equivocó cuando difundió en 1902 un mapa de la isla bajo el título: “Nuestra nueva colonia: Cuba”. El Tratado de Reciprocidad Comercial impuesto a Cuba en 1902 constituyó de facto una anexión económica.

    Estados Unidos intervino militarmente en Cuba en 1906 e instaló al gobernador Charles E. Mangoon hasta 1909, recordando a los cubanos quién era el verdadero dueño de la isla. En 1912, Washington se inmiscuyó otra vez en los asuntos internos de Cuba y mandó a sus fuerzas armadas, tras la revuelta de los Veteranos de Color, independentistas apartados del poder. El encargado de negocios estadounidense Hugh S. Gibson explicó las razones de esa sublevación: “Los cubanos que tomaron las armas por la causa española […] ocupan ahora los cargos públicos”. Estados Unidos había tomado en efecto la precaución –recordaba Gibson– de colocar en puestos claves a “quienes habían tomado las armas contra la causa de la independencia cubana”.

    La enmienda Platt, que legalizaba el intervencionismo estadounidense, ubicaba al gobierno cubano en una situación “de inferioridad humillante mediante un desprecio de sus derechos nacionales, causando su desprestigio en el interior y el exterior del país”. Tales fueron las palabras del presidente cubano José Miguel Gómez. Este apéndice legislativo no dejaba de recordar al pueblo cubano que el destino de su patria se subordinaba a los intereses de la potencia neocolonial. Así, en 1917, el presidente Woodrow Wilson mandó varios buques de guerra a Santiago de Cuba y Camagüey cuando unos insurrectos tomaron las armas, bajo el liderazgo de José Miguel Gómez, contra el presidente Manuel García Menocal que deseaba mantenerse en el poder mediante un fraude masivo.

Temiendo una reminiscencia de la revuelta de 1917 durante las elecciones presidenciales de 1920, Washington impuso al Presidente Menocal la presencia del general Enoch H. Crowder, el cual se encargó de elaborar las nuevas leyes electorales y organizar el escrutinio. Menocal hizo partícipe de sus reservas al presidente estadounidense: una supervisión de las elecciones cubanas por parte de Washington “lastimaría el orgullo cubano [y sería] una humillación” para toda la nación. Woodrow Wilson rechazó con desprecio la observación y nombró al Procónsul Crowder presidente del Comité Electoral.

Cuando en diciembre de 1920 el presidente Wilson envió a Crowder a Cuba para hacer frente a la grave crisis “política y financiera”, debida en parte al desmoronamiento de la cotización del azúcar, y salvar las inversiones estadounidenses de una quiebra de la economía cubana, ni siquiera se dignó a informar al presidente Menocal. Ante las protestas de éste, la respuesta de Washington fue mordaz y recordó a La Habana, en términos bastante alejados de las costumbres de la diplomacia, quién era el verdadero dueño de la isla: “El presidente de Estados Unidos no considera necesario obtener la autorización previa del presidente de Cuba para enviar a un representante especial”.

En 1933, cuando el movimiento insurreccional que lanzaron los estudiantes contra la dictadura militar de Gerardo Machado tomó un giro revolucionario bajo el impulso de Antonio Guiteras, Washington intervino otra vez para imponer a un sargento estenógrafo llamado Fulgencio Batista. El gobierno “pentárquico” que dirigió Ramón Grau San Martín, que emprendió considerables reformas sociales, no fue del agrado de Estados Unidos. En efecto, bajo la égida de Guiteras, ése creó tribunales para sancionar los crímenes que se cometieron bajo Machado, llamó a elecciones para el 22 de abril de 1934, convocó una Asamblea Constituyente para el 20 de mayo de 1934, otorgó la autonomía a las universidades, bajó el precio de los artículos de primera necesidad, dio el derecho de voto a las mujeres, limitó la jornada laboral a ocho horas, creó un ministerio del Trabajo, redujo las tarifas de gas y electricidad, puso término al monopolio de las empresas estadounidenses, impuso una moratoria temporal sobre la deuda y, sobre todo, nacionalizó la Compañía Cubana de Electricidad, filial de la American Bond and Foreign Power Company

El embajador Sumner Welles indicó la vía a seguir: “Ningún gobierno puede sobrevivir aquí por un periodo prolongado sin el reconocimiento de Estados Unidos y una falta de reconocimiento hundirá a Cuba en una situación aún más caótica y anárquica”. Roosevelt no reconoció al nuevo poder y mandó varios buques de guerra a la isla. Las consecuencias fueron inmediatas: el Gobierno revolucionario fue derrocado por Batista -apenas había durado 127 días– el cual instaló en la presidencia al fantoche Carlos Mendieta, prefiriendo gobernar tras bambalinas.

Welles expresó su satisfacción. Su acción había sido fructífera y lo explicó en una misiva al Departamento de Estado: “Estoy convencido de que los cubanos nunca podrán autogobernarse hasta que estén forzados a realizar que deben asumir sus propias responsabilidades”. Evidentemente, Washington se encargaría de dicha tarea, imponiendo a su hombre fuerte.

Batista, sumiso a Estados Unidos, tuvo el poder real de 1933 a 1959, excepto el periodo 1944-1952. Su golpe de Estado de marzo de 1952 contra el presidente Carlos Prío Socarrás fue acogido calurosamente en Washington: “Bastita es fundamentalmente amistoso con Estados Unidos y su Gobierno sin duda no será peor que el de Prío e incluso probablemente mejor”. El sargento, convertido en general, se comprometió a proteger los intereses económicos de Estados Unidos en detrimento de los del pueblo cubano, de lo que se felicitó el embajador Beaulac: “Las declaraciones del general Batista relativas al capital privado fueron excelentes”.

Fidel Castro, en nombre del pueblo cubano, se opuso inmediatamente a la dictadura militar y lanzó un movimiento insurreccional en las montañas de la Sierra Maestra. El líder del Movimiento 26 de Julio, retomando la antorcha de José Martí, se hizo muy popular entre la juventud cubana, que veía en él al redentor de una Cuba colonizada y humillada y el símbolo de la resistencia a la hegemonía estadounidense. Durante du discurso en Santiago de Cuba el 1 de enero de 1959, tras la huida de Batista, Fidel Castro advirtió a Washington de que en adelante Cuba sería libre y soberana: “Esta vez, por fortuna para Cuba, la Revolución llegará de verdad al poder. No será como en el 95, que vinieron los americanos y se hicieron dueños de esto […]. Ni ladrones, ni traidores, ni intervencionistas. Esta vez sí que es la Revolución”.

John F. Kennedy fue uno de los pocos dirigentes de Estados Unidos que comprendió la importancia histórica de Fidel Castro. Lo explicó en un discurso de 1960 y reconoció el apoyo de Washington a Batista: “en vez de tender una mano amistosa al pueblo desesperado de Cuba, casi toda nuestra ayuda tomaba la forma de asistencia militar –asistencia que sencillamente reforzó la dictadura de Batista, una asistencia que fracasó completamente en mejorar el bienestar del pueblo cubano”.

Agregó al respecto:


Usamos la influencia de nuestro gobierno para promover los intereses y aumentar los beneficios de las empresas americanas privadas, que dominaban la economía de la isla. Al inicio del año 1959, las empresas económicas poseían cerca del 40% de las tierras azucareras cubanas, acaso todos los ranchos de ganado, el 90% de las minas y concesiones mineras, el 80% de los transportes y caso toda la industria petrolera […]. Nuestra acción daba la impresión demasiadas veces que nuestro país estaba más interesado en sacar dinero del pueblo cubano que en ayudarlo a edificar una economía autónoma, fuerte y diversificada. Era imposible no suscitar la animosidad del pueblo cubano


El advenimiento de una revolución radical en Cuba era inevitable pues Estados Unidos, por su estrategia de dominación, negó a los cubanos toda perspectiva de emancipación verdadera, de independencia política y de progreso económico y social. El embajador Philip Bonsal evocó esta realidad: “En la Cuba pre-Castro, la presencia americana aplastante en términos geopolíticos era un permanente recuerdo de la naturaleza imperfecta de la soberanía cubana […]. Suscitaba rechazo ya que se consideraba una transgresión intolerable de la independencia y la dignidad del pueblo cubano”. La intromisión constante del Vecino del Norte en los asuntos internos de la isla había dañado profundamente el sentimiento de orgullo nacional de los cubanos. El último objetivo de la Revolución era recuperar la soberanía de la nación y poner fin a la dependencia de Estados Unidos. Tal fue la misión de Fidel Castro.

Fidel Castro tomó el poder y puso fin a la tutela estadounidense que había aplastado al país durante más de sesenta años. La república neocolonial se desintegró con la huida de Batista. El triunfo de la Revolución Cubana en 1959 permitió al pueblo cubano realizar finalmente el sueño de una patria libre y soberana, haciendo de Fidel Castro el emblema de la dignidad nacional y continental que supo oponerse a los designios hegemónicos de Washington en América Latina. Se acabó entonces la era del complejo “plattista”, en virtud del cual había que buscar soluciones estadounidenses a los problemas cubanos, con la llegada de Fidel Castro al poder.


*Doctor en Estudios Ibéricos y Latinoamericanos de la Universidad Paris Sorbonne-Paris IV, Salim Lamrani es profesor titular de la Universidad de La Reunión y periodista, especialista de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos. Su último libro se titula Cuba, the Media, and the Challenge of Impartiality, New York, Monthly Review Press, 2014, con un prólogo de Eduardo Galeano. http://monthlyreview.org/books/pb4710/ Contacto: lamranisalim@yahoo.fr ; Salim.Lamrani@univ-reunion.fr Página Facebook: https://www.facebook.com/SalimLamraniOfficiel



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Salim Lamrani

Doctor en Estudios Ibéricos y Latinoamericanos de la Universidad Paris Sorbonne-Paris IV, Salim Lamrani es profesor titular de la Universidad de La Reunión y periodista, especialista de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos.

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